Trece millones de argentinos viven en los cuatro mil kilómetros cuadrados del área metropolitana. Son el 40 % del país, viviendo en el 0,14 % del territorio nacional. Veintiocho millones de argentinos viven en los dos millones ochocientos mil kilómetros cuadrados restantes, el 99,85 % del territorio.
Los primeros alcanzan una densidad urbana de aproximadamente 3200 habitantes por km2, una de las más altas del mundo. Los segundos, 10 habitantes por km2, una de las más bajas.
Esa es la consecuencia de acciones y omisiones que hemos realizado los argentinos durante toda nuestra historia. Es el resultado del vaciamiento económico y político de las zonas productoras del interior, que saqueadas en sus riquezas y excedentes, se han visto y se ven castradas de posibilidades de potenciar sus procesos de desarrollo industrial e infraestructura.
Es la consecuencia de la ausencia de ley de coparticipación de impuestos, de las arbitrarias retenciones a la exportación y del vaciamiento de sus potestades políticas y económicas en un sistema económico-social hegemonizado por las complicidades corporativas que lucran con la deformación estructural de la Argentina.
La construcción social resultante de este dislate está a la vista. El conurbano es la sede de las mafias y la corrupción sistémica más atroz de nuestra historia. Allí tienen su asiento las redes de narcotráfico, tráfico de personas, desarmaderos de autos robados, cooptación de jóvenes sin futuro para las bandas delictivas, corrupción política con complicidades judiciales y policiales, atroz violencia cotidiana, desocupación y desinterés por el futuro, pobreza y marginalidad.
Han llegado y llegan diariamente compatriotas de diferentes regiones ahogadas por el vaciamiento arriba mencionado, que buscan mejor futuro pero terminan muchos de ellos cayendo en la integración a esas redes clientelares en pos del mejoramiento ilusorio de su nivel de vida y de sus horizontes de realización.
Los recursos que se saquean a las zonas productoras, por su parte, no se destinan a mejorar la vida de quienes lo necesitan y allí viven, sino a reproducir las estructuras de la infamia: aumenta la pobreza, los chicos en la calle, las familias sin techo, el hacinamiento y la inseguridad.
Sin embargo, sólo las retenciones –inconstitucionales, ilegítimas, arbitrarias- absorben a la producción alrededor de 10.000 millones de dólares al año. Es el monto equivalente al subsidio estatal, entre otras aberraciones, del consumo energético de la clase media alta, que paga el gas natural al décimo de su valor que la garrafa usada en los hogares populares.
Si fueran reemplazadas por el impuesto que grava las ganancias de las empresas dando al campo el mismo tratamiento que a cualquier contribuyente, el monto recaudado sería el mismo, estaría distribuido con mayor justicia –porque pagaría más el que más gana-, pero ingresaría a la masa coparticipable, volviendo en parte a las provincias y municipios para mejorar la infraestructura y realizar mejores políticas sociales.
Permitiría el crecimiento del interior, potenciaría las economías de los pueblos, industrializaría el país sobre la base de su producción primaria en lugar de favorecer las aventuras de los amigos del poder y mantendría a los compatriotas de las provincias en sus pueblos sin romper familias ni ilusiones.
Los productores agropecuarios –chicos, medianos y grandes, desde Buzzi hasta Biolcatti, desde De Angelis hasta Grobocopatel-, cada uno desde su papel, son parte de los cimientos del país del futuro. Los Esquenazi, los Báez, los Kirchner, los López, los Ulloa, los caciques del conurbano, las mafias sindicales que compran estancias y falsifican medicamentos, pertenecen a la Argentina deformada, decadente, corrupta y oscura.
Es inadmisible que se condene a los que crean riqueza porque defienden lo suyo, y se mantenga silencio frente a los amigos del poder que lucran con los fondos saqueados a los argentinos que invierten y trabajan. Asociarse al discurso oficial tan ligeramente es asociarse objetivamente al reciclaje de la decadencia argentina, iniciada en 1930 y potenciada en una medida orgiástica en estos últimos años, especialmente desde noviembre de 2007.
