jueves, 20 de junio de 2024

Para la polémica: la historia, la política y Milei.

Empezamos con el hoy: hace décadas que no crecemos, salvo en población y en edad.

Esto significa que con la misma riqueza debemos sostener a casi el doble de población que hace treinta años, y a cada vez más compatriotas mayores. Obviamente, la afirmación tiene la sencillez de lo matemático: la riqueza media de cada argentino es apenas la mitad que hace tres décadas.

Cierto es que muchos han logrado mantener -y aún aumentar- su riqueza disponible. A eso, alguien lo paga para cumplir con otra ley, la del promedio. Lo pagan quienes se han caído y aquellos a los que se les realiza una “mega-extracción” de su riqueza producida, fundamentalmente al campo.

También lo es que algunos se han salvado de esta lógica diabólica. Son los que logran vender su trabajo afuera, emigrando. O los que logran evadir el cerco fatídico impositivo-aduanero-cambiario, vendiendo por ejemplo servicios intangibles, que se acreditan afuera. Y los gestores “nac & pop”, que alguna vez caractericé como la “corporación de la decadencia”, que desde el gobierno o desde la oposición, desde el empresariado protegido hasta la burocracia sindical, manejan el país desde hace décadas, aunque sean los menos. Los más, han caído en la lógica del país cerrado, la resignación a la decadencia y el incremento del clientelismo, directo o disfrazado de empleo público. En cualquier caso, cobran sin aportar riqueza. Y lo saben.

Los que aportan riqueza, cada vez más asfixiados, deben además sufrir el ataque que no es sólo económico sino cultural del ideologismo populista, que parece condenarlos por lo que el mundo -y en otros tiempos, nuestro país- destacaba como un logro: producir, exportar, generar riqueza, crear prosperidad. En suma: progresar.

Puede discutirse cuando empezó la decadencia. Unos y otros marcan la fecha según su simpatía política. Claramente, el ciclo económico ascendente terminó en 1928, con la crisis global. Fue profundizado por la crisis política constante iniciada en 1930, con la primer ruptura constitucional. Los conservadores trataron en la década del 1930 de volver al mundo económicamente idílico iniciado en 1880, que ya no existía, ni siquiera aceptando -y reclamando- ser tratado por la potencia de entonces como “una parte integrante del imperio británico” -que de hecho, en esos tiempos, lo era, ya que si Gran Bretaña dejaba de comprar carnes y granos argentinos limitando sus compras a sólo a sus colonias, como era su proyecto post-crisis de 1928, todo se derrumbaría-

La 2ª guerra abrió una ventana al país, permitiéndole vender esos alimentos, aún al precio de un deterioro mayor de la política interna, la que dejó de ver como virtuosa la constitucionalidad democrática para comenzar a observar brotes simpatizantes de nazis y fascistas, que aunque derrotados en el mundo, habían dejado sembradas semillas escasamente compatibles con la doctrina constitucional argentina. Se cambió entonces la Constitución.

Pero a la vez, se infiltró de a poco en la sociedad una manera de ver la vida, con banderas de una sola faz. Repartir, lo que es justo. Pero sin ningún interés en producir riqueza. A diferencia del marxismo, que propugnaba repartir las ganancias de los burgueses -y por lo tanto, se preocupaba por asegurarse de que esas ganancias previamente existieran-, se asentó en Argentina la idea de que la riqueza nacía de la nada, que era en consecuencia gratis apropiarse de ella y que “ante cada necesidad, surgía un derecho”.

No le preocupaba si ese derecho era sostenible o si simplemente se apoyaba en la apropiación del capital nacional acumulado, público y privado. La magnificación del Estado al que se le permitía y se le exigía todo, junto a la renuncia al compromiso con la propia vida personal, que formaban ambas partes inescindibles de la nueva visión, llevaron al agotamiento primero y a la decadencia luego.

Hubo reacciones. La primera, del propio Perón, que preocupado por sus propios excesos económicos comenzó, ya en 1952, a reclamar que “todos deben producir, al menos, lo que consumen”. Luego, Frondizi, con su esfuerzo modernizador concluido abruptamente por las complicadas líneas cruzadas de fines de los 50 e inicios de los ’60, agravadas por la instalación definitiva en el mundo de la guerra fría, en la que, aunque la Argentina no intervino directamente, sufrió sus coletazos impidiendo un debate y decisiones inteligentes de una política madura.

La Argentina siguió funcionando con las “viejas verdades” que había elaborado desde los años 30 en adelante, las que ya habían cooptado a todo el escenario político. Sin conducción y a los empujones, prefirió insistir en ellas con el Plan de Lucha de la CGT de 1964 y la sociedad de gremialistas peronistas y militares que derrocó a Illia en 1966, y sostuvo durante la mayor parte del tiempo a la dictadura de la Revolución Argentina.

Lo demás es conocido. Intentos repetidos fueron interrumpidos sin solución de continuidad. El propio gobierno de Alfonsín, tan injustamente tratado por su fracaso económico sin analizar sus condicionantes políticos, intentó abrirse a la modificación del consenso populista, con los intentos de privatización parcial de Entel y de Aerolíneas, la convocatoria al capital privado para la explotación petrolera mediante el Plan Houston, el desarrollo de la telefonía celular privada escapando al cerco “nac & pop” que vivía con fuerza en su propio partido. Su falta de decisión y -tal vez- de su incomprensión del real agotamiento del “consenso ideológico” nacional y popular generó la primera hiperinflación de la historia.

Era lógico. El mundo había cambiado, no se podía ya hacer lo que el Estado quisiera con la moneda porque los flujos financieros globales se habían internacionalizado sobre la base del desarrollo telemático, que nadie se dejaría quitar su riqueza por los caprichos de un poder nacional cuando podía evadirla por telemática en tiempo real  y que no se podía vivir más de la ilusión de que fabricando dinero se combatía la pobreza, esa ilusión que increíblemente, todavía tiene defensores en plena tercera década del siglo XXI.

Los cimientos democráticos evitaron que la administración de Alfonsín desembocara en un golpe, en el sentido tradicional. Tampoco un “golpe de mercado” como ha pretendido pasarlo a la historia la visión “nac & pop”. En sentido estricto, fue un golpe de la vieja coalición de la decadencia motorizada por empresarios protegidos, gremialistas corruptos, banqueros del estado eternamente deficitario y un peronismo retornando a sus viejas andanzas desestabilizantes, que utilizaron las limitaciones de un gobierno que aunque había cumplido su principal objetivo, instaurar la democracia, estaba ya sin poder.  

Lo que vino luego fue una especie de intervalo lúcido de la sociedad, tanto del peronismo como del radicalismo, las dos fuerzas de entonces con posibilidades de poder. La radical fue más prolija, la peronista insistió en la vieja fórmula hasta que la repetición de la hiperinflación llevó a la administración de Carlos Menem a adoptar la receta que su adversario, Eduardo Angeloz, había difundido por el país durante la campaña electoral.

Durante diez años, pareció que la Argentina se había reencontrado con su rumbo. Por supuesto, con duros choques políticos, con debates fuertes como corresponde a una democracia vibrante, pero transformando las reglas de juego de la economía sin salirse del marco democrático. Tal vez la falencia grave del período fue que la oposición radical regresó al pasado, en lugar de mirar al futuro. Esto dejó al gobierno sin una oposición real en la percepción ciudadana.

En efecto: en vez de reclamar la defensa de los derechos de los usuarios de los servicios públicos privatizados, en vez de reclamar mejor control de los procedimientos privatizadores para evitar negociados o sospechas, en lugar de demandar democratización sindical real en lugar de asociar a los burócratas sindicales cediéndoles espacios de corrupción con los nuevos titulares privados de las empresas de servicios, decidió retomar las viejas banderas del país del pasado, las que lastraron a la Argentina al estancamiento por décadas, oponiéndose en bloque a las reformas de Menem.

El “padre de la democracia” comenzó a hablar, por primera vez, de la “burguesía” contra “el proletariado”, en un lenguaje que no entendía nadie, mucho menos en su partido. Ello no le impidió coincidir con Menem en una propuesta de reforma constitucional que le otorgaba al presidente la posibilidad de su reelección, a cambio de logros institucionales interesantes: la elección de tres senadores por distrito -que permitía acceder a eventuales minorías- y la que resultó ser la más importante: la autonomía real de la Capital Federal. Su preocupación por la estabilidad institucional se reflejaba en este acuerdo, y estaba bien, así como la modernización de varios preceptos constitucionales que quedaron sin vigencia por la falta de compromiso real de su contraparte, a la que le interesaba central -y quizás únicamente- era la posibilidad de su perpetuación.

