Cuenta Herodoto que estando Creso, rey de Lidia, en la cumbre de su poder y esplendor, recibió la visita de Solón, a quien agasajó con fiestas y festines como nunca éste había visto en su vida.
Orgulloso de su poderío y riquezas le preguntó a Solón si había alguien más feliz que él en el mundo, a lo que éste respondió: "No sé, ésto no ha terminado". Al tiempo, Creso era derrotado por Ciro, rey de Persia, quien lo convirtió en su esclavo. Recién entonces pudo comprender el desgraciado Creso la sentencia de Solón.
Suecia está terminando su paso por la pandemia. Su índice de muertos se ubica en el promedio de muertes que tendrán todos cuando ésta termine. La habrán pasado sin afectar su bienestar, su economía ni sus logros sociales. Pudieron hacerlo por contar con un sistema de salud robusto, que en ningún momento sufrió el riesgo de ser desbordado por la cantidad de casos. Los desgraciados efectos de la pandemia no fueron más letales allí que en otras partes pero la atravesaron con la mayor rapidez y el menor daño posible a la sociedad.
En nuestro país, sus gobernantes aterrados por la insuficiencia, carencias y deterioro del sistema de salud, prefirieron extender temporalmente la pandemia con medidas cuyos efectos lograron que no desbordara el sistema sanitario -hasta ahora- pero al precio de destrozar -y destrozarán- aún más una economía que lleva ocho años de recesión.
Cuando termine, la pandemia habrá dejado posiblemente el mismo porcentaje de casos fatales que en todo el mundo. La diferencia con Suecia, en todo caso, será el escenario que quede.
Comparándolos, no creo que los suecos tuvieren en su momento muchas cosas para envidiarnos.
Ricardo Lafferriere
Sentaku es una palabra japonesa con dos acepciones: limpieza, y elección. Abarcan lo que soñamos para la Argentina: un país que haya limpiado sus lacras históricas, y que elija con inteligencia su futuro. Limpiamente, libremente.
martes, 12 de mayo de 2020
martes, 17 de marzo de 2020
Al margen del Coronavirus, ¿tiene vuelta la deuda argentina?
Al momento de escribir estas líneas,
el “riesgo país” alcanzaba 3661 puntos (o sea 36,61 % por sobre
la tasa de interés americana). La información publicada dice que el
costo de asegurar la exposición a la deuda argentina (“credit
default swap o swaps de incumplimiento crediticio”, Infobae, 16/3)
alcanza a 8.300 puntos básicos. Ochenta y tres por ciento (83 %) a
cinco años.
La Reserva Federal de Estados Unidos,
por su parte, anunció ayer la reducción a CERO por ciento su tasa
de referencia, y la emisión de bonos por USD 750.000 millones, para
ayudar a la economía norteamericana ante la crisis del Coronavirus.
Si debiéramos refinanciar nuestra
deuda de aproximadamente 330.000 millones de dólares en su
totalidad, nos implicaría -sólo para tener una idea de la magnitud
del problema- la generación de intereses -sólo de intereses- de
CIENTO VEINTE MIL MILLONES DE DÓLARES AL AÑO (USD
120.000.000.000). A eso llegamos con el 36,61 % de 330.000 millones.
El monto que estaría por refinanciarse
no es el total, sino casi SETENTA MIL MILLONES DE DÓLARES (usd
75.000.000.000). A una tasa de 36,61 %, el monto del interés que hoy
implicaría esa deuda sería de más de VEINTISIETE MIL MILLONES DE
DOLARES al año. Destaco: sólo de intereses.
Son números alucinantes para cualquier
cálculo.
¿Cómo llegamos a ésto? ¿con
Cambiemos, con Macri?
Veamos: la tasa de riesgo país con
Macri alcanzó los 800 puntos antes de las PASO. Había llegado a
poco más de 400, antes de la crisis de 2017. Con esa tasa de
interés la deuda pesaba, pero era sustentable. Implicaba en el
segundo de los casos (800 puntos, 8%) un monto de USD 26.400
millones de dólares si tomamos la deuda total, y de USD 5.600, ambos
por año, si tomamos la deuda que estaría por refinanciarse hoy.
Simplificando podríamos decir que Fernández le cuesta al país más
de VEINTICINCO MIL MILLONES DE DÓLARES POR AÑO más que Macri, nada
más que por esta refinanciación parcial.
Si la tasa fuera de 400 puntos (o sea,
4 %) generaría intereses por un monto de 13.200 millones de USD por
la deuda total, y de USD 2.800 millones por los casi 70.000 que
debemos refinanciar ahora.
Ahí está el tema: en el riesgo país,
más que en el monto. Para tener una idea de la contracara: Japón
tiene un riesgo-país de 34 puntos (o sea, 0,34 %). Tiene una deuda
de más de DIEZ BILLONES DE DÓLARES, o sea dos veces y media su
propio PBI. Paga por esa deuda un monto de Treinta y cuatro mil
millones de dólares al año. La deuda de Japón es treinta veces
mayor que la nuestra, pero su pago de intereses es menos de la
tercera parte que los que el mercado le pediría a la Argentina, por
una deuda treinta veces menor.
¿Por qué subió la tasa de
riesgo-país de 800 puntos a 3500? ¿Por “Cambiemos” o “por
Macri”? Pues si razonamos así, seguiremos subiendo nuestra tasa de
riesgo. Que se haya duplicado en un día luego de las PASO no se
explica por ninguna razón económica, sino por la desconfianza que
se generó, y la incertidumbre del gobierno que seguramente sería
electo. Quienes no tenemos interés político alguno ni compromiso de
sesgar la opinión para simpatizar con ningún electorado, podemos
decirlo abiertamente: el voto de las PASO incrementó nuestra deuda
mucho más que lo tomado por Macri para pagar las jubilaciones en
2018 y 2019.
Y ¿por qué siguió subiendo? ¿por el
“coronavirus”? Tampoco. Fué por la incertidumbre creciente que
instaló el nuevo gobierno, con su inexcusable incapacidad para
diagnosticar el problema y su repetida negación del estado de
derecho, especialmente luego del otorgamiento de “superpoderes”
al Poder Ejecutivo, agravado ahora por su evidente intento de
avasallamiento de una justicia independiente que pueda garantizar a
todos la vigencia del orden jurídico. Sin seguridad jurídica ni
política la tasa de riesgo crece exponencialmente. Es lo que estamos
sufriendo hoy.
La propia duplicación de la tasa de
riesgo durante el gobierno de Cambiemos en 2017 (de 400 a 800 puntos
básicos) derivó de la incertidumbre provocada por los disturbios
provocados cuando se realizó la indispensable reforma en el cálculo
de las prestaciones previsionales, así como por el reclamo de volver
al jubileo tarifario que encontró su nido incluso en voceros poco
responsables no sólo de la oposición cerril del kirchnerismo sino
de la propia coalición de gobierno de entonces.
Lo que importa no es el monto de la
deuda, sino el concepto sobre su crédito que el país genera con su
conducta, sus decisiones y su historia. Nos lo muestra el mencionado
ejemplo de Japón -o de Brasil, Uruguay, Chile, Bolivia, o Perú,
cuyas tasas de “riesgo país” oscilan entre 80 y 200 puntos, o
sea entre el 08% y el 2 % a pesar de la diferencia “ideológica”
de sus gobiernos respectivos-.
Como están las cosas, está claro que
ninguna refinanciación es pagable. Ni aunque matáramos a todos los jubilados podríamos alcanzar el superávit fiscal que requiere cualquier refinanciación de la deuda con este riesgo-país. Hay que bajarlo sustancialmente. Y para eso, no hay otras recetas que respetar impecablemente la independencia
del poder judicial (seguridad jurídica) y abrirse a un consenso
responsable sobre una política económica de largo plazo (seguridad
política). La otra opción es el
precipicio del “default”, con el que perderemos otra década y en
el que estamos ya metidos de cabeza si el gobierno no decide un
cambio de rumbo.
En el mundo de hoy nada es gratis. No
lo es para nadie que quiera saltarse las reglas o convertir en épicas
de cartón el incumplimiento de obligaciones libremente contraídas.
Las irresponsabilidades se pagan con responsabilidades, las cometa el
pueblo cuando vota o los gobernantes cuando administran y deciden. Y
las conductas responsables sostenidas en el tiempo tienen su premio,
en este caso haciendo posible una refinanciación pagable.
Ricardo Lafferriere
viernes, 6 de marzo de 2020
Golpe de estado en cuotas o fuerza de ocupación
Un sector importante del partido
mayoritario en la Argentina ha decidido abandonar el consenso
constitucional que el país reinició en 1983 y se desliza hacia la
anomia, a un ritmo inexorable.
Ha ocurrido en la historia que sectores
políticos participantes de la vida democrática sufrieran
internamente procesos de este tipo. Lo extremadamente peligroso para
la convivencia es que el sector que hoy lo hace hegemoniza el
gobierno nacional, llevando al país a una peligrosísima situación
de anarquía.
La sucesión de pronunciamientos que,
-en cuanto meras expresiones verbales y a pesar de su negativa
influencia docente- no dejaría de ser más que la contracara ética
de la democracia avanza hacia la concresión de decisiones de
gobierno que atraviesan ya los límites del estado de derecho.
Y si no hay estado de derecho, hay
estado de puro poder. Si estas decisiones se tomaran todas en sincronía
no habría dudas en calificarlas de “golpe de estado”. La
semántica impide utilizar el nombre de “golpe” a un proceso
paulatino de desarticulación institucional, pero está claro que
asistimos a una especie de “golpe en cuotas”, con la misma
finalidad de los golpes tradicionales: concentrar el poder
desarticulando todo el sistema de contrapesos y frenos, consustancial
con nuestro ordenamiento constitucional.
El sistema civil -basado en el respeto
al derecho de propiedad- y el penal -basado en la capacidad punitiva
del estado, en nombre de la sociedad- son burlados con decisiones que
han ascendido ya a la pretensión de romper el propio sistema
constitucional, basado en la división de poderes, el respeto a las
autonomías provinciales y la vigencia de los derechos y libertades
de las personas.
No es un tema leguleyo. Mucho nos costó
a los argentinos, antes y después, lograr convivir bajo la ley. En
los albores del país hubimos de atravesar más de cuatro décadas
anárquicas hasta que comenzamos el camino institucional sobre el que
el país inauguró ochenta años de expansión y brillo. En lo más
reciente, en 1983 logramos restaurar el consenso constitucional
reencontrándonos en las normas de la Carta Magna, tanto en los
derechos de los ciudadanos como en el acceso y ejercicio del poder.
Hoy, los derechos de los ciudadanos son
crecientemente ignorados, con justificación expresa de actores
decisivos a los que no ha sido ajeno el propio Poder Judicial. La
impunidad que se pretende con el inefable e infantil relato del
“lawfare” según el cual los condenados por delitos diversos son
víctimas de una conspiración frente a la cual procedería una
especie de reivindicación, abre el camino a una sociedad sin
seguridad alguna, ni para los ciudadanos ni para sus bienes. Sin
derecho penal, la sociedad queda indefensa y la ley del más fuerte y
más delincuente se impondrá -se está imponiendo- sobre la
convivencia igualitaria, pacífica y respetuosa de las normas.
El avance sobre los patrimonios de las
personas se está convirtiendo en una normalidad. No se trata ya de
la “expropiación por causa de utilidad pública”, reglamentada
por la Constitución y las leyes, que subordina la vigencia del
derecho a la propiedad privada al interés general, pero que para ser
legítima debe ser “previamente indemnizada”. Al contrario, se
trata de apropiarse de fondos particulares sin ninguna indemnización
ni compensación, como ha ocurrido con millones de compatriotas
titulares de su haber previsional, herido entre un tercio y la mitad
de su poder adquisitivo, sin que el parlamento no sólo proteste sino
que facilita, alineado como aparece su mayoría en el objetivo de
concentración de poder.
La cínica reforma del sistema
previsional del poder judicial está logrando su verdadero objetivo:
un aluvión de renuncias de magistrados, que deberán ser cubiertos
por el poder concentrado, cuya mayoría parlamentaria le garantiza
la construcción de un poder judicial totalmente subordinado.
El poder concentrado carece de
escrúpulos. El desmantelamiento de organismos del estado destinados
a perseguir el narcotráfico y la corrupción siguen una línea
inexorable. La iniciativa de intervenir el Poder Judicial de una
provincia porque no decide la impunidad de una delincuente cercana en
los afectos a la banda gobernante pretende
atravesar otra línea roja rompiendo la autonomía de una provincia y abriendo el
camino a similar atropello sobre cualquier otra.
Pero todo ésto, que hubiera podido
suponerse un desgraciado tópico localizado y puntual adquiere
gravedad inusitada cuando el partido del gobierno se suma a la
algarada del “lawfare”, no ya para proteger a una líderesa que
dejó una gigantesca estela de corrupción, sino para incluir en esa
exculpación a decenas de ex funcionarios, empresarios y “personas
con influencia” cuyos delitos contra el país han sido probados al
extremo y en muchos casos confesado también expresamente.
Innumerables peronistas de muchos años, que aún sienten su amor por
el país, sufren -por ahora, en silencio- estos dislates que dejarán
un baldón ilevantable en el partido fundado por Perón.
Un golpe de estado en cuotas. Eso es lo
que por ahora parecieramos estar presenciando. Un golpe que ante el
desinterés total por el bien común ni siquiera en lo declamado, más
que un gobierno de un país democrático se asemeja cada vez más a
una fuerza de ocupación.
Organizados institucionalmente, los
canales de expresión, de protesta y de decisión previstos
legalmente garantizan la paz social. Desmantelado el estado de
derecho, esos caminos no serán otros que la fuerza y la violencia.
Económica, social, política. La que ya conocemos lo que produce y
de la que pudimos escaparnos de milagro hace casi cuatro décadas,
pero que nuevamente asoma su cabeza amenazante.
Ricardo Lafferriere
jueves, 27 de febrero de 2020
De cabeza al totalitarismo bolivariano
Nadie con buena intención puede
defender el funcionamiento del Poder Judicial en nuestro país.
Vergonzosas impunidades, complacencias y latrocinios han tomado
estado público en los últimos años y han evidenciado un estado de
putrefacción casi generalizada en donde, si bien las honrosísimas
excepciones existen, los groseros ejemplos de vinculación con el
poder y subordinación selectiva a la política han repugnado a las
conciencias democráticas nacionales.
Sin embargo, con todo, es el único
poder que expresaba siquiera un mínimo de garantías para los
derechos personales. Fallos históricos abrieron jurisprudencias
avanzadas y mantenían una llama de esperanza en la recuperación
ética argentina.
El autoritarismo K, en su ruta hacia el
totalitarismo bolivariano sin ambajes, ha aprovechado una vez más la
indignación que una herencia de los tiempos de privilegios
subsistente en momentos de crisis -donde éstos se hacen más
evidentes- para dar un empujón que abre el camino para la ocupación
facciosa del último Poder institucional al que no podían manejar
directamente por teléfono.
Eso deja en manos de la banda
gobernante la virtual suma del poder público. Quienes acreditamos la
experiencia de haber vivido desde sus inicios la reconstrucción de
la democracia argentina sufrimos, como gobierno u oposición, las
infelices decisiones judiciales y todo el espacio democrático y
republicano argentino, a pesar de ello, las acató.
Con todos sus defectos, había que
terminar con los ciclos de avasallamiento institucional “in totum”,
y ninguno de los gobiernos de este gran espacio modernizador
argentino -Alfonsín, de la Rúa y Mauricio Macri- buscaron atajos.
Su subordinación a la ley fue total, y los dos últimos nombrados
sufrieron con estoicismo el ataque politizado que intentó manchar
sus personas con imputaciones falsarias.
Alfonsín había ido aún más lejos,
en los albores de la democracia. No sólo mantuvo una distancia
absoluta y respetuosa con la Corte, sino que hasta ofreció al
candidato peronista que había derrotado en los comicios del 30 de
octubre de 1983 la nominación para Presidente de la Corte Suprema de
Justicia, que éste declinó. Entre los miembros de la Corte que
designó, no había ninguno que lo hubiera sido por su alineamiento
partidario y, en todo caso, uno sólo de sus miembros podría haber
sido señalado como lejano simpatizante del partido del gobierno,
aunque curiosamente en una concepción diferente a la del propio
presidente. Esto terminó apenas se fue Alfonsín.
A partir de 1990, todo cambió y la ley
que se impulsa con el argumento de “terminar con los privilegios”
culminará con una añeja distorsión, propia de los años de
excedencia, pero al precio de abrir el camino de la definitiva
impunidad para el período mega-delictual de 2003 a 2015.
Si ésto ya de por sí será nefasto
por los antecedentes y contraejemplo ético para la credibilidad
política argentina -hacia adentro y hacia afuera-, la escasa
predisposición al dialogo de la fuerza política gobernante adelanta
que los nuevos designados luego del desmantelamiento seguirán la
mima línea que en otros países “bolivarianos”. Un poder
judicial cooptado, definitivamente manejado por teléfono, que no
ponga traba alguna a la gestión autoritaria y para el que los
derechos de los ciudadanos estén subordinados a la voluntad política
del Poder Ejecutivo.
Ya no cabrá para calificar a esta
experiencia la benigna definición de “populismo democrático”.
Habrá girado definitivamente al autoritarismo populista, lanzando a
la Argentina de cabeza al totalitarismo bolivariano.
Una lástima.
Ricardo Lafferriere
sábado, 15 de febrero de 2020
Sin plan y sin proyecto, pero con objetivos
Hablar de “modelos” está “démodé”.
No lo está tanto, sin embargo, hablar de valores y de formas de
convivencia en la sociedad. Y no está mal tampoco dibujar en forma
simplificada las “caricaturas” de esas formas, buscadas por los
protagonistas del espacio público y que identifican unas u otras
posiciones.
La región nos ofrece dos caminos
principales, que conllevan interpretaciones diferentes y hasta
opuestas y que jerarquizan unos u otros valores al momento de definir
sus posiciones, que convierten en “creencias”.
Una de ellas es la democracia
pluralista. Su supuesto es la libertad de las personas. Su
herramienta organizativa es el estado de derecho, que dibuja las
facultades y límites del poder al que le reconocen potestad de
limitar la libertad personal sólo en la medida en que se ha acordado
en las normas fundamentales, la Constitución y las leyes,
custodiadas por un Poder Judicial autónomo.
La democracia pluralista es compatible
con la libertad económica, en la medida en que se garantiza por el
orden jurídico y es incompatible con la concentración total del
poder en la economía. Su organización también es compatible con
sistemas que otorgan mayor o menor capacidad al Estado, el que sin
embargo debe ser democrático y funcionar de acuerdo con los
mecanismos legales que establece la Constitución. Ese Estado moderno
es una organización compleja que a sus tradicionales obligaciones de
seguridad, justicia y defensa le agrega respuestas a demandas
sociales mediante la construcción de un “piso de ciudadanía” y
la organización de sistemas educativos, sanitarios y previsionales
basados en la ley, cuya sanción deriva de un procedimiento también
complejo en el que se garantiza la pluralidad del debate y la
vigencia de las normas fundamentales.
La otra es la visión totalitaria. Su
supuesto es que existen valores superiores a las personas, a las que
éstas deben subordinar totalmente sus intereses y deseos. Puede ser
la Nación, el Estado, la religión, una clase social o un partido y
se encarnan en un “líder”. A éste se le reconocen facultades de
limitar la libertad y los derechos de las personas en la medida que
lo requiera, porque esos derechos y esa libertad se entienden como
una delegación del poder superior y no el fundamento último de la
sociedad. El Estado es tambien el organizador total de la economía,
otorgando sin ninguna limitación los espacios de acción a empresas,
sindicatos y personas que desee.
Es el debate político clásico del
mundo occidental. En 1931 dos gigantes del derecho lo personificaron:
la primera posición fue defendida -y argumentada- por Hans Kelsen,
socialdemócrata, quien pasó a la historia por su genial obra “La
Teoría Pura del Derecho”. La segunda fue elaborada y sostenida por
Karl Schmidtt, nazi, recordado especialmente por su obra maestra “El
concepto de lo político”, convertida en un clásico de las
visiones totalitarias.
En términos políticos prácticos, el
primero sostiene la necesidada de perfeccionar los sistemas de
representación plural y la jerarquización de la búsqueda de
acuerdos entre las distintas posiciones, y la existencia de leyes
inviolables de nivel constitucional cuya vigencia debe estar
garantizada por un organismo judicial totalmente apolítico. No
admite la existencia de “enemigos” sino de diferentes visiones
que deben debatir para encontrar síntesis que posibiliten la
convivencia. El segundo, sostiene la necesidad de concentrar la
totalidad del poder en una persona, el Jefe, resultado de la
aclamación plebiscitaria, que no puede ser limitado por razón
alguna en su plenipotencia y que puede utilizar los medios que desee
y crea útiles para luchar contra el imprescindible “enemigo” o
quien él declare como tal, en ejercicio de su representación sin
límites. A ese enemigo, “ni justicia”.
Agua pasó bajo el puente. En el mundo
los extremos autoritarios fueron derrotados en 1945 y en 1989. Sin
embargo, no desaparecieron. De la mano de inteligentes analistas
dieron origen a las escuelas “neopopulistas”, que asentadas en
las necesidades siempre acuciantes de los sectores más pobres,
retomaron la lucha contra el estado de derecho y la democracia
plural. El “pobrismo” de visiones religiosas ultramontanas,
también necesitadas de pobres para administrar, se sumó de inmediato.
Su modelo es una sociedad dual, alejada
del pluralismo económico, social y cultural de las sociedades
libres. Muchos pobres, dependientes del Estado cuyos límites frente
a los derechos ciudadanos van siendo diluidos con argumentaciones
rudimentarias pero también de gran llegada a personas que se sienten
desamparadas y necesitan proyectarse en algún colectivo que les abra
una puerta de esperanza a su desesperación. En el escalón superior,
decide un estamento depositario del poder social y concentrador de la
fuerza y el manejo de la estructura estatal.
Esa sociedad dual no admite la
pluralidad de los sectores medios. Es enemiga de los emprendedores,
de los empresarios, de los trabajadores por cuenta propia, de los
agricultores, de los profesionales y comerciantes. En su idea
-consciente, no involuntaria- esos sectores deben desaparecer. Deben
homogeneizarse en la gran masa social dependiente del empleo público,
de la asistencia social, de los planes de diverso tipo, de las
“ayudas” más diversas, de jubilaciones o retiros cuyos ingresos
pueda regular a discreción y de cualquier colectivo que pueda
manipularse.
Sus herramientas para lograrlo son duales: ahogo
impositivo, reglamentario, cambiario, financiero, fiscal, normativo,
hacia cualquier emprendimiento pequeño y mediano. Y paralelamente,
una expansión de la “distribución” creando nuevas categorías
-algunas absurdas- de dependencia estatal. Se “achican pirámides”,
sin otra justificación que su oculto propósito de una sociedad sin
sectores medios, actores fundamentales del pluralismo político y de
las sociedades democráticas maduras. Y se diluyen hasta desaparecer
los derechos de las personas, que dejan de estar asentadas en la ley
para hacerlo en la voluntad del “líder” de turno. Odian la ley,
aman el mando.
No suelen tener un proyecto o plan que
trascienda el crudo patrimonialismo. Tampoco una ética de la
producción -como la tiene el capitalismo y el socialismo clásico, e
incluso la tuvo el nazismo- sino que justifica en su relato la
anti-ética de la rapiña y el arrebato. Tiene objetivos. Es Venezuela, es Nicaragua,
es Cuba. Tienden hacia allí algunas fuerzas políticas populistas en
Europa y aprovechan las tensiones cruzadas del reordenamiento
geopolítico mundial para tejer lazos con dirigentes que no los toman
más en serio que su necesidad de apoyo en algún organismo
multilateral, o para su juego geopolítico, pero que jamás
aplicarían sus recetas social y nacionalmente suicidas en sus
países.
Su base económica es tan vieja como la
historia: apropiarse de bienes públicos. Pueden ser mineros,
agropecuarios, petroleros o la lisa y llana rapiña estatal,
incluidas las asociaciones filomafiosas con grandes capitalistas
nacionales o internacionales. Y si esos recursos se acaban, siempre
queda la sociedad con el narcotráfico, cuyos actores seculares
encuentran en el “neopopulismo” inesperados socios sin escrúpulos
con quienes pueden realizar acuerdos de beneficio recíproco.
No existe en el mundo ni un solo país
en el que el neopopulismo haya conducido procesos de desarrollo. Los
nuevos países en desarrollo, alejados de sus recetas del siglo XX,
apuntan con diversos acentos hacia sociedades plurales y
enriquecidas. China, luego del XI Congreso del PCC en 1978, comenzó
un camino al que no fue ajeno un consejero convocado para diseñar
una política económica dinámica, Milton Friedman, demonizado en
Occidente por monetarista. La ex URSS, luego de su implosión
reducida a la vieja Rusia, sostiene un modelo industrial y
modernizador, con el propósito de largo plazo de conformar una
Europa unida “desde Lisboa hasta Vladivostok”, en palabras de
Putin. No son democracias maduras y muestran grandes deformaciones,
pero mucho menos aceptan para sí el pozo ciego del neopopulismo.
El sincretismo del neopopulismo suele
descolocar a viejos militantes. La respuesta popular coyuntural que
logra con sus mensajes arcaicos o nacionalistas atemoriza o confunde
a dirigentes de trayectoria democrática pero escasas convicciones
modernizadoras. La tentación de la demagogia es tan vieja que ya la
describió Aristóteles hace 2300 años y ha atravesado toda la
historia occidental.
No hay frente a ella otra respuesta que
la honestidad en el discurso y en el manejo de lo publico, la lucha
por la libertad y derechos de las personas como base de todo el orden
social y el control del poder por las formas elaboradas en más de
dos mil años de historia política.
El estado de derecho, la democracia
representativa, la justicia independiente, la libertad de prensa y
palabra, siguen siendo más que nunca las bases para construir una
sociedad “más justa, más libre y más igualitaria”. Ahora, con
demandas globales que nos alcanzan a todos y que no permiten
enemigos, como el deterioro del clima planetario, el narcotráfico,
el terrorismo internacional, el lavado de dinero y las consecuencias
inequitativas no deseadas de un desarrollo conducido exclusivamente
por el gran capital. Demandas en las que nos va la vida a todos pero
que, curiosamente, tampoco figuran en la agenda del neopopulismo.
Ricardo Lafferriere
martes, 24 de septiembre de 2019
Nota personal: LOS MOTIVOS DE UN VOTO
En 1987 me tocó ser candidato a gobernador de Entre Ríos. Tenía
37 (saquen la cuenta…)
Era el primer turno de renovación de la democracia,
recuperada cuatro años antes. Me animaba una convicción: la necesidad de dar
vuelta la página de la historia de luchas por la democracia sostenidas hasta
1983, y ya conseguida ésta en sus bases fundamentales, dedicarse a la nueva
etapa: diseñar el camino hacia el crecimiento, con otra agenda, otras alianzas,
otras formas políticas y una nueva lectura del mundo que se transformó a partir
de los años ochenta. Sin abordar esas tareas, la propia democracia corría el
riesgo de volverse endeble. El diagnóstico se confirmaría en las tres décadas
siguientes.
Sobre esa convicción enfrentamos con miles de entrerrianos
la frustrada elección de 1987, derrotada por una serie de hechos -propios y
ajenos- que no es el momento recordar, pero que poco tuvieron que ver con el
proyecto que ofrecimos. Sin embargo, releyendo los documentos de entonces (por
ejemplo “Mirando al Futuro”, documento central de nuestra propuesta de campaña)
es imposible no encontrar la esencial identidad entre sus postulados y los
llevados adelante desde 2015 por CAMBIEMOS.
Hoy, con 69 y ya como simple ciudadano, veo en la etapa
iniciada en 2015 una innegable identidad con aquella propuesta de mirar al
futuro. Inserción en el mundo, política inclusiva, modernización tecnológica,
infraestructura, integración regional, seriedad macroeconómica frente al
voluntarismo generador de hiperinflaciones, respaldo al esfuerzo productivo
apoyado en los jóvenes emprendedores y recuperación de la mística de crecimiento
que el país había protagonizado en el medio siglo de 1880 a 1930, y Entre Ríos
extendiera hasta 1943, hasta el fin abrupto del gobierno de Enrique Mihura por
la intervención filofascista de aquel golpe.
El hecho no es traído a la memoria por nostalgia sino
porque, pasadas ya más de tres décadas, el desafío es el mismo. Por eso mi
coincidencia es absoluta y sin ninguna fisura. Trenes, rutas, aeropuertos,
comercio internacional, energías renovables, producción, revolución de los
aviones, gasoductos, comunicaciones, obras públicas de saneamiento postergadas
por décadas, el mayor gasto social de la historia argentina -agua potable,
cloacas, pavimentos, iluminación de barrios- aún a pesar de la megacrisis
recibida -enorme deuda defaulteada, inflación artificialmente contenida y
pobreza gigantesca ocultada por “estigmatizante”-, federalismo recuperado,
escrupuloso respeto institucional, pero también, lo que no es menor en un mundo
globalizado, lograr la recuperación de un respeto internacional que el país no
tenía desde el primer gobierno de la democracia. Todos ellos son hitos decisivos
y algunos de ellos, afortunadamente irreversibles. Pero falta.
Viejos amigos me preguntan: ¿no te hubiera gustado que la
coalición de gobierno se hubiera institucionalizado, consolidado su esencia con
la explicitación de un camino compartido de desarrollo, librara una lucha
política sin concesiones frente a la corrupción ramplona y al populismo
residual? ¿No hubieras estado más satisfecho una acción más enérgica que la
realizada frente a la cooptación del Estado por corporaciones gremiales y aún
empresarias que crean nichos de privilegio para castas mafiosas castigando a
los trabajadores y a los ciudadanos que lo financian? ¿No has extrañado una
explicitación mayor del camino que estamos recorriendo, dibujando con más
claridad la meta a la que dirigen los esfuerzos -que nos han costado tanto- y
se decidiera la ampliación de Cambiemos hacia más expresiones modernizadoras
que existen en el país? ¿Un poco menos de ingenuidad efebofílica y mayor
aprovechamiento de la experiencia muchos argentinos que pasaron su vida
combatiendo al populismo y le conocen sus mañas?
Mi respuesta es clara: seguramente sí y reflejan falencias
que hasta nos pueden costar la elección. Pero inmediatamente agrego: cualquiera
de estos reclamos -o aspiraciones- es totalmente secundario ante lo principal,
porque son temas que sólo pueden debatirse en una sociedad abierta,
democrática, tolerante, éticamente sana, alejada tanto del flagelo del narcotráfico
y la corrupción como de los populismos filofascistas que comienzan a propagarse
en el mundo.
Y eso sí lo garantiza por su composición plural Juntos por
el Cambio, que puede exhibir a la luz del día y con tranquilidad a todos sus
dirigentes, aplaudidos o criticados, sin ocultar a ninguno. Que, por otra
parte, no están presos ni multiprocesados y dan la cara sin ocultarse, intentar
“irse” o negar estadísticas. Y que en cuanto a la ampliación del espectro del
cambio, la propia integración de la fórmula, a instancias de la conducción de
una de las fuerzas principales de Cambiemos que hubiera podido solicitar ese
espacio para sí, es una muestra de que se ha tomado conciencia de la magnitud
de las tareas que faltan.
Me hubiera gustado también -por qué ocultarlo- mayor
información a los ciudadanos y especialmente a la propia base electoral de
Cambiemos mediante una política comunicacional más inteligente y una acción
política más proactiva y participativa. Los partidos viviendo -en lugar de mantenerse
adormecidos- hubieran garantizado una mayor empatía con la acción de gobierno.
Son temas a corregir, cualquiera fuera el resultado del proceso electoral.
Pero en este momento crucial el país necesita seguir en la
senda que va y culminar el proyecto modernizador, de cuyo éxito devendrá al fin
una democracia sólida. Transformar el Estado, limpiarlo de enfermedades que lo
carcomen poniéndolo al servicio de los ciudadanos, proseguir el esfuerzo por la
recuperación de una justicia imparcial y sana con los medios legales a su
alcance, lograr de una vez por todas el equilibrio macroeconómico sin el cual
es imposible planificar a largo plazo, continuar desarrollando la
infraestructura con la mira puesta en el mundo globalizado, respaldar con más
fuerza la iniciativa emprendedora inserta en la revolución tecnológica que es
la impronta innegable de los años próximos, y mantener informada a la población de situación,
problemas y objetivos con toda la verdad mientras asiste y contiene a los
compatriotas menos favorecidos sin someterlos a la humillación del
clientelismo.
La opción política superadora de Cambiemos-Juntos por el
Cambio aún no existe. La que se ofrece como alternativa no mira al futuro sino
volver hacia un pasado conocido, cuyas consecuencias a pocos les gustaría volver
a sufrir. A esta altura de mi vida no puedo razonar con la ingenuidad de
Caperucita Roja que no supo o no quiso ver al lobo cuidadosamente escondido bajo
el disfraz de su abuelita. Tampoco perder el rumbo por una tormenta de
superficie, de esas que hemos vivido y viviremos tantas veces cada vez que
debamos elegir nuevo gobierno, sencillamente porque estamos en la Argentina y
aún lejos de la madurez cívica.
Se han edificado por primera vez en años cimientos sólidos
en lo económico -así como en lo político lo hicimos en el primer turno
democrático-. Infraestructura, energía, alimentos, respeto a las normas, sólida
inserción económica internacional, avances claros en la seriedad
macroeconómica, son sus soportes básicos. Lo logrado en estos cuatro años, a
pesar de lo que falta, ha sido realmente una gesta. Por eso y aunque a pocos les
importe, me siento con el derecho y en la obligación de decir a los amigos,
como simple ciudadano que durante tres décadas soñó con esas cosas, que voté y
votaré sin duda alguna a Juntos por el Cambio.
Ricardo Lafferriere
miércoles, 20 de marzo de 2019
El "éxito" en la economía... y en el país
El
debate público en tiempos electorales suele centrarse en la evolución de la
economía.
Debate
y economía, sin embargo, suelen reducirse a la percepción que la mayoría de las
personas tienen en sus vidas cotidianas sobre la capacidad de compra de sus
ingresos.
La
pregunta en este artículo es: ¿el nivel de ingreso de las personas en su vida
cotidiana es identificable con la “situación económica”, al margen de todo el
contexto en el que se da y del resto de variables cuya relación con “lo
económico” es íntima e inseparable?
El
análisis de la situación económica es honesto y legítimo si es integral y se
compara con los diferentes contextos. Siempre una situación se compara con
otra. No es un término absoluto.
Comparar
la situación económica de un país que no paga su deuda, no construye
infraestructura vial, no mantiene sus ferrocarriles ni puertos, no invierte en
fuentes de energía y desmantela su conectividad aérea mientras está disfrutando
de precios de exportación de sus productos primarios más alto de la historia y
se apropia de los ahorros previsionales, con el mismo país que rompe récords de
construcción de rutas y autopistas, desarrolla puertos de última generación,
llena el país de modernos aeropuertos, supera todos los récords en provisión de
agua potable y desagües cloacales, logra la mayor inversión histórica en
generación energética de tecnología de vanguardia -tradicional y alternativas-,
sufre su mayor sequía en medio siglo y debe pagar la deuda histórica más la
necesaria para financiar una transición sin graves conmociones sociales es, por
lo menos, sesgado.
Las
decisiones políticas implican -como las decisiones de vida- un objetivo y algo
de apuesta sobre lo imprevisible. La decisión de modernizar la economía
argentina es una línea coherente. Su constante es la inserción en el mercado
mundial, a fin de lograr un espacio de “realización de la ganancia” para la
economía del país que trascienda los límites estrechos del mercado interno. La
decisión de tomar deuda para aliviar la extrema dureza de un ajuste que
sufrirían los que menos tienen, por su parte, fue una apuesta. Funcionó mientras hubo
recursos accesibles.
La
economía moderna es altamente sofisticada y variada, casi al infinito. Los
exiguos márgenes de ganancia por unidad de producto exigen mercados amplios.
Cuanto más amplios sean esos mercados, más baratos y accesibles serán los
bienes que se generan. Es la constante de la economía global. No es posible
producir bienes valiosos accesibles para las grandes mayorías con mercados
reducidos. Ni siquiera China puede hacerlo, ni la India, ni Europa, ni EEUU.
Esta
orientación tiene requisitos. Para vender, hay que comprar. Para vender, hay
que ganarles a los competidores con tecnologías que abaraten los productos.
Para vender, es necesario contar con infraestructura homologable con la que se
usa en el mundo. Para vender, hay que lograr productos de calidad elaborados
por trabajadores capacitados y rigurosos en la calidad de lo que hacen y
empresarios capacitados, serios y también rigurosos en sus planes
microeconómicos. Para vender, se debe contar con una red global de ventas que
sume tareas privadas y públicas. Para vender, se debe asumir un comportamiento
confiable y serio.
El
camino -como todos los caminos que se transitan- tiene riesgos. La economía
mundial tiene turbulencias, el mundo financiero global es inestable, la deuda
pesa, las reglas de juego para los países que no definen agenda son rigurosas.
El premio, sin embargo, es trascendente: mejorar el nivel de bienestar de la
población, romper las anclas que ataban a la mediocridad del estancamiento y
ser protagonistas del cambio más acelerado que la humanidad haya tenido en sus
miles de años de historia.
Por
supuesto que hay otro camino: encerrarse. No pagar lo que se debe. No vender ni
comprar. No funcionar con las reglas del mundo -no del “imperialismo”, sino de
Europa, EEUU, China, Rusia, la India, Brasil, es decir, del 95 % de la
humanidad-. Alejarse del consenso global. Es el camino que eligió la Venezuela
de Chávez y Maduro.
Se
puede tomar esa opción y lentamente, parar las máquinas. Quedarse sin energía,
sin luz, sin petróleo, y luego sin agua, sin medicamentos y sin alimentos. Para
garantizar ese rumbo, recurrir a la represión, tal vez sangrienta. Olvidarse de
los DDHH, la democracia, los debates abiertos y la pluralidad de pensamiento.
Expulsar del país a miles de ciudadanos, comenzando por los más capacitados.
Soñar con rentas que no existen y culpar al mundo de la crisis con argumentos
cada vez más rebuscados y grotescos. Marchar lentamente a la prehistoria.
¿Es
posible algo “en el medio”? Tal vez ese sea el mayor desafío de la política. El
“medio” es posible, si tiene un rumbo. El “medio” sin rumbo lleva
inexorablemente al camino cerrado, porque la simpleza de repartir lo que “va
quedando” -en cosas, y en gente- abre espacio a relatos presuntamente
justicieros. Cada vez queda menos, y como cada vez se produce menos, lo que se
puede repartir es también cada vez menos. La convivencia se va tensando hasta
llegar al extremo de ser incompatible con la sociedad libre y la vida
democrática.
El
“medio” es lo que ensayan, en general, las conducciones políticas democráticas,
que son conscientes de la necesidad de modernizar los sistemas, pero a la vez
de atenuar en lo más posible los efectos sociales del cambio. Su capacidad o
incapacidad, en todo caso, se verá en sus logros de acompasar la modernización
con los que necesitan un piso de dignidad que no puede esperar. Ahí está el
debate. A un lado del “medio” están los ortodoxos, desinteresados de las
personas comunes. Al otro, los populistas, interesados en preservar el pasado.
El “medio” debiera ser el escenario del debate político maduro, sin
grandilocuencias imposibles, y con madurez reflexiva.
Desde
la óptica de quien escribe, el principal desafío del “medio” se da al interior
del propio Estado porque en lo demás, los márgenes de acción son muy estrechos.
Esto es fácil decirlo, pero choca con estructuras entrelazadas construidas
durante décadas de encierro, cuando éste era posible y quizás hasta necesario.
Un
Estado colonizado por empresarios que lucran con sus complicidades políticas
-lo estamos viendo con la causa de los “cuadernos”- y que pagan los ciudadanos.
Un Estado cooptado por empresarios rentistas que reclaman “proteccionismo”
escudados en la bandera nacional, que les asegure mercado, a precios
desmesurados, a bienes poco menos que de descarte y en ocasiones hasta
contrabandeados, convertidos en los únicos ofrecidos mientras les generan
superganancias a costa de salarios devaluados. Un Estado cooptado por
corporaciones gremiales que desnaturalizan sus servicios, ofreciendo bajísima
calidad -en educación, asistencia social y salud-, obligando a las personas a
gastos paralelos en estos campos y reduciendo objetivamente su nivel de
ingresos libres.
El
“medio”, entonces, es posible pero debe tener un rumbo. Si es un “medio” para
frenar y retroceder, es altamente peligroso. Si es un “medio” para avanzar, es
realmente imprescindible. Su herramienta es el diálogo abierto, transparente,
honesto.
¿Estamos
en la Argentina lejos del “medio”? Como todo, es opinable. Nuestro país cuenta
con la asistencia social más extensa de América Latina en los niveles
compatibles con las posibilidades económicas. Garantiza jubilaciones
prácticamente para todos. La asistencia a la niñez que permite la AUH no existe
en otros países de nivel de desarrollo parecido al nuestro. La asistencia a la
ancianidad es generalizada.
La educación es gratuita, así como la salud
pública. El gasto social “por habitante” es el mayor de América Latina, aún en
el medio de la crisis. Las tarifas de los servicios públicos, aún con los
aumentos, son las más bajas de la región y altamente subsidiadas por la
economía productiva -empresas agropecuarias, industriales y hasta salarios-,
que, al precio de perder competitividad exportadora, contribuye a pagarles la
mitad del consumo a las familias, además del subsidio adicional a los hogares
de menores ingresos. No lo olvidemos.
¿Qué
falta? Pues… el Estado. En la modesta mirada de este opinador, el problema no
es su tamaño sino su ineficacia, especialmente de cara a los ciudadanos. El
mayor esfuerzo del “medio” debiera ser mejorar el funcionamiento de escuelas y
hospitales, llenar de geriátricos y diseñar mecanismos de ayuda social a la
tercera edad, programas institucionalizados de inclusión a compatriotas con
capacidades diferentes, masificar aún más el nivel preescolar, lograr la
excelencia en la educación formal, articular en forma virtuosa a los efectores
de la salud para reducir su costo para los ciudadanos potenciando la salud
pública, perfeccionar la atención primaria… banderas todas que todos levantan,
pero cuya concreción enfrenta resistencias corporativas gigantes.
La
última conmoción sistémica del 2018 golpeó a todos. El país fue el golpeado y
sus ingresos cayeron. Cuando un sector sostiene que ha perdido posiciones, tal
vez no advierta que el de al lado también perdió. La Argentina en su conjunto
es más pobre. Quien pretenda mantener el nivel de ingresos de cuando era más
rica, hace apenas unos meses, debe saber que esos recursos que reclama
golpearán a otros. En economía, también las matemáticas existen.
La
debilidad del debate político y la falta de reflexión nacional por los
principales protagonistas es una dificultad adicional, que sin embargo no
debería llevar a perder de vista el gran rumbo: modernización, inserción
global, acceder a mercados, infraestructura, educación.
El "medio" requiere una práctica política especial, que focalice sus tareas en las reformas y sea capaz de generar suficiente consenso para impulsarlo. Una
campaña presidencial debería ser un buen escenario para desgranar estas ideas.
Marginando a los “ortodoxos” y a su espejo “populista”, el “medio” debiera
poder discutir acuerdos de gobierno que permitan apurar la marcha. El
oficialismo, con sus hechos y gestión de gobierno, ofrece su “medio” casi en soledad, resistiendo como puede la
tenaza de ortodoxos y populistas. Si la oposición elaborara el suyo, también
sin ceder a la tentación de ambos extremos, la Argentina podría contar con un
camino políticamente sólido y estable, mejor plantado ante las incertidumbres y
los eventuales “cisnes negros”, cualquiera sea quien lo gobierne.
El
país cuenta con condiciones materiales para hacerlo. Quizás deba trabajar para
resaltar las condiciones espirituales y morales. Al fin y al cabo, también es
la función de una política sana. Y requisito de una economía exitosa en un país
que también lo sea.
Ricardo
Lafferriere
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