(Para la reflexión y la polémica)
En los cimientos de la Argentina profunda, semiescondidas
por infinidad de argumentos parciales y cosmogonías, ideologías y debates
picarescos, hay dos formas de comprender la convivencia.
Lo afirmábamos ya en el 2008, cuando estas “placas
tectónicas” produjeron el choque que conmovió al país con el “reclamo del
campo”. Esas formas, en su núcleo más puro, giran alrededor de “ideas-fuerza”
que han chocado y chocan a veces en forma subterránea y en otras eclosionan
fuertemente.
Una de esas vertientes podría definirse como
“autoritaria-conservadora”. Más o menos chauvinista según las épocas, cree en
las potestades ilimitadas del “poder” para regular la mayor cantidad posible de
relaciones humanas, relativiza la importancia de la libertad y el libre
albedrío, es afecta a la fuerza y a las demostraciones de fuerza y sus utopías
se ubican en el pasado. Que “siempre fue mejor”.
La otra es abierta a la modernización progresista. Se
enraíza en las visiones cosmopolitas que creen en la unidad esencial del género
humano, más o menos universalista según las épocas, cree que el poder debe
actuar más sobre las cosas que sobre las personas, a las que les reconoce la
libertad originaria. En sus visiones más modernas, cree que debe ampliarse esa
libertad garantizando las posibilidades de elección de los caminos de vida de
cada uno con pisos de dignidad y ciudadanía creando puntos de partida lo más
equitativos posibles. Honra el pasado, pero su utopía se ubica en el futuro.
Estas formas de entender el país se concentran, sin
exclusividad, en dos vertientes político-culturales. Una, organicista y
jerárquica. Otra, democrática y plural.
La historia argentina ha estado motorizada siempre por el
choque profundo de estas visiones, que también suelen imbricarse recíprocamente
hasta perder su nitidez en la política real. Ambas han estado presentes, en
mayor o menor medida, en las grandes formaciones políticas. Sin embargo, puede
afirmarse que durante el siglo XX la primera construyó su “nido” en el
peronismo –hoy, el kirchnerismo- y la segunda en el radicalismo –hoy, en
Cambiemos-.
No son creaciones exclusivamente políticas. Responden al
imaginario cultural de grandes grupos de personas. Su vestimenta formal es
–casi- indiferente. Cuando el peronismo implosionó, surgió el kirchnerismo y
ocupó su lugar. Cuando lo hizo el radicalismo, su espacio fue cubierto por
Cambiemos, aglutinando a la mayoría de las clases medias que durante el siglo
XX se expresaba en el radicalismo y aliados circunstanciales.
Desde esta perspectiva, el proceso que ha comenzado en
diciembre de 2015 refleja con mayor nitidez que nunca en la historia la esencia
originaria del cambio progresista. El campo conservador, golpeado por la
impactante develación de la megacorrupción, se ha concentrado en el
kirchnerismo residual. Los viejos actores del siglo XX, por su parte, sufren
reacomodamientos identitarios profundos, engrosando las filas de una u otra de
las expresiones políticas del siglo XXI, a las que llevan sus convicciones,
épicas, historias y creencias. La historia no son sólo coyunturas, sino también
memorias, sentimientos, experiencias, recelos y afectos y todos ellos impregnan
las nuevas formaciones.
El futuro es inescrutable. Tal vez un analista de mediados
del siglo XX –cuando todavía se creía que la historia tenía una dirección
inexorable- sostendría que ambos campos deben reflejarse en expresiones
políticas. Si así fuera, parece difícil imaginar un “tercer espacio”, entre
Cambiemos y el kirchnerismo, con posibilidades de canalizar contingentes
mayoritarios de ciudadanos, siempre suponiendo que ambas formaciones hicieren
sus deberes. Aquellas personas que adhieren a una u otra de las grandes
vertientes político-culturales mencionadas, en sus diferentes matices, tendrán allí sus referencias,
cualquiera sea su lugar de origen histórico. Sin embargo, la política no suele
ser lineal.