Sentaku es una palabra japonesa con dos acepciones: limpieza, y elección. Abarcan lo que soñamos para la Argentina: un país que haya limpiado sus lacras históricas, y que elija con inteligencia su futuro. Limpiamente, libremente.
martes, 3 de agosto de 2010
sábado, 10 de julio de 2010
Otra vez las retenciones...
Como en el 2008, el tema de las retenciones está ocupando el debate parlamentario y nuevamente chocan, en las diferentes posiciones, las visiones diferentes sobre el país que subyacen en las diversas fuerzas políticas. Esas visiones diferentes no se identifican con una u otra fuerza partidaria, sino que las atraviesan horizontalmente, principalmente a las mayoritarias. Un acercamiento en su análisis indica que es lógico que así ocurra.
Hoy el debate renace al tener que definir el Congreso las “facultades delegadas” que mantendrá el Poder Ejecutivo, ante su próximo y tardío vencimiento. Adelantemos que en el caso de las retenciones, esa delegación no fue decidida por el parlamento, sino por el gobierno de facto que redactó el Código Aduanero, en tiempos de la “Revolución Argentina” y el presidente Onganía.
Los impuestos a la exportación estuvieron prohibidos expresamente en nuestra Constitución, que los habilitó con carácter excepcional para financiar la guerra del Paraguay. A partir de ese momento, nunca desaparecieron, aunque en tasas sustancialmente inferiores a las actuales y decididas por ley, como deben serlo todos los impuestos.
Las retenciones confiscan ingresos generados por los productores agropecuarios que se han destinanado históricamente a diferentes finalidades, desde sostener el presupuesto en tiempos de ajustes, devaluaciones e inflación, hasta usarlas como herramientas de distribución de ingresos marginando el debate fiscal parlamentario.
Entre otros males, han sido una de las principales causas de la deformación estructural del país: el 40 % de la población argentina está concentrada en el núcleo urbano porturario y alrededores (trece millones de compatriotas en 4000 k2, a razón de 3200 por km2, una de las tasas más altas del mundo), mientras el 60 % restante (veintiocho millones de argentinos) ocupan 2.800.000 km2, a razón de .. ¡10 habitantes por km2! ... (una de las más bajas del mundo....)
La concentración ha sido el resultado de privar al país productor de sus ingresos y consecuentemente de su camino de industrialización, para derivarlo en la red de complicidades corporativas. El país interior fue privado de sus posibilidades de crecimiento, de generación de empresas, fuentes de trabajo, infraestructura, investigación científica, educación, servicios médicos de excelencia, y vaciado del juego de su política.
Las retenciones provocaron el vaciamiento político y económico del interior. Las legislaturas y concejos deliberantes, los gobernadores y los intendentes, dejaron de ser la herramienta de la voluntad de sus pueblos para convertirse en simples foros de discusión sin incidencia real alguna en el destino de sus respectivas comunidades. Y el estancamiento resultante generó la migración interna que no se detiene, como lo muestra el crecimiento de las urbanizaciones informales que en los últimos años han atraído incluso a miles de ciudadanos de países limítrofes.
El núcleo urbano resultante es la sede de las mayores redes de corrupción, delincuencia, tráfico de estupefacientes, violencia criminal, asiento de complicidades delictivas que incluye a burocracias policiales, judiciales y políticas, empresarios protegidos, mafias sindicales.... todos lucrando con millones de personas sometidas a la humillación del clientelismo, sostenidos por la impostura ideológica del populismo que se invoca “progresista” mientras mantiene en la pobreza extrema a quienes con cuyo disciplinamiento edifica su lastre hacia el pasado.
La Argentina, a partir del 2008, ha visto a sus ciudadanos protagonizar por primera vez en muchas décadas una defensa directa de sus derechos, no motorizada por estamentos corporativos sino por sus intereses más elementales. Han sido compatriotas que no reciben ningún el regalo de ningún “bien social” sino que sufren la confiscación del fruto de su trabajo tesonero, de su esfuerzo inversor, de su ahorro, de su futuro. Se trata de personas que no viven de los fondos públicos sino que pagan todo lo que usan, desde sus insumos hasta sus infraestructuras, desde sus cooperadoras escolares, hospitalarias y judiciales hasta muchas veces sus propios caminos. Compatriotas que jamás negarían –como no lo han hecho- su aporte para sostener un esfuerzo nacional compartido para erradicar la pobreza, pero que ya no toleran en silencio que ese esfuerzo no se enmarque en la Constitución, las leyes y sus propios derechos ciudadanos.