A varias décadas de la sanción de 1994, aún no se ha sancionado la Ley de Coparticipación Federal de Impuestos, dando seriedad a las finanzas y rentas públicas, sin la que cualquier país deja de ser considerado un país serio. Nuestra propia organización nacional pudo realizarse sobre las propuestas de Alberdi en su recordada obras “Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina”. Sin organización rentística clara, no puede hablarse con propiedad de la existencia de un país. Es nuestro tema inconcluso.

La década de Menem mostró que la Argentina, liberadas sus potencialidades, conservaba sus cualidades cosmopolitas originarias. El país creció como no lo hacía desde varias décadas atrás, llegaron inversiones globales, se modernizó su infraestructura, sus servicios públicos se expandieron en una dimensión que no se veía desde 1930, pero todo esto se apoyaba en una ficción: la de creer que se asentaba en una sociedad sólidamente convencida del nuevo rumbo. Lo estaba -y a medias- el presidente, pero por debajo, ambas fuerzas políticas mayoritarias habían conservado sus anticuerpos populistas.

Esto lo sufriría el gobierno de la Alianza, que debía enfrentar una crisis de deuda generada por los últimos años de Menem -obsesionado por su segunda reelección- y una situación internacional crítica. En lugar de enfrentarse esta crisis con una política unida frente a un desafío nacional, el peronismo retomó su viejo espíritu. Demonizó al propio Menem, postuló el aislamiento del mundo para evitar los compromisos internacionales y se presentó como el estandarte justiciero del pasado contra el “neoliberalismo”. Con esas banderas enfrentó luego al gobierno de la Alianza, impregnando con sus protestas al propio partido del gobierno, que dejó sin respaldo a su propio presidente en un momento tal vez el más crítico hasta ese momento de la democracia recuperada.

Su derrumbe significó varios pasos atrás en la Argentina. Regresó no sólo a los años previos a Menem, sino en gran parte a años previos al propio Alfonsín. El aislamiento internacional lo fue de las democracias maduras, pero no del naciente bloque populista global. Aceitó lazos con lo peor del continente y del planeta. Fue adueñándose sistemáticamente de las empresas públicas al margen de la legislación vigente. Intervino virtualmente a la Corte Suprema de Justicia con el argumento de que había sido “adicta al menemismo”.

Una coyuntural situación internacional beneficiosa para los precios internacionales de los productos primarios exportados por la Argentina, sumada a la ausencia de pagos de una deuda defaulteada, le permitió excedentes circunstanciales para poner en marcha nuevamente la economía sobre una base ultramontana, con preeminencia de decisiones políticas en la economía, la apropiación de empresas privadas y el achicamiento de los espacios de libertad para la economía no estatal.

Paralelamente, con la vieja consigna de que “donde hay una necesidad nace un derecho” comenzó a implementar un distribucionismo insustentable con una economía estancada como la que había resucitado. Duró hasta fin de la primera década del siglo, cuando los fondos se agotaron y los famosos “superávits gemelos del 3 % del PBI” se habían transformado en déficits gemelos de mayor dimensión. Y ahí dejó de ser sólo estancamiento para convertirse en una acelerada decadencia, profundizada hasta lo inimaginable por la tosca gestión de su sucesora, que abrió un sinfín inacabable de gigantescas ventanas de corrupción.

El grotesco distribucionismo, desinteresado de cualquier interés por afianzar la producción, finalizó en los primeros años de la segunda década del siglo. Cortado el financiamiento externo, agotadas las fuentes fiscales internas, agigantada la deuda pública a un nivel jamás alcanzado en la historia, comenzó a recurrir al viejo camino de la emisión monetaria espuria. El BCRA retomó su papel de financiador del Estado con papeles de colores y renació la inflación que había sido erradicada durante el gobierno de Carlos Menem.

La sociedad reaccionó ante esta suspensión de un bienestar que la habían convencido de que era eterno. El conocimiento público de la gigantesca corrupción reinante se apropió del debate político. Parecía, de pronto, que las carencias que volvían tenían como causa la corrupción. En parte era cierto, pero en el fondo, el verdadero problema no era sólo de gestión impecable, sino de concepción sobre la relación entre la economía y el Estado. Sea como sea, cambió el gobierno. Llegó Cambiemos.

Cambiemos fue en rigor una alianza para terminar con la corrupción kirchnerista. Sin embargo, no existía en el nuevo frente -exitoso en su principal desafío- una amalgama similar para mirar la economía. Los viejos reflejos “nac & pop” estaban presentes en las tres fuerzas, aunque es cierto que en algunas más que en otras.

El pasado no ataba tanto al PRO, fuerza nueva con escasas anclas históricas, y un poco más a la CC, cuya movediza lideresa podía balancearse entre pasado y presente asentada en su mediática característica de “show-woman” intrínsecamente contradictoria, sino al propio radicalismo.

El radicalismo había dado pasos grandes en la modernización de su discurso, pero las viejas creencias elaboradas a mediados del siglo XX aún latían en su seno. Se seguía sintiendo obligado a competir con el peronismo en el campo de esas ideas, más que responsable del cambio de paradigma para levantar anclas o romper las cadenas con el pasado.

Entre la falta de experiencia de gobierno -política y administrativa- del PRO, el rezongo constante de la CC y el ataque sistemático del peronismo secuestrado por la más arcaica de sus versiones, el radicalismo de escasas convicciones de cambio poco pudo contribuir al desarrollo de la batalla cultural que era imprescindible realizar para sostener a una gestión que también se mostraba con dudas constantes entre su responsabilidad de cambiar, su base política para hacerlo y la necesidad de acordar cada cosa con demasiados actores licuando los principales cambios imprescindibles para retomar la marcha.

Esas reformas son las que aún hoy faltan: el cambio de las leyes laborales flexibilizando las normativas sin derogar derechos, la finalización de la “ultraactividad” de los convenios colectivos de 1975, la desregulación de la actividad económica para liberar la capacidad creativa de los argentinos y de los extranjeros que llegaran, desburocratización para iniciar y desarrollar actividades productivas, la disciplina fiscal que asegurara que el peligro inflacionario había dejado de existir. Para agravar el cuadro, importantes figuras del PRO creían que bastaba con buenas relaciones con los factores de poder internos y externos para mantener el equilibrio fiscal y la fluidez en las relaciones económicas, sin darle mayor importancia a la percepción sobre la solidez del propio gobierno.

Cambiemos empezó un cambio de rumbo. Infraestructura, liberalización, apertura, renegociación de la deuda, fueron pasos enormes en un país que hacía tres lustros que arrastraba una crisis de estancamiento. Pero la necesidad de darle al gobierno alguna estabilidad política lo llevó a ceder en un objetivo que debía ser central desde el comienzo: nivelar la cuentas públicas, que recién comenzó a ser una meta oficial luego de la crisis financiera del 2018.

Era tarde, porque ajustar al finalizar en lugar del inicio del gobierno lo llevaba enfrentar los comicios de fin de mandato en el medio del ajuste de tarifas, de los impuestos, de los salarios, de las retenciones agropecuarias... es decir, todo lo que es desagradable para los ciudadanos. Probablemente no haya habido posibilidad de tomar otro camino ante su debilidad institucional, pero sea como sea, el resultado fue su derrota electoral en 2019.

Los ciudadanos votaron el regreso del kirchnerismo al poder. Tal vez lo hicieron con la esperanza que se hubiera despojado de su corrupción orgiástica, que volviera con vocación republicana, que hubiera aprendido a “ser mejores” -como se convirtió en su consigna electoral-. No fue así.

La gestión de ambos Fernández -Alberto y Cristina- debe ser calificada de la peor desde la recuperación democrática. No es necesario ni siquiera describirlo. Ambos titulares encausados o procesados, la vicepresidenta condenada a seis años de prisión -con la posibilidad de que se aumente esa pena- por graves delitos contra la administración, la administración de la pandemia plagada de negocios oscuros y privilegios inaceptables provocando un 30 % más de muertes que el promedio mundial y regional y el surgimiento de nichos de corrupción en los lugares del Estado que se mire, provocaron un giro copernicano en la opinión pública.

Un outsider, que no llega desde la política tradicional condenada por la mayoría de la opinión pública como “cómplice” o como inoperante para frenar los latrocinios, comenzó una tarea titánica.

Lo hace con las herramientas que tiene quien llega desde afuera. No tiene complicidades ni ataduras, no está sujeto a acuerdos previos parciales o totales, no se siente predispuesto ni dispuesto a encubrir a nadie, tiene muchos errores de gestión porque nunca ha gestionado nada público y su visión del mundo y de la vida difiere en gran medida de lo que es visto como normal por el sentido común de la población. Al no tener historia, tampoco está obligado por lealtades épicas que no sean las que les aconseje la situación coyuntural de la opinión pública.

Su mensaje central llegó al grueso de la juventud de todos los sectores sociales también sin lealtades épicas hacia próceres políticos como los que emocionaron a sus padres. La realidad de estos jóvenes es una sociedad anarquizada, la ausencia de canales de sobrevivencia ni mucho menos de movilidad social, la incertidumbre absoluta sobre su futuro, la negación de cualquier luz de esperanza en la posibilidad de construir sus vidas en su país, la vulnerabilidad ante el delito violento y el narcotráfico, la convicción de que sólo el camino de la subordinación clientelar -al dirigente piquetero, al dirigente gremial, al dirigente político, al jefe narco del barrio- le puede abrir alguna grieta por la que pueda filtrar alguna ilusión.

Al asentarse en el sector etario más dinámico de la población su capacidad de influencia hacia los demás estaba garantizada. Le ocurrió a Frondizi en 1958, a Alfonsín en 1983, a Menem en 1989 y al propio Kirchner en 2002. Las líneas de los sucesos políticos coyunturales-electorales se alinearon para otorgarle el triunfo, un triunfo que no le dio el poder absoluto porque tiene en sus manos nada más -aunque nada menos- que la presidencia de la nación. Ni un gobernador, ni una cámara legislativa, ni un Juez de la Corte... para desarrollar una tarea que es sin dudas titánica: romper una inercia de decadencia, frenando la inflación y dando una batalla cultural contra convicciones que han sido mayoritarias durante un siglo sobre el papel del Estado, de la política, del gremialismo y en general de los distintos sectores sociales.

A diferencia de Alfonsín, no enfrenta un edificio político destruido que era su prioridad. A diferencia de Menem, no necesita incluir a sus “compañeros” sindicalistas y empresarios en cada proyecto asociándolos para comprar con esa sociedad su silencio o su apoyo. A diferencia de Macri, cuenta con una opinión pública sustancialmente más convencida en la necesidad del cambio de paradigma y asustada por el umbral de la hiperinflación.

Su “relato” es claramente insuficiente y deja la sensación de haberse elaborado y sufrir las modificaciones que le exijan las circunstancias. Desde la “representación del maligno en la tierra” hasta “el argentino más importante del mundo”; desde la “guerrillera que ponía bombas en jardines de infantes” hasta “la dirigente más honesta y desinteresada de la política argentina”, o desde las propuestas más esotéricas y desmatizadas sobre educación, salud, justicia o infraestructura, todo parece lábil, inseguro, endeble en su aparente firmeza.

Ha centrado el desafío de su gobierno en una idea: derrotar a la inflación, haciendo sintonía con la ansiedad popular. Ante este objetivo, todo lo demás es para él secundario. Sus medidas serían calificadas de audaces por cualquier político tradicional, bueno o malo. Lo cierto es que este punto de enfoque -el antiinflacionario- es compartido claramente por la mayoría de la población, aún la que discrepa con él -hasta duramente- en gran parte del resto de su agenda.

Enseña la ciencia económica que combatir la inflación cuando se llega al umbral de la hiper, implica inexorablemente bordear o caer en la recesión. Ésta puede ser relativamente controlada, tratando de equilibrar el costo para las personas de menores recursos, o salvaje -porque la hará el mercado, en forma desmatizada-, con riesgo de caer directamente en la depresión. Por eso la hiperinflación es el fenómeno más terrorífico para un economista, porque sabe lo que implica, los peligros que arrastra y el dramatismo que conlleva combatirla.

No hay combate contra la inflación con medias tintas. De ahí que la población, que intuye esta realidad, mantenga su apoyo al gobierno. Ese apoyo seguramente cambiará cuando, luego de lograrse el éxito, reaparezcan las demandas normales hacia la política y se reclame crecimiento, empleo, educación, salud, vivienda, tecnología, estado eficiente, infraestructura, buenos sistemas de seguridad y justicia, adecuada defensa nacional en un mundo cada vez más impredecible e inseguro en el que la convivencia basada en reglas se va esfumando en el rumbo del realismo más crudo. Incluso la urgencia en reparar los daños o injusticias que la durante propia lucha antiinflacionaria es imposible evitar totalmente. Pero será después de vencer ese enemigo que no solo aterroriza a los economistas, sino a todos.

Cierto es que el estilo presidencial dista de mostrar ejemplaridad republicana. Tan cierto como que hasta ahora no ha atravesado ninguna barrera institucional o violado derechos que la Constitución garantiza a los ciudadanos. Las críticas que pueden hacerse a su gestión son políticas, evaluaciones sobre lo más o menos ortodoxo de su comportamiento institucional. Como a cualquier gobierno. Sus actitudes que no armonizan con el estilo de la política tradicional son, sin embargo, aceptadas y hasta aplaudidas por la sociedad, que ha responsabilizado en bloque a la dirigencia política y sectorial del hundimiento de su nivel de vida y expectativas de futuro. Esta realidad es utilizada por un presidente institucionalmente débil como una herramienta de construcción de poder, lo que dista de ser condenable y, en todo caso, es una valoración que corresponde al campo de las opiniones políticas.

La curiosidad de la política argentina tradicional es su demora en asumir la realidad. El propio tono de debate se acerca al reclamo infantil al padre “todopoderoso”. En lugar de debatir sobre quién puede aportar mejores soluciones al problema principal del país, se nota una actuación en la que el papel opositor parece intentar evadirse de su responsabilidad dirigencial descargando exclusivamente sobre el oficialismo -o sobre el presidente- los “reclamos” o “condiciones” para su apoyo, que son, sin excepciones, presiones por mayores recursos para su respectiva administración, recursos que no se imaginan que surjan de sus propias jurisdicciones o competencias reorientando gastos, emprolijando sus balances o haciendo más eficaces sus tareas, sino exigiendo “al Estado” nacional -del que al parecer no se consideran parte, a pesar que varios de ellos fueron partícipes de la administración que la provocó- mayores recursos, desinteresándose de la gran batalla de dimensiones épicas para frenar la caída libre y encontrar un piso sobre el que edificar la agenda que viene. Algo así como “que la inflación la arregle Milei, nosotros seguimos en la nuestra”, sin advertir que la población percibe que el problema principal sólo termina siendo enfrentado por Milei.

Otros, prefieren centrar su evaluación crítica sobre el gobierno enfocando -honestamente- sus debilidades republicanas, que la mayoría social decodifica como un atajo para evitar tomar partido por la necesaria actualización de sus antiguas convicciones económicas.

La sociedad, por su parte, en forma mayoritaria -como lo sugieren las encuestas- percibe que está dando una batalla dura contra el enemigo que la carcome: el proceso inflacionario. De ahí que las voces que condicionan el “apoyo” a “reclamos” o “reivindicaciones” de imposible cumplimiento corren el riesgo de ser interpretadas como una coacción -por ser benévolo- cuya consecuencia es ampliar el hiato entre la mayoría de la sociedad y la oposición.

Como el oficialismo no sólo tiene un mandato popular reciente sino que además, lo tiene internalizado y cree absolutamente en él, su percepción sobre la política termina verificando que su intuición sobre “la casta” se confirma en cada paso, iniciativa, reunión o medida que deba tomarse para nivelar las cuentas del aparato estatal.

La consecuencia de esta dinámica es que el país se queda sin oposición constructiva y se deja en manos del oficialismo todo el poder, sin matices, porque la agenda opositora no se apoya en la realidad, en lo que la sociedad percibe como su lucha central, sino que se evade de ella, adelantando, como si fueran prioridades, los puntos de la agenda que viene, pero sin aportar su esfuerzo a las tareas del presente. O -peor aún- preocupándose cada uno de su propio problema sin interesarse en el principal, que afecta a todos.

Esa agenda posterior llegará, inexorablemente. Puede desarrollarla Milei, si la entiende y la asume. O será quien lo reemplace, si no llega a hacerlo. Mientras tanto, es previsible que la sociedad vaya exigiendo al espacio público una especial dedicación para separar lo principal de lo accesorio, escrutará cuidadosamente quienes se suman al cambio de paradigma para abrirles oportunamente crédito cuando los debates sean otros y observará con atención el comportamiento de los nuevos -y viejos- ocupantes del escenario público argentino. Será un apasionante proceso de reconstrucción de la representatividad política que la Argentina atravesará en los próximos tiempos.

El futuro es opaco. No puede preverse ni lo que sucederá al día siguiente, mucho menos en el mediano o largo plazo. El mundo, por su parte, está entrando en una dinámica de disolución de normas, de lucha apoyada solo en el poder, de acelerado desarrollo tecnológico cuyo destino es cada vez más difuso. Es imposible en consecuencia imaginar el curso de los acontecimientos que vienen.

Pero una cosa está clara: no hay marco posible de discusión en el medio de la afiebrada y sorda pugna por la apropiación del ingreso que significa la hiperinflación. Una hiperinflación que, aunque se palpen éxitos circunstanciales en las tareas por erradicarla, todavía tiene posibilidades de despertar. De ahí que las sugerencias para neutralizar o atenuar las evidentes injusticias que se cometen en el camino sobre víctimas “colaterales”, seguramente muy justas en el plano individual de cada afectado, deben realizarse con la firmeza e inteligencia que sea posible, pero de forma que no obstaculicen ni pongan en peligro el tema central. Desde “dentro” y no desde “afuera” del gran esfuerzo nacional.

Si al país le va bien en esa tarea, el futuro argentino puede ser portentoso.

Si no es así, pues la disolución puede estar en las puertas.

Ricardo Lafferriere

 

 

 

lunes, 27 de mayo de 2024

Los viajes de Milei

 

¿Cuál es el motivo? ¿son necesarios?

No es necesario repetir el juicio que inspira el estilo presidencial. Quienes nos hemos formado en la escuela del viejo radicalismo nos sentimos visceralmente alejados de las formas intemperantes y las descalificaciones desmatizadas a los adversarios. También de su extremo ideologismo. Ésto no puede impedirnos analizar e intentar desentrañar lo que mueve los pasos del presidente, que conserva un fuerte apoyo popular a pesar del durísimo ajuste que su gobierno está realizando en la economía.

Despojándonos de las prevenciones que genera su estilo, miremos el contenido. El ajuste está siendo exitoso en contener la inflación, a un costo enorme que ha sido en su mayor parte financiado por los pasivos. En términos coloquiales, los viejos han pagado el mayor precio para aliviarles el peso a sus hijos y nietos. Es tal vez el aporte más importante que le están haciendo a su país, en sus años finales.

Ese ajuste está terminando con la “espuma” producida por la generosa impresión de plata sin respaldo realizada por el gobierno anterior, cual una adicción que exigía cada vez más. Ahí se encendió la mecha de una inexorable hiperinflación, sólo evitable con ese ajuste.

Para volver a crecer ahora se necesita urgentemente inversión. En términos también coloquiales, inversión es igual a confianza. Desde un taller de zapatería a una megainversión en litio, inteligencia artificial o hidrocarburos, si no hay confianza en que lo invertido no será confiscado, que hay reglas de juego estables y justicia independiente que haga cumplir las normas, no hay chances de que se produzca.

Hace tiempo que insistimos en el daño que ha hecho al país la “coalición de la decadencia”, integrada por empresarios protegidos, gremialismo corrupto, mafias jurídico-policiales, ramificaciones con las estructuras políticas, estructuras burocráticas clientelares, estado cooptado por intereses corporativos sin vinculación con el bien común y hasta gran parte de la corporación comunicacional. Esa coalición de la decadencia es la dueña de la llave para modificaciones legales que podrían generar confianza interna.

Es ingenuo esperar que sus integrantes aporten mediante el diálogo a desarmar todo el andamiaje que ha impedido el despegue del país en las últimas décadas. Le hicieron la vida imposible a Alfonsín, con 13 paros generales. Lo voltearon a de la Rúa, por intentar que no se apropiaran del gran bocado que significó la pesificación asimétrica. Le impidieron gobernar a Macri con los reclamos irracionales que todos recordamos. No apoyarán jamás un camino que los condena a su desaparición.

No es el repudiable mal genio de Milei lo que impide el acuerdo. A la vista tenemos la presión de algunos gobernadores para desfinanciar a la ANSES apropiándose de los fondos del Impuesto al Cheque y el impuesto PAIS -que reciben los jubilados- para poder mantener en sus distritos sueldos varias veces millonarios (sin pagar siquiera ganancias) aunque el precio sea aplastar más los raquíticos haberes previsionales. No les importa. Son parte de la corporación de la decadencia. Les va en ello la vida. Como al gremialismo corrupto, como al empresariado protegido, como a burocracias políticas eternizadas. Siempre demandando, jamás una propuesta de dónde obtener los recursos genuinos.

La inversión que necesitamos en Argentina es descomunal -para dinamizar y hacer crecer la economía y con ello aumentar la recaudación, subir los sueldos medios, acrecentar la productividad y darle consistencia al ajuste-. En realidad, es de decenas de miles de millones de dólares, no menos de 50.000 millones por año. No estamos en condiciones de aportarlos desde una economía raquítica, desinflada y vaciada. No hay otra fuente posible que interesar grandes inversores que movilicen las reservas dormidas y potenciales. Y si no hay inversión, todo cae.

Es obvio que ahí está apuntando el gobierno. Para interesar a esas inversiones es que multiplica sus viajes y reuniones, imposta su “liberalismo” declamado, genera choques con los adversarios globales de esos inversores y trata de aprovechar la singular repercusión que sus gestos histriónicos han generado en el mundo económico. No hay en el fondo una cruzada ideológica, aunque se monte en ella. Hay razones más prácticas: si no hay inversiones, el gobierno -y el país- no tienen futuro. En el mundo de hoy muy difícilmente se pueda seducir inversores con las banderas de la justicia social y la ideología “nacional y popular”.

Esto también lo sabe la Corporación de la Decadencia, que hace lo imposible para transmitir la imagen contraria: es un gobierno que no puede sostener lo que propone, que ni siquiera logra sacar una ley, que no tiene respaldo institucional.

Ahí está el real punto de conflicto. Lo demás es “bla-bla-bla”, desde los aparentes desbordes emocionales presidenciales hasta las impostaciones “nac & pop” de importantes sectores opositores, principalmente peronistas en su versión kirchnerista, que aprovechan la ingenuidad ideológica -o complicidad segundona- de algunos socios circunstanciales. El éxito económico del gobierno significaría el fin de la Corporación, de sus manejos secretos, de sus complicidades.

No hay en ello motivos ideológicos: privatizaron YPF y luego la estatizaron. Privatizaron empresas públicas y luego las estatizaron. Vetaron el 82 % móvil para las jubilaciones y luego lo reclamaron. Es demasiado evidente a medida que salen a la luz sus reales motivaciones de cooptación y colonización del Estado para sus infinitos caminos de corrupción.

Cierro como empecé. Nunca podría apoyar a un gobierno que no insista hasta el cansancio en la prédica por el estado de derecho. Pero tampoco podría oponerme a un gobierno que, a pesar de sus dislates verbales, no está afectando derechos ni libertades y está siendo atacado -como lo está- por la vieja Corporación de la Decadencia, que se resiste a dejar de lucrar con la Argentina, con sus jubilados, con sus recursos, con sus potencialidades y con su futuro.

Esto no debería interferir a los otros debates: una democracia más perfeccionada, el perfil de la educación, la construcción de un sistema de salud público eficiente para todos, el desarrollo científico y técnico imbricado con el mundo, un sistema previsional justo y sustentable, la garantía de vivienda al acceso de quien quiera tenerla. En fin: una Argentina como los argentinos nos merecemos, con otros alineamientos, en la que el Milei-económico habrá sido apenas un capítulo, ojalá que exitoso. Porque si no lo fuera, lo que vendría mejor ni imaginarlo.

Ricardo Lafferriere

lunes, 20 de mayo de 2024

ESPAÑA Y ARGENTINA

 

Choques de dirigentes o acuerdos de pueblos

En 1936/1939 España sufrió una sangrienta guerra civil, saldada luego de más de medio millón de muertos y miles de exilados. Muchos de ellos llegaron a la Argentina, que al comienzo mostró reticencia porque pertenecían al bando de los vencidos, con el que el peronismo no simpatizaba, pero que abrió sus puertas con amplitud a partir de 1950. Miles de españoles llegaron al país escapando de la pobreza, mientras el gobierno argentino hacía llegar a España barcos con alimentos para paliar la dura situación vivida. Esa política fue decidida por Perón, pero apoyada por la dura oposición de entonces porque se trataba de una política de estado, que superaba cualquier conflicto ideológico interno. Años después, siendo el que escribe Embajador de su país en España, recibió de muchos españoles una frase que lo emocionaba: “Nunca olvidaremos ese gesto”.

El 12/12/1946, la Asamblea General de las recientes Naciones Unidas decidieron la exclusión de España de la organización. La decisión, que incluía la recomendación de ruptura de relaciones y retiro de embajadores de todos los países con el gobierno español, fue tomada por una mayoría de 34 votos contra 6, grupo minoritario encabezado por Argentina y acompañado por Costa Rica, Ecuador, El Salvador, Perú y la República Dominicana que se opusieron a la propuesta. Otros países latinoamericanos prefirieron seguir la posición de Estados Unidos y se sumaron a la mayoría: Bolivia, Brasil, Chile, Guatemala, Haití, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Uruguay y Venezuela.

Argentina nunca obedeció la disposición de “retirar los embajadores” y prosiguió su labor diplomática para romper el aislamiento de España, lo que comenzó a lograrse el 4/11/1950 mediante la Resolución 386 y luego en forma completa el 14/12/1955, cuando el propio gobierno norteamericano había cambiado su posición.

El gobierno de la Revolución Libertadora, que sucedió al peronismo, mantuvo incólume la posición de Argentina respeto a España.

En 1976, un golpe militar rompió el orden constitucional en Argentina. Miles de argentinos debieron emigrar para salvar sus vidas. España les abrió sus puerta y los recibió con los brazos abiertos. No había ningún motivo ideológico que incidiera en la relación entre los pueblos. Así como recibía a los emigrados, siguió su relación con el nuevo gobierno al punto de producirse un importante viaje de Estado de los Reyes. Con su actitud, España salvó literalmente la vida a miles de compatriotas perseguidos por la intemperancia. Esta vez nos tocaba a nosotros decir “Nunca olvidaremos ese gesto”.

Ya en el siglo XXI un nuevo contingente de argentinos buscó en España un lugar de realización personal. La crisis económica, esta vez en la Argentina, los expulsaba de su país -así como otras crisis anteriores había expulsado a españoles del suyo-.  y recibieron la disposición permanente a dejarlos reconstruir sus vidas en su suelo. Así es el mundo en sus altibajos y así seguirá siendo.

La relación entre Argentina y España es mucho más profunda que los berrinches circunstanciales de la política de entrecasa. Pasa por encima de políticas, ideologías y circunstancias, simplemente porque sus raíces están entrecruzadas, sus familias compartidas y sus historias recíprocamente comprendidas. Los pocos episodios narrados son nada más que ejemplos. Nada podrá enturbiar esa relación y poco favor le hacen a esta historia de confraternidad los gritos destemplados propios de las novedades que está trayendo al escenario una nueva política global que, al parecer, si no pronuncia frases estentóreas, piensa que no se hace entender.

En lo profundo de la sociedad, al contrario, hay necesidad de acuerdos de convivencia pacífica y un real hastío hacia las formas de poder que pierden el tiempo acentuando conflictos. En el actual “conflicto” -que parece más bien un choque de personalidades que una diferencia diplomática internacional- haríamos bien en recordar nuestra historia y pensar en la enorme posibilidad que nos presenta el mundo global a ambos. Levantar la mirada, fijar metas, respetarnos y pensar en nuestros pueblos, más que en las situaciones o improntas personales de los dirigentes por más importantes que sean.

Ricardo Lafferriere

viernes, 5 de abril de 2024

La política frente a la hiperinflación

 

Enseña la ciencia económica que combatir la inflación cuando se llega al umbral de la hiper implica inexorablemente bordear o caer en la recesión. Ésta puede ser relativamente controlada, tratando de equilibrar el costo para las personas de menores recursos, o salvaje -porque la hará el mercado, en forma desmatizada-, con riesgo de caer directamente en la depresión. Por eso la hiperinflación es el concepto más terrorífico para un economista, porque sabe lo que implica, los peligros que arrastra y el dramatismo que conlleva combatirla.

No hay combate contra la inflación con medias tintas. De ahí que la población, que intuye esta realidad, mantenga su apoyo al gobierno. Ese apoyo seguramente cambiará cuando, luego de lograrse el éxito, se pierda miedo al descontrol total y reaparezcan las demandas normales hacia la política y se reclame crecimiento, empleo, educación, salud, vivienda, tecnología, estado eficiente, infraestructura, buenos sistemas de seguridad y justicia, adecuada defensa nacional en un mundo cada vez más impredecible e inseguro en el que la convivencia basada en reglas se va esfumando en el rumbo del realismo más crudo. Incluso la urgencia en reparar los daños o injusticias que la durante propia lucha antiinflacionaria es imposible evitar totalmente. Pero será después de vencer ese enemigo que no solo aterroriza a los economistas, sino a todos.

Cierto es que el estilo presidencial dista de mostrar ejemplaridad republicana. Tan cierto como que hasta ahora no ha atravesado ninguna barrera institucional o violado derechos que la Constitución garantiza a los ciudadanos. Las críticas que pueden hacerse a su gestión son políticas, evaluaciones sobre lo más o menos ortodoxo de su comportamiento institucional. Como a cualquier gobierno. Sus actitudes que no armonizan con el estilo de la política tradicional son, sin embargo, aceptadas y hasta aplaudidas por la sociedad, que ha responsabilizado en bloque a la dirigencia política y sectorial del hundimiento de su nivel de vida y expectativas de futuro. Esta realidad es utilizada por un presidente institucionalmente débil como una herramienta de construcción de poder, lo que dista de ser condenable y, en todo caso, es una valoración que corresponde al campo de las opiniones políticas.

La curiosidad de la política argentina es su demora en asumir la realidad. El propio tono de debate se acerca al reclamo infantil al padre “todopoderoso”. En lugar de debatir sobre quién puede aportar mejores soluciones al problema, se nota una actuación en la que el papel opositor parece intentar evadirse de su responsabilidad dirigencial descargando exclusivamente sobre el oficialismo -o sobre el presidente- los “reclamos” o “condiciones” para su apoyo, que son, en la gran mayoría, presiones por mayores recursos para su respectiva administración, recursos que no se imaginan que surjan de sus propias jurisdicciones o competencias reorientando gastos, emprolijando sus balances o haciendo más eficaces sus tareas, sino exigiendo “al Estado” nacional -del que al parecer no se consideran parte, a pesar que varios de ellos fueron partícipes de la administración que la provocó- mayores recursos, como si estuviera en sus manos fabricarlos, desinteresándose de la gran batalla de dimensiones épicas para frenar la caída libre y encontrar un piso sobre el que edificar la agenda que viene.

La sociedad, por su parte, en forma mayoritaria -como lo sugieren las encuestas- percibe que está dando una batalla dura contra el enemigo que la carcome: el proceso inflacionario. De ahí que las voces que condicionan el “apoyo” a “reclamos” o “reivindicaciones” de imposible cumplimiento corren el riesgo de ser interpretadas como una coacción -por ser benévolo- cuya consecuencia es ampliar el hiato entre la mayoría de la sociedad y la oposición.

Como el oficialismo no sólo tiene un mandato popular reciente sino que además, lo tiene internalizado y cree absolutamente en él, su percepción sobre la política termina verificando que su intuición sobre “la casta” se confirma en cada paso, iniciativa, reunión o medida que deba tomarse para nivelar las cuentas del aparato estatal.

La consecuencia de esta dinámica es que el país se queda sin oposición constructiva y se deja en manos del oficialismo todo el poder, sin matices, porque la agenda opositora no se apoya en la realidad, en lo que la sociedad percibe como su lucha central, sino que se evade de ella, adelantando, como si fueran prioridades, los puntos de la agenda que viene, pero sin aportar su esfuerzo a las tareas del presente. Esta actitud termina fortaleciendo el respaldo social al presidente.

La agenda posterior llegará, inexorablemente. Puede desarrollarla Milei, si la entiende y la asume. O será quien lo reemplace, si no llega a hacerlo. Mientras tanto, es previsible que la sociedad vaya exigiendo al espacio público una especial dedicación para separar lo principal de lo accesorio, escrutará cuidadosamente quienes se suman al cambio de paradigma para abrirles oportunamente crédito cuando los debates sean otros y observará con atención el comportamiento de los nuevos -y viejos- ocupantes del escenario público argentino. Será un apasionante proceso de reconstrucción de la representatividad política que la Argentina atravesará en los próximos tiempos.

El futuro es opaco. No puede preverse ni lo que sucederá al día siguiente, mucho menos en el mediano o largo plazo. El mundo, por su parte, está entrando en una dinámica de disolución de normas, de lucha apoyada solo en el poder, de acelerado desarrollo tecnológico cuyo destino es cada vez más difuso. Es imposible en consecuencia imaginar el curso de los acontecimientos que vienen.

Pero una cosa está clara: no hay marco posible de discusión en el medio de la afiebrada y sorda pugna por la apropiación del ingreso que significa la hiperinflación. Una hiperinflación que, aunque se palpen éxitos circunstanciales en las tareas por erradicarla, todavía tiene posibilidades de despertar. De ahí que las sugerencias para neutralizar o atenuar las evidentes injusticias que se cometen en el camino sobre víctimas “colaterales”, seguramente muy justas en el plano individual de cada afectado, deben realizarse con la firmeza e inteligencia que sea posible, pero de forma que no obstaculicen ni pongan en peligro el tema central. Desde “dentro” y no desde “afuera” del gran esfuerzo nacional.

Si al país le va bien en esa tarea, el futuro argentino puede ser portentoso.

Si no es así, pues la disolución puede estar en las puertas.

Ricardo Lafferriere

jueves, 29 de febrero de 2024

Fondo, forma y actitudes

 

Siempre hemos escuchado -y repetido- que gran parte de la definición de democracia radica en las formas y no sólo en el fondo. Pero además de ambas cosas, se requieren actitudes.

El gobierno “del pueblo, por el pueblo y para el pueblo” requiere aceptar que la mayoría de la población es la que tiene el derecho de formar gobierno. Difícil discutir esa afirmación, aún con las falencias que el sentido común encuentra muchas veces en la opinión de la mayoría. Se llega a esta afirmación por descarte: si no existiera esa regla, la base del poder radicaría en la fuerza, virtual o desatada.

Sin embargo, la afirmación se completa con el necesario respeto a las minorías, y en última instancia a la suprema minoría, que es el hombre solo. Para garantizar este objetivo, se han ido elaborando a través del tiempo particiones y limitaciones al poder en el plano legal cuyo propósito es darles a las minorías y a las personas un haz protector de derechos que ni siquiera las mayorías más abrumadoras puedan desconocer.

Ambas cosas han sido recibidas en nuestra Constitución Nacional, programa de unión del nuevo país del plata a mediados del siglo XIX.

El mundo ha avanzado, y mucho en estos casi dos siglos. Hemos tenido violaciones al primer principio -con los gobiernos de base electoral restringida y luego con los golpes de estado- y al segundo -con gobiernos de base popular que no respetaron derechos constitucionales de las minorías ni de las personas-.

La reiniciación democrática iniciada en 1983 pareció terminar con ambas falencias. Sin embargo, asoman de nuevo, peligrosamente, en los últimos lustros.

La Argentina, a tono con este nuevo mundo de polarizaciones e intolerancias recíprocas, ha adoptado la confrontación como forma de resolver los conflictos públicos. El virtuoso entrelazado de normas constitucionales, la distribución de competencias entre los ciudadanos, las provincias y la Nación, la división del poder en tres órganos con definidas facultades propias, la artesanía procedimental diseñada por la Constitución para la sanción de las leyes, en suma, todo el edificio institucional, es impregnado por el conflicto permanente sin límites claros entre las acciones permitidas a los actores, que se invaden entre sí y nos acercan a la anarquía, sin que sea ajena a esta realidad el deterioro ético del comportamiento social. Claro: todo este mecanismo funciona si existe compromiso nacional y honestidad en los actores.

Cuesta encontrar una salida compartida que encarrile esta deriva de final más que incierto. Como marchan las cosas, todo parece encaminarse a un “todos contra todos” al precio de poner en riesgo la propia existencia nacional. Hace años que, personalmente, lo venimos observando y advirtiendo, desde las aciagas jornadas de diciembre del 2001.  Hoy es más dramático, porque no se avizoran actores sociales importantes con vocación de consenso ni patriotismo inclusivo. Los protagonistas de “la escena” no parecen advertir -y si lo advierten, no parecen inmutarse- del peligro al que están conduciendo a la Nación, cada uno con su intransigencia y cada intransigencia ajena esgrimida para justificar la propia. Así comienzan los conflictos abiertos. Nadie puede predecir cómo ni dónde terminan. Por lo pronto se ven muchas fuerzas centrífugas y muy pocas centrípetas actuando en el todo nacional.

Nuestro país terminó de nacer a mediados del siglo XIX primero con un conflicto armado que abarcó a toda la Cuenca del Plata, luego con un consenso entre triunfadores y derrotados y por último con administraciones que tenían el norte de la vigencia constitucional, pero que marcharon hacia ese norte bordeando en el camino las normas de la constitución jurada, mediante intervenciones federales, ejércitos punitivos y elecciones de base electoral reducida. Lograr la “república verdadera” costó más de medio siglo.

Y ahora, a lo nuestro.

La deriva de la Argentina en lo que va de este siglo aceleró su decadencia nacional. El país “anómico” definido por Carlos Nino se acostumbró a vivir sin reglas y con reglas a medias. La disgregación fue una constante voluntariamente inadvertida, hasta que tomamos conciencia de ella.

Mientras tanto, el mundo cambió su escenario de conflictos pero no sus consensos básicos, fundamentalmente al ritmo de una economía transnacionalizada que hace asociarse hasta a enemigos violentos. La arquitectura institucional global que se pensó hace siete décadas como la garantía contra las grandes guerras (ONU, FMI, etc.) demuestra diariamente su pavorosa inutilidad, resultado de su cooptación burocrática para poner sus hilachas al servicio del respectivo interés. El mundo se ha asociado al realismo más extremo de poder y en este marco cada uno se prepara y hace su juego.

Esa agenda no es percibida entre nosotros, entretenidos en los juegos de la política local, cada vez más parecida a un juego de adolescentes. Esta situación agrava los problemas internos y los peligros externos. Un mundo derivando al realismo de la fuerza no es precisamente un buen escenario para un país que renunció a pensar en su defensa y decide, como el avestruz, dejar de mirar lo que pasa y desinteresarse de sus futuro y de los peligros.

La miopía es extrema, el desinterés por el rumbo es notable, la sensación de pertenecer a un colectivo nacional compartido -que antes se llamaba patriotismo- es de una debilidad innegable, la ignorancia de las normas que rigen económicamente el mundo -aún entre rivales que hasta guerrean entre sí- asombra y las peleas por las migajas que quedan del país señero son patéticas.

En este campo de batalla no puede asombrar la negación de las formas, que también muestran el retroceso. Tampoco los insultos cruzados, muestra de la estrechez de miras -o exclusividad de enfoques- de unos y otros.  

Por un lado, el presidente. Sus conocimientos de excelencia se concentran en el estudio de la economía, ciencia en la que uno de los males tal vez más extremos es la inflación desbocada. Su “ética” profesional le indica la prioridad de desarticular y desterrar la inflación, cuya causa última es la abundancia de dinero. Toda su obsesión gira alrededor de este objetivo, nada menor si observamos la lascerante decadencia a que nos ha llevado ignorar ese capítulo y su ascenso a primerísima prioridad del electorado. Sin ánimo de faltar el respeto, se observa que trascendiendo ese objetivo, en los demás temas no hay en su mirada un capítulo que descuelle o sea postulado con similar fuerza: son lábiles y provisorios, como lo hemos visto incluso con sus otrora definiciones estrambóticas, cambiadas al ritmo de cada necesidad política coyuntural. Si hubiera que definir en una frase su constante, ésta sería: “más allá de en lo que gastemos, no podemos hacerlo en más cantidad que lo que hay”.

Por el otro lado, está el tradicional “escenario” público -hoy llamado genérica y desdibujadamente “la casta”, que cada uno entiende a su manera-. Su praxis política se ha concentrado tradicionalmente en la distribución del ingreso, cada vez más pequeño debido a la indiferencia, por ignorancia o por desinterés en el funcionamiento económico. Los capítulos que mueven sus inquietudes son variados y representativos de sectores, ideologías, partidos y convicciones plurales, sin negar incluso la apropiación indebida de ingresos públicos y tráfico de influencias.  Sin embargo, ante la extrema gravedad terminal de la situación argentina, todos esos capítulos pierden terreno mientras la inflación no sea dominada, porque su frase guía esta vez sería, en mayor o menor dimensión: “no me importa si no hay recursos, necesito cubrir estos gastos de cualquier forma”, sin terminar de aclarar -y sin que le importe demasiado- de dónde se obtendrán esos recursos ni quién resultará afectado.

En el medio, lo que queda del “estado de derecho” está convertido en una herramienta de lucha más que de solución de conflictos, que cada cual interpreta perfilado hacia su propio objetivo. Zamarreado y tironeado hacia uno y otro lado, sufre la tensión de ser interpretado en forma parcial por unos y otros, sin que tampoco se vea por parte de la sociedad un soporte sólido a sus reglas. Hay, por suerte y debe reconocerse, actores de lo público -partidos, bloques y dirigentes-, en las diversas fuerzas, que logran dominar sus “ethos” agonales y buscan un funcionamiento institucional virtuoso. Es de desear que se multipliquen.

Mientras, en el campo de debate, campea lamentablemente la degradación de las conductas, que también en diferente medida se ha hecho predominante en polémicas que no buscan resultados, sino triunfo a cualquier precio.

Difícil ser optimista en tal escenario. La proyección hacia el futuro sólo contiene incertidumbres y una clara predominancia de lucha sin fin ni objetivos compartidos.

Lo que sí parece claro es que de no imponerse un cambio en el “ethos” de los actores del escenario y de la propia sociedad recreando la solidaridad nacional y la responsabilidad por las propias decisiones, el horizonte no parece promisorio y las peores pesadillas pueden llegar a imponerse, sea en la disgregación territorial o política del país, sea en el surgimiento de una alternativa de “puro poder”, ordenando la convivencia al borde de la Constitución y las leyes.

“Hay que empezara de nuevo”, le dijo don Hipólito a don Marcelo luego de su derrocamiento. Hoy, empezar de nuevo tal vez sea una obligación ciudadana: retomar la actitud republicana desde el pequeño ejemplo de cada uno, en la ilusión que llegue a incidir en la conducta de los actores del escenario, desde el presidente hasta los gobernadores, legisladores, comunicadores y twitteros. Asumir la idea de “proceso”, de prioridades, de etapas. Y entender que el país no es ni del gobierno ni de la oposición sino de los ciudadanos, que miran hoy azorados como puede desvanecerse la esperanza de cambio, una vez más, simplemente por no saber acordar.

Ricardo Lafferriere

29/2/2024

 

 

 

 

lunes, 12 de febrero de 2024

Liderazgo de crisis

La situación de Argentina, compleja y cuasi terminal, obliga a incorporar al análisis una mirada abarcativa e integral. No es sólo lo económico: el momento muestra crisis política, cultural, ética. Esa crisis polifacética necesariamente requiere una comprensión multidimensional.

Cien años de caída no son gratis. Dejan cicatrices en la capacidad de comprensión, acostumbran a lo que debiera ser excepcional y extienden la resignación. En los grupos más activos y convencidos, endurece las posiciones respectivas quitando flexibilidad a unos y otros. Eso daña aún más la convivencia y hace más complicado acordar salidas. Cada uno suele ver en el otro sus perfiles más negativos y endurece la intransigencia de las propias miradas.

La historia muestra que en estos casos, no hay soluciones puras. Ni las ortodoxias económicas, ni las políticas, ni las culturales, ni las éticas. Lo que puede sonar horroroso en tiempo normales, deja de serlo cuando se llega al borde de la propia existencia.

Difícilmente pueda salirse de una crisis multidimensional como la argentina sin la preeminencia de un liderazgo político -impuesto o electo- en condiciones de disciplinar y alinear a los actores. Si algo conserva aún la Argentina es el rito recuperado de elegir liderazgos en procesos electivos. No es un logro menor, habida cuenta de los atajos autoritarios a que recurrido en su historia.

Sin embargo, el deterioro de las fuerzas políticas les ha impedido cumplir con su cometido más importante: generar liderazgos democráticos. La presión corporativa, la declinación ético-cultural y la propia inercia decadente esterilizó estos almácigos dirigenciales que debieran ser los partidos políticos, aplastando a sus brotes más sanos por la inmisericorde presión de las malezas.

Los liderazgos surgentes, entonces, carecen del “cursus honorum” exigidos por las democracias estables y virtuosas. Es un dato, frente al que poco puede hacerse sino tomarlo como una inexorabilidad.

Nos queda, en un extremo, la necesidad de conducción que evite la anarquía a la que conduce la caída sin freno. En el otro, liderazgos que no nacen de procesos maduros de experiencia, estudio, compromiso y virtudes, sino de la angustiante necesidad del cuerpo social, cercana a la desesperación, de frenar la decadencia y reordenar la convivencia para retomar la marcha.

En el proceso, valiosos reclamos y miradas prudentes suelen ser desplazados frente a las urgencias críticas. Ahí quedarán, para tiempos posteriores, conservando su esencial justicia para cuando esa justicia sea posible. El torrente ordenancista arrastrará lo que encuentre a su paso, con el respaldo en gran medida irreflexivo de mayorías angustiadas.

Las exigencias de madurez institucional, de matices en la economía, de proporcionalidad en las medidas, de rigor ético, siguen existiendo y condimentando el proceso social, pero cediendo por la fuerza de los hechos ante la gravedad que no tolera “medias tintas”, tal vez justas pero sin espacio y sin tiempo.

Si el proceso resulta ser virtuoso, el liderazgo aprenderá sobre la marcha a separar lo principal de lo accesorio, a comprender a los sectores, a moderar las urgencias y matizar sus discursos. Si por el contrario, es vicioso, la caída o el retroceso volverá con más fuerza, tal vez para una etapa terminal.

No hay forma de conocer el futuro, de ahí la angustia de quienes tienen convicciones diferentes y discrepan total o parcialmente con el rumbo adoptado. Quizás el mejor aporte que puedan hacer es expresar sus recelos sin tono de trinchera, aceptando con humildad que la mayoría -supremo juez de una convivencia democrática- ha fijado un rumbo diferente, y dejando con buena fe y mejor talante su opinión y consejo, sin ponerse frente al torrente que terminará aplastándolo. Mucho menos tratar de frenarlo. “Vox populi, vox Dei”...

No significa dejar valores de lado: al contrario, significa sublimarlos e insertarlos en la tolerancia democrática, preservándose para tomar eventualmente el timón ante un fracaso y preparándose para aportar lo mejor para perfeccionar y emprolijar el resultado, si fuera exitoso pero insuficiente. Al final, todo en la vida es insuficiente y siempre quedan cosas por hacer.

Lo que tal vez menos sirva sea impostar errores de forma, volverse intransigentes frente a minucias, asumir actitudes arrogantes o hasta no comprender que verdades que consideraba ya incorporadas a la cultura colectiva, esa misma cultura colectiva no las adopta como centrales; y que será necesario retomar la prédica, el trabajo, la lucha tesonera, para que vuelvan a ser valores incorporados a la conciencia ético-política de la mayoría para cuando elija sus futuros liderazgos.

Como que robar no está bien, que la ley está para ser respetada, que los delitos -grandes y chicos- deben ser sancionados, que no existe convivencia cualitativamente superior al estado de derecho y que lo que une a una sociedad por encima de las distintas visiones y creencias de sus miembros es la solidaridad nacional, o sea el patriotismo.

Ricardo Lafferriere

 

 

miércoles, 7 de febrero de 2024

El "estilo argentino"

 

En su libro “Principios para enfrentarse al Nuevo Orden Mundial”, Ray Dalio -prestigioso inversionista titular de la firma “Bridgewater Associates”- realiza un magistral abordaje a las diferencias de estilo entre la práctica norteamericana y la china. Luego de sostener que ese contencioso está marcando y marcará por varios lustros el ritmo de la evolución global, expresa las dos formas de trabajo en que los liderazgos políticos enfrentan su gestión. Cualquiera de ambos tiene atractivos para los inversores, a condición de conocer y seguir sus reglas.

En el caso americano, el individualismo no sólo impregna su Constitución y sus creencias más profundas. En ese individualismo caben todas las maneras de ver el mundo y de actuar en él, donde el “piedra libre” alcanza desde las corporaciones más grandes hasta las iniciativas más pequeñas de los emprendedores, muchos de ellos inmigrantes centro (o latino-) americanos expulsados de sus países y exitosos en el de adopción. Una sociedad que permite y respeta a las minorías y modas más insólitas, que luego se extienden a todo el mundo occidental.

En el chino, por el contrario, su estilo es el del pensamiento a largo plazo, organicista si se quiere, pero privilegiando al conjunto -la familia, el partido, el país- y planificando objetivos medidos en décadas, cuando no en siglos. El propio Deng Xiao Ping, iniciador de la modernización y el “milagro” chino, dejó el liderazgo a sus sucesores fijando, ya en 1980, las metas para un cuarto de siglo y para mediados del siglo XXI: multiplicar por cuatro su PBI para fines del siglo XX -lo logró en 1995- y llegar al 2050 con el mismo nivel de vida para toda su población que el de los países occidentales medianamente desarrollados. Van encaminados.

¿Cuál es nuestro “estilo”? O más sutil aún ¿tenemos un “estilo”?

Como con aguda intuición lo desarrollara hace un par de décadas Daniel Larriqueta en sus dos libros “La Argentina imperial” y “La Argentina renegada”, nuestro país no tiene una herencia unívoca sino dos: la originaria, que él denominaba “tucumanesa”, estamental y organicista, que fue el resultado del trasplante de los reinos medioevales europeos de tiempos de los Austria en épocas de la conquista y la colonización temprana y que terminó haciendo simbiosis con las civilizaciones autocráticas indígenas del Perú; y la “atlántica”, que llegó con las revoluciones burguesas-liberales-independentistas de los siglos XVIII y XIX, cuando el absolutismo medioeval fue sucedido por el tiempo de las leyes, la limitación del poder, las Constituciones, los “códigos” y, en fin, por la modernidad. La revolución emancipadora -abierta y liberal- desalojó del poder a la vieja sociedad colonial, cerrada y estamental. La Constitución y luego la llegada de los inmigrantes parecieron marcar el triunfo definitivo de la Argentina atlántica, pero fue un espejismo que duró hasta el retorno del país cerrado que duraría un siglo, desde los años 30 del siglo XX hasta hoy.

Esas dos improntas aún conviven como herencias genéticas en nuestra sociedad, obviamente con impregnaciones recíprocas, pero predominando ora una, ora otra, sin terminar de definir un “estilo” que pueda entenderse como caracterizador de la Argentina.

La creatividad popular lo expresa a menudo con el conocido apotegma que presuntamente nos define: africanos que quieren vivir como europeos, pagar impuestos como en Burundi pero recibir servicios públicos como en España, tener la libertad de iniciativa de EEUU pero con un Estado que regule y controle todo lo que pueda -a los demás...-, admiradores del Che Guevara pero reclamantes de “mano dura, que ponga orden”, aunque a la vez resistentes a cualquier autoridad legal, aún las que actúan dentro de sus competencias.

Por no hablar de la inmisericorde calificación de sus gobiernos. De la Rúa era “estirado, distante, le faltaba calle”. Pero Milei es un “payaso” que “no respeta la investidura que inviste, como Menem”. Alfonsín “no sabía nada de economía” -aunque debió soportar 13 paros generales-... y Macri “un niño bien que no le gustaba trabajar”.  A eso suele reducirse la política, donde la reflexión y el debate sobre los años que vienen -y sobre la comprensión de los datos de la realidad- suelen estar ausentes de la discusión, impidiendo cualquier mirada estratégica compartida y dejando en manos del destino lo que pueda pasar. Mucho menos gestar un consenso estratégico nacional.

Esa calidad del debate -el que se da en lo “público”, el que encuadra las acciones de quienes deben gobernar, y al que no son ajenos los diseñadores de escenario mediático- se acerca más al estilo americano que al chino. El bochornoso tratamiento de la ley de “Bases...”, por unos y otros, muestra este aquelarre.

¿Es esto bueno o malo, para atraer inversores -en términos de Dalio- e incluso para convivir? Mi respuesta: es contradictorio y auto bloqueante. En el estilo americano, individualista, el reclamo al Estado es mínimo, casi inexistente, mientras que en Argentina el individualismo tiene frente al Estado una actitud bifronte: quiere que haga todo, pero que no se meta en nada. Que dé salud pública y seguridad, pero que no cobre impuestos. Que dé jubilaciones a todos, pero que no recaude aportes. Que garantice la educación, pero que no exija rigor académico ni docente. Que no tenga déficit público, pero que no se desprenda de empresas ultra-deficitarias, innecesarias para la gestión ni limite el gasto. Que respete el federalismo pero que mantenga los envíos de fondos extra-coparticipables a las provincias. Que frene la inflación, pero sin bajar gastos ni cobrar más impuestos.

También es contradictorio y auto bloqueante si lo cotejamos con el estilo chino, que cosecha admiradores por su capacidad de crecimiento, planificación, fijación de objetivos y eficiencia. Pero que también -debemos recordarlo- no admite el derecho de huelga, ni la disidencia política, ni la libertad de opinión alternativa al Partido Comunista de China, ni el cuestionamiento al poder sea por los ciudadanos de a pie, sea por los grandes empresarios a los que disciplina en forma hasta grotesca cuando según su criterio se apartan de los objetivos del gobierno. O sea, una libertad acotada sólo admisible dentro del sistema, que no afecte las metas definidas por el poder tanto en lo público como en temas inherentes a la vida privadas.

Puestos a buscar similitudes, los partidos “republicanos” argentinos -libertarios, radicales, pro, socialistas- se reflejan en el pluralismo de los partidos occidentales de los países desarrollados, aunque sin su aceptable disciplina interna, mientras que el justicialismo tiene un “acuerdo estratégico” con el Partido Comunista de China, firmado hace algún tiempo por Gildo Insfrán, en su carácter de -entonces- vicepresidente de esa fuerza. Ninguna de esas afinidades tampoco dice mucho, en ninguno de ambos casos. En el primero, porque la ortodoxa disciplina económica y política de los partidos occidentales de todo el arco ideológico es mediatizada hasta el cansancio por los locales, y en el segundo porque la planificación esencial del modelo chino no es precisamente una virtud del justicialismo, que a esta altura no tiene idea -y si la tiene, no la expresa- de las metas y objetivos que postula para el país para las próximas décadas, o años.

En suma, la Argentina es un misterio politológico. Y así le va. Sin orientaciones claras en su rumbo estratégico, marcha a los tumbos administrando coyunturas nada más que para subsistir. Su política se edifica en consignas infantiles sin conclusiones proyectuales. Su estilo es inexistente y, en todo caso, también es un misterio hasta cuándo el conglomerado de personas que vive en su territorio se tolerará recíprocamente formando un pueblo. Tal es el deterioro que se entusiasma con la novedad de un discurso de casi dos siglos de antigüedad y un estilo que destila chabacanería, el que sin embargo es admirado por “popular”, como lo fuera el (¿distinto?) de las groserías artísticas y “culturales” de la gestión anterior kirchnerista.

Hay voces lúcidas -y muchas- en nuestro país en su espacio público y aún político. Aún asumiendo la injusticia inherente a todas las generalizaciones, asombra sin embargo su incapacidad para gestar, como estamento, un proyecto común de largo plazo. En esa marcha, llega a nosotros el mundo con su nuevo paradigma, el que supera las lecturas anteriores y altera la “geografía ideológica” llevando a las viejas izquierdas a alianzas ultramontanas y las viejas derechas a ser a veces el único refugio de antiguos progresistas. Nunca el futuro -lejano y cercano- ha sido tan imprevisible.

Ricardo Lafferriere