Alcanza con mirar la historia reciente: ya desde el 2008 la
situación política argentina permitía construir una alternativa modernizadora.
Sin embargo, la preeminencia ideologista en los análisis de la mayor fuerza
alternativa de ese momento, el radicalismo, demoró este proceso casi una
década, facilitando la perpetuación del experimento kirchnerista por un lado, y
habilitando el crecimiento del PRO, con mayor claridad estratégica para
analizar el país y las alternativas, por el otro.
Y también lo observamos en el
proceso electoral de octubre de 2017. La obsesión por la resurrección del
peronismo llevó a sus sectores más modernos a un drenaje de sus adhesiones
ciudadanas hacia lo que éstas percibieron como la mejor expresión de las
visiones transformadoras, con independencia de su antigua simpatía partidaria
histórica. Como ocurriera antes con el radicalismo, sus electores más modernos
se integran en CAMBIEMOS, y los más conservadores se atrincheran en “Unidad
Ciudadana”. Las situaciones residuales de Randazzo, Urtubey o Schiaretti hoy no
son en esencia muy diferentes a la de Ricardo Alfonsín en 2011.
¿Significa esto que si la mayoría no se vuelca a Cambiemos
la única opción política real es el kirchnerismo?
Hoy por hoy no se ve una alternativa superadora a Cambiemos
en el espacio modernizador progresista, ni superadora al kirchnerismo en el
campo conservador. Lo demás es apostar a la premonición. Nadie hubiera
imaginado hace un par de años a Estados Unidos gobernado por Trump, ni el
resurgimiento de grupos nazis en Alemania y Austria, o a Francia desplazando a
sus fuerzas históricas para entronizar una experiencia joven y novedosa en la
que tributan también viejos militantes de las antiguas izquierda y derecha
francesa. Mucho menos a China y Rusia convertidos en los exigentes abanderados
del libre mercado mientras EEUU comienza su declive, se cierra sobre sí mismo y
abandona de hecho su liderazgo global en manos de sus antiguos rivales.
Si el proyecto de Cambiemos resulta exitoso y logra instalar por fin a la Argentina en el
camino de la modernidad democrática –como parece ser la chance más probable a
esta altura del proceso, es decir octubre de 2017-, es más posible que de
agotarse su ciclo político su herencia no llegue “desde afuera” sino de
desprendimientos de esa misma fuerza.
Es altamente improbable que la
experiencia de Cambiemos prologue un regreso del campo conservador: la
tendencia inexorable hacia la globalización de la economía y los mercados,
impulsada por los principales actores del mundo y por la propia revolución
científico-técnica anuncian un deterioro también inexorable de las alternativas
conservadoras-nacionalistas, cuyas bases económicas se diluirán sin remedio,
superadas por la realidad. Sin embargo, sería aventurado imaginar, con la
aceleración de la historia en el país y en el mundo, cuáles serán los temas de
agenda que encenderán pasiones y exigirán decisiones en ese momento y por lo
tanto, adivinar los liderazgos y alineamientos que lo protagonizarán. Una cosa es cierta: no lo serán ni las
propuestas ni los liderazgos anclados en la mitad del siglo XX.
Es más: también es difícil imaginar qué pasará con la
política como actividad, a estar a los cambios enormes que está teniendo la
naturaleza del poder con el surgimiento de espacios transnacionales,
supraestatales, subestatales y regionales que se ven hasta en las sociedades
consideradas más estables, y con el avasallante protagonismo de los ciudadanos
comunes, apoderados por las redes sociales. El caso de Gran Bretaña dejando la
Unión Europea, el conflicto soberanista en España con el problema catalán y el
resurgimiento del nacionalismo escocés no son más que algunos muy pocos
ejemplos de realidades que se instalan en todo el mundo.
El planeta entero es hoy más apasionante que cualquier
“reality”. Nunca ha sido tan necesaria como en estos tiempos la frescura
intelectual, el desapego de los dogmas históricos y la capacidad perceptiva de
las inclinaciones ciudadanas para protagonizar con éxito esa apasionante tarea
que es la actividad política.
Ricardo Lafferriere