De un lado está la Argentina del pasado, corporativa y prebendaria, populista y antidemocrática, arbitraria, deformada e intolerante. Del otro, la Argentina vital de sus zonas productivas, democrática y solidaria, abierta y plural, verdaderamente progresista. Esas “placas tectónicas” atraviesan, como está dicho, las fuerzas políticas aunque sus bordes no se expresen con nitidez en sus debates internos. No tenerlo en claro es la mejor forma de atarnos al estancamiento, a la pobreza secular, a la polarización social creciente, a la violencia y a la falta de futuro mediante la impostura de definiciones presuntamente ideológicas que hace tiempo han desmerecido.
Sostener que los argentinos deben dejar en la voluntad discrecional del Poder Ejecutivo la facultad de apropiarse, por decreto, de ingresos de sus ciudadanos, no es progresista: es premoderno. No es compatible con el estado de derecho, ni con la letra constitucional.
El financiamiento del Estado, así como sus objetivos, debe ser establecido por el Congreso porque es la base constitutiva de una sociedad democrática. Para eso están los legisladores, para eso los argentinos sostienen la institución parlamentaria con recursos, aseguran su independencia con inmunidades y emolumentos públicos y les dan seguridad en sus cargos. El argumento de la “dificultad en reunir el parlamento” es de una sustancial endeblez moral y política. Los parlamentarios estarían de más si renunciaran a su facultad principal, que es definir los objetivos del Estado, su financiamiento y su control.
Si los argentinos deciden hacer “política económica” con los impuestos, deben discutirlo en forma abierta y transparente, como sólo puede hacerse en las Cámaras legislativas, en el marco de la normas de la Constitución. De lo contrario, se repetirán las deformaciones escandalosas de las que estamos siendo testigos, con valijas cargadas de dinero, fideicomisos sin control, obras públicas de precios desmedidos y correlativos crecimientos desbordantes e injustificados de los funcionarios ejecutivos.
Definir impuestos en la penumbra de los despachos y los acuerdos secretos en los Ministerios es, además, la mejor forma de reciclar complicidades, realizar negociados con fondos públicos, presionar a gobernadores e intendentes, privilegiar empresarios amigos, construir clientelismo, reciclar el estancamiento.
Los argentinos no merecen eso de sus legisladores.
Ricardo Lafferriere
Hoy el debate renace al tener que definir el Congreso las “facultades delegadas” que mantendrá el Poder Ejecutivo, ante su próximo y tardío vencimiento. Adelantemos que en el caso de las retenciones, esa delegación no fue decidida por el parlamento, sino por el gobierno de facto que redactó el Código Aduanero, en tiempos de la “Revolución Argentina” y el presidente Onganía.
Los impuestos a la exportación estuvieron prohibidos expresamente en nuestra Constitución, que los habilitó con carácter excepcional para financiar la guerra del Paraguay. A partir de ese momento, nunca desaparecieron, aunque en tasas sustancialmente inferiores a las actuales y decididas por ley, como deben serlo todos los impuestos.
Las retenciones confiscan ingresos generados por los productores agropecuarios que se han destinanado históricamente a diferentes finalidades, desde sostener el presupuesto en tiempos de ajustes, devaluaciones e inflación, hasta usarlas como herramientas de distribución de ingresos marginando el debate fiscal parlamentario.
Entre otros males, han sido una de las principales causas de la deformación estructural del país: el 40 % de la población argentina está concentrada en el núcleo urbano porturario y alrededores (trece millones de compatriotas en 4000 k2, a razón de 3200 por km2, una de las tasas más altas del mundo), mientras el 60 % restante (veintiocho millones de argentinos) ocupan 2.800.000 km2, a razón de .. ¡10 habitantes por km2! ... (una de las más bajas del mundo....)
La concentración ha sido el resultado de privar al país productor de sus ingresos y consecuentemente de su camino de industrialización, para derivarlo en la red de complicidades corporativas. El país interior fue privado de sus posibilidades de crecimiento, de generación de empresas, fuentes de trabajo, infraestructura, investigación científica, educación, servicios médicos de excelencia, y vaciado del juego de su política.
Las retenciones provocaron el vaciamiento político y económico del interior. Las legislaturas y concejos deliberantes, los gobernadores y los intendentes, dejaron de ser la herramienta de la voluntad de sus pueblos para convertirse en simples foros de discusión sin incidencia real alguna en el destino de sus respectivas comunidades. Y el estancamiento resultante generó la migración interna que no se detiene, como lo muestra el crecimiento de las urbanizaciones informales que en los últimos años han atraído incluso a miles de ciudadanos de países limítrofes.
El núcleo urbano resultante es la sede de las mayores redes de corrupción, delincuencia, tráfico de estupefacientes, violencia criminal, asiento de complicidades delictivas que incluye a burocracias policiales, judiciales y políticas, empresarios protegidos, mafias sindicales.... todos lucrando con millones de personas sometidas a la humillación del clientelismo, sostenidos por la impostura ideológica del populismo que se invoca “progresista” mientras mantiene en la pobreza extrema a quienes con cuyo disciplinamiento edifica su lastre hacia el pasado.
La Argentina, a partir del 2008, ha visto a sus ciudadanos protagonizar por primera vez en muchas décadas una defensa directa de sus derechos, no motorizada por estamentos corporativos sino por sus intereses más elementales. Han sido compatriotas que no reciben ningún el regalo de ningún “bien social” sino que sufren la confiscación del fruto de su trabajo tesonero, de su esfuerzo inversor, de su ahorro, de su futuro. Se trata de personas que no viven de los fondos públicos sino que pagan todo lo que usan, desde sus insumos hasta sus infraestructuras, desde sus cooperadoras escolares, hospitalarias y judiciales hasta muchas veces sus propios caminos. Compatriotas que jamás negarían –como no lo han hecho- su aporte para sostener un esfuerzo nacional compartido para erradicar la pobreza, pero que ya no toleran en silencio que ese esfuerzo no se enmarque en la Constitución, las leyes y sus propios derechos ciudadanos.
De un lado está la Argentina del pasado, corporativa y prebendaria, populista y antidemocrática, arbitraria, deformada e intolerante. Del otro, la Argentina vital de sus zonas productivas, democrática y solidaria, abierta y plural, verdaderamente progresista. Esas “placas tectónicas” atraviesan, como está dicho, las fuerzas políticas aunque sus bordes no se expresen con nitidez en sus debates internos. No tenerlo en claro es la mejor forma de atarnos al estancamiento, a la pobreza secular, a la polarización social creciente, a la violencia y a la falta de futuro mediante la impostura de definiciones presuntamente ideológicas que hace tiempo han desmerecido.
Sostener que los argentinos deben dejar en la voluntad discrecional del Poder Ejecutivo la facultad de apropiarse, por decreto, de ingresos de sus ciudadanos, no es progresista: es premoderno. No es compatible con el estado de derecho, ni con la letra constitucional.
El financiamiento del Estado, así como sus objetivos, debe ser establecido por el Congreso porque es la base constitutiva de una sociedad democrática. Para eso están los legisladores, para eso los argentinos sostienen la institución parlamentaria con recursos, aseguran su independencia con inmunidades y emolumentos públicos y les dan seguridad en sus cargos. El argumento de la “dificultad en reunir el parlamento” es de una sustancial endeblez moral y política. Los parlamentarios estarían de más si renunciaran a su facultad principal, que es definir los objetivos del Estado, su financiamiento y su control.
Si los argentinos deciden hacer “política económica” con los impuestos, deben discutirlo en forma abierta y transparente, como sólo puede hacerse en las Cámaras legislativas, en el marco de la normas de la Constitución. De lo contrario, se repetirán las deformaciones escandalosas de las que estamos siendo testigos, con valijas cargadas de dinero, fideicomisos sin control, obras públicas de precios desmedidos y correlativos crecimientos desbordantes e injustificados de los funcionarios ejecutivos.
Definir impuestos en la penumbra de los despachos y los acuerdos secretos en los Ministerios es, además, la mejor forma de reciclar complicidades, realizar negociados con fondos públicos, presionar a gobernadores e intendentes, privilegiar empresarios amigos, construir clientelismo, reciclar el estancamiento.
Los argentinos no merecen eso de sus legisladores.
Ricardo Lafferriere
miércoles, 7 de julio de 2010
Jubilaciones y números
Una de las consecuencias más directas de la aceleración inflacionaria es la dráctica caída del valor real de las prestaciones previsionales. Esto ha instalado en el debate la endeblez del sistema, apoyado en la discrecionalidad y el voluntarismo, y carente de previsiones serias sobre su sustentabilidad.
Si el sistema mantenía un fragil equilibrio hasta el inicio del gobierno de los Kirchner, su decisión de incorporar el 80 por ciento más de beneficiarios sin aportes entre el 2003 y el 2010 lo llevó a tomar decisiones disparatadas en términos económicos, jurídicos y éticos.
En primer término se decidió financiar a los nuevos jubilados mediante la reducción de los haberes mayores, lo que se llevó a cabo congelando las prestaciones mayores a $ 1000. Bueno es recordar que quienes tenían haberes mayores no era porque hubieran cometido algún ilícito o apropiado de recursos ajenos, sino que habían aportado durante toda su vida importes sustancialmente mayores a la mínima. Fueron condenados por los Kirchner, en lo que debieran ser sus años dorados, a reducir su nivel de vida a niveles de subsistencia.
En segundo término, como eso no alcanzaba, decidieron apropiarse de los ahorros previsionales de quienes habían sido instados a ahorrar para ocuparse por su propia responsabilidad de incrementar su haber básico –esta vez, acompañados por el peronismo, el retroprogresismo y los socialistas-. La suma confiscada fue convertida en “fondo de sustentabilidad previsional”, y alcanza hoy a aproximadamente 150.000 millones de pesos, de los cuales más de 90.000 millones (60 %) están ¡prestados al Estado!...
En tercer término, como esto tampoco alcanzaba, los Kirchner decidieron licuar el haber previsional impulsando una ley abtrusa, de imposible comprensión, pero cuya consecuencia es la reducción inexorable y sistemática de los haberes activos, a la que calificaron de “Ley de movilidad jubilatoria”. Los haberes se actualizan mediante la aplicación de dos índices –la recaudación y la evolución salarial- pero no utilizando el mayor, ni siquiera el promedio de ambos, sino “el que sea menor”. Como consecuencia, a medida que el tiempo transcurre los haberes previsionales caen progresiva y acumulativamente.
Hoy el sistema mantiene en haberes mínimos el 80 % de los prestatarios –cuando llegaron los Kirchner, eran menos del 20 %- y resiste juicios de más de 350.000 jubilados que colapsan los juzgados federales de la seguridad social, no cumpliendo las sentencias judiciales –lo que es una burla a los derechos básicos de los ciudadanos que reclaman-.
Los objetivos que se persiguieron, curiosamente, no pueden dejar de ser compartidos. ¿Está mal garantizar un piso de dignidad a todos los argentinos que superen la edad de estar aptos para trabajar, pongamos por caso los 70 años? Por supuesto que no. Lo que está mal es cargarles ese fardo a los jubilados y hacerlo con su dinero, el que han ahorrado durante su vida activa para tener un futuro tranquilo. Si el país toma ese decisión, debe decidir también cómo lo financia, en forma equitativa. Pero para los Kirchner, el manotazo es más facil.
¿Está mal garantizar un ingreso universal a la niñez? Por supuesto que no. Ha sido un reclamo de quienes hoy son opositores –los radicales, con su primer proyecto presentado durante los noventa, luego Elisa Carrió que lo convirtió en su proyecto bandera, hasta que los Kirchner decidieron implementarlo-. La diferencia, sin embargo, es quién lo financia. En los proyectos parlamentarios se establecía un sofisticado mecanismo de impuestos y excenciones, redistribuyendo gastos. Para los Kirchner, el manotazo era más facil. ¿De dónde? Pues... de la caja de los jubilados.
Una vez que tuvieron la idea, lo siguiente fue patético. Negociados de sindicalistas corruptos, proveedores amigos y mafias, como los déficits de Aerolíneas; empresas multinacionales, como General Motors financiando nuevos modelos de autos; dislates como el “fútbol para todos” y despilfarro comprando decodificadores sin licitación ni control, cualquier ocurrencia presidencial había encontrado en la “cajita feliz” de la ANSES su proveedora de recursos.
Hoy, la situación de los jubilados quedó desnudada por la estampida inflacionaria. Un jubilado no llega a 900 pesos. Un pensionado, apenas supera los 700. El promedio jubilatorio general es de poco más de 1100 pesos. Pero el piso de subsistencia, por su parte, supera los 2000.
Frente a esta realidad dramática de seis millones de compatriotas de edad madura, la propuesta opositora es sensata: el 82 % del Sueldo Mínimo, Vital y Móvil, como piso del haber previsional. “Es demencial”, exclama, sin criterio, un desmedido Aníbal Fernández. “Nos costará 150.000 millones de pesos”, declara desaforado un mendaz Néstor Kirchner. El cálculo real, sin embargo, es que costará alrededor de 30.000 millones más que los montos que actualmente demanda el sistema.
Con el sistema actual, los recursos asignados para el pago de prestaciones previsionales son de aproximadamente 95.000 millones anuales, de los cuales 90.000 tienen origen en aportes y 20.000 millones en impuestos –IVA y ganancias-, con lo que el superávit es de aproximadamente 10.000 millones, gastados en el ingreso a la niñez y las ocurrencias presidenciales.
Lo que está en juego no es poco dinero, pero tampoco es inaccesible, si tenemos en cuenta que el gasto total anual del presupuesto nacional, supera los $ 350.000 millones y que las empresas amigas del gobierno reciben más de 40.000 millones por año en subsidios, la mayoría de los mismos sin control ni auditoría.
Por supuesto que será necesario reasignar partidas, estudiar en forma medulosa el financiamiento, y quizás también comprender que en un mundo en el que el trabajo estable ha entrado en un declive estructural, es imposible vincular “aportes” con “beneficiarios”, como en los años felices de la mitad del siglo XX. Hoy habría que rediscutir todo, por supuesto que respetando los derechos adquiridos, pero tomando nota que el problema no sólo no desaparecerá sino que se agrandará.
Hoy hay que estudiar la implementación de un ingreso universal que establezca un piso de ciudadanía, comenzando por niños y ancianos, financiados por los sectores activos de la economía –única fuente legítima y autosustentable-. En ese propósito deben tenerse en cuenta las necesidades de reinversión, de desarrollo tecnológico para reciclar el crecimiento, de preservar el capital de trabajo. Pero deben estar presentes, como guías fundamentales, los derechos constitucionales, la racionalidad económica y la ética fundamental de cualquier sociedad que busca la integración y la inclusión: cuidar a sus niños y sus viejos.
Y deberá aplicarse la “doctrina Barrionuevo”, esa sí, en forma inapelable, aunque con una ampliación: habrá que dejar de robar, pero por mucho más tiempo que dos años.
Un país maduro tomaría esta crisis como una oportunidad para buscar consensos de largo plazo, sustentables e inteligentes. Sin los Kirchner, es posible que así actuaría la Argentina. Pero para eso, faltan por lo menos tres semestres. Mientras, seguramente seguiremos escuchando alaridos. Los jubilados sintiéndose armas de combate político. Y los argentinos, apretándose los bolsillos con el miedo al nuevo manotazo, que puede venir en cualquier momento, de cualquier lado.
Ricardo Lafferriere
Si el sistema mantenía un fragil equilibrio hasta el inicio del gobierno de los Kirchner, su decisión de incorporar el 80 por ciento más de beneficiarios sin aportes entre el 2003 y el 2010 lo llevó a tomar decisiones disparatadas en términos económicos, jurídicos y éticos.
En primer término se decidió financiar a los nuevos jubilados mediante la reducción de los haberes mayores, lo que se llevó a cabo congelando las prestaciones mayores a $ 1000. Bueno es recordar que quienes tenían haberes mayores no era porque hubieran cometido algún ilícito o apropiado de recursos ajenos, sino que habían aportado durante toda su vida importes sustancialmente mayores a la mínima. Fueron condenados por los Kirchner, en lo que debieran ser sus años dorados, a reducir su nivel de vida a niveles de subsistencia.
En segundo término, como eso no alcanzaba, decidieron apropiarse de los ahorros previsionales de quienes habían sido instados a ahorrar para ocuparse por su propia responsabilidad de incrementar su haber básico –esta vez, acompañados por el peronismo, el retroprogresismo y los socialistas-. La suma confiscada fue convertida en “fondo de sustentabilidad previsional”, y alcanza hoy a aproximadamente 150.000 millones de pesos, de los cuales más de 90.000 millones (60 %) están ¡prestados al Estado!...
En tercer término, como esto tampoco alcanzaba, los Kirchner decidieron licuar el haber previsional impulsando una ley abtrusa, de imposible comprensión, pero cuya consecuencia es la reducción inexorable y sistemática de los haberes activos, a la que calificaron de “Ley de movilidad jubilatoria”. Los haberes se actualizan mediante la aplicación de dos índices –la recaudación y la evolución salarial- pero no utilizando el mayor, ni siquiera el promedio de ambos, sino “el que sea menor”. Como consecuencia, a medida que el tiempo transcurre los haberes previsionales caen progresiva y acumulativamente.
Hoy el sistema mantiene en haberes mínimos el 80 % de los prestatarios –cuando llegaron los Kirchner, eran menos del 20 %- y resiste juicios de más de 350.000 jubilados que colapsan los juzgados federales de la seguridad social, no cumpliendo las sentencias judiciales –lo que es una burla a los derechos básicos de los ciudadanos que reclaman-.
Los objetivos que se persiguieron, curiosamente, no pueden dejar de ser compartidos. ¿Está mal garantizar un piso de dignidad a todos los argentinos que superen la edad de estar aptos para trabajar, pongamos por caso los 70 años? Por supuesto que no. Lo que está mal es cargarles ese fardo a los jubilados y hacerlo con su dinero, el que han ahorrado durante su vida activa para tener un futuro tranquilo. Si el país toma ese decisión, debe decidir también cómo lo financia, en forma equitativa. Pero para los Kirchner, el manotazo es más facil.
¿Está mal garantizar un ingreso universal a la niñez? Por supuesto que no. Ha sido un reclamo de quienes hoy son opositores –los radicales, con su primer proyecto presentado durante los noventa, luego Elisa Carrió que lo convirtió en su proyecto bandera, hasta que los Kirchner decidieron implementarlo-. La diferencia, sin embargo, es quién lo financia. En los proyectos parlamentarios se establecía un sofisticado mecanismo de impuestos y excenciones, redistribuyendo gastos. Para los Kirchner, el manotazo era más facil. ¿De dónde? Pues... de la caja de los jubilados.
Una vez que tuvieron la idea, lo siguiente fue patético. Negociados de sindicalistas corruptos, proveedores amigos y mafias, como los déficits de Aerolíneas; empresas multinacionales, como General Motors financiando nuevos modelos de autos; dislates como el “fútbol para todos” y despilfarro comprando decodificadores sin licitación ni control, cualquier ocurrencia presidencial había encontrado en la “cajita feliz” de la ANSES su proveedora de recursos.
Hoy, la situación de los jubilados quedó desnudada por la estampida inflacionaria. Un jubilado no llega a 900 pesos. Un pensionado, apenas supera los 700. El promedio jubilatorio general es de poco más de 1100 pesos. Pero el piso de subsistencia, por su parte, supera los 2000.
Frente a esta realidad dramática de seis millones de compatriotas de edad madura, la propuesta opositora es sensata: el 82 % del Sueldo Mínimo, Vital y Móvil, como piso del haber previsional. “Es demencial”, exclama, sin criterio, un desmedido Aníbal Fernández. “Nos costará 150.000 millones de pesos”, declara desaforado un mendaz Néstor Kirchner. El cálculo real, sin embargo, es que costará alrededor de 30.000 millones más que los montos que actualmente demanda el sistema.
Con el sistema actual, los recursos asignados para el pago de prestaciones previsionales son de aproximadamente 95.000 millones anuales, de los cuales 90.000 tienen origen en aportes y 20.000 millones en impuestos –IVA y ganancias-, con lo que el superávit es de aproximadamente 10.000 millones, gastados en el ingreso a la niñez y las ocurrencias presidenciales.
Lo que está en juego no es poco dinero, pero tampoco es inaccesible, si tenemos en cuenta que el gasto total anual del presupuesto nacional, supera los $ 350.000 millones y que las empresas amigas del gobierno reciben más de 40.000 millones por año en subsidios, la mayoría de los mismos sin control ni auditoría.
Por supuesto que será necesario reasignar partidas, estudiar en forma medulosa el financiamiento, y quizás también comprender que en un mundo en el que el trabajo estable ha entrado en un declive estructural, es imposible vincular “aportes” con “beneficiarios”, como en los años felices de la mitad del siglo XX. Hoy habría que rediscutir todo, por supuesto que respetando los derechos adquiridos, pero tomando nota que el problema no sólo no desaparecerá sino que se agrandará.
Hoy hay que estudiar la implementación de un ingreso universal que establezca un piso de ciudadanía, comenzando por niños y ancianos, financiados por los sectores activos de la economía –única fuente legítima y autosustentable-. En ese propósito deben tenerse en cuenta las necesidades de reinversión, de desarrollo tecnológico para reciclar el crecimiento, de preservar el capital de trabajo. Pero deben estar presentes, como guías fundamentales, los derechos constitucionales, la racionalidad económica y la ética fundamental de cualquier sociedad que busca la integración y la inclusión: cuidar a sus niños y sus viejos.
Y deberá aplicarse la “doctrina Barrionuevo”, esa sí, en forma inapelable, aunque con una ampliación: habrá que dejar de robar, pero por mucho más tiempo que dos años.
Un país maduro tomaría esta crisis como una oportunidad para buscar consensos de largo plazo, sustentables e inteligentes. Sin los Kirchner, es posible que así actuaría la Argentina. Pero para eso, faltan por lo menos tres semestres. Mientras, seguramente seguiremos escuchando alaridos. Los jubilados sintiéndose armas de combate político. Y los argentinos, apretándose los bolsillos con el miedo al nuevo manotazo, que puede venir en cualquier momento, de cualquier lado.
Ricardo Lafferriere
domingo, 27 de junio de 2010
Estímulo o ajuste, el debate aparente
La diferencia de opiniones entre Sarcozy y Cristina Fernández en la reunión de Toronto del G-20 sobre las políticas más adecuadas para sortear la crisis (diferencia magnificada posteriormente ante la prensa por la presidenta argentina) refleja la doble estrategia que aparentemente chocan argumentalmente en estos días en el mundo: planes de estímulo de la actividad económica, o ajuste fiscal.
La realidad es más complicada que elegir “uno u otro camino”. Porque la verdad es que la crisis se presenta de diferentes formas en los distintos escenarios, y requiere soluciones diferentes.
En Estados Unidos el problema es la caída de actividad a raíz del pánico provocado por la caída del sistema financiero. Y USA es un país que tiene aún capacidad de endeudamiento sin provocar inflación, por tratarse de la principal potencia mundial y último lugar de reserva de los capitales de todo el planeta. Aún en el medio de su implosión –hace 12 meses- siguió recibiendo ahorros del resto del mundo en forma ininterrumpida. Ello le permitió, en consecuencia, destinar recursos para mantener la actividad económica por la forma en que lo decidieron sus cuerpos políticos, luego de una intensa discusión y acuerdo parlamentario.
No es inoportuno recordar que el paquete aprobado por el Congreso norteamericano fue el fruto de un acuerdo bipartidario, y que su discusión comenzó en el medio de una transición presidencial, iniciado por el presidente Bush y continuado por el presidente Obama. Tampoco lo es advertir que a pesar de la inmensa cantidad de recursos volcados al sistema, su índice de inflación no se ha movido. Es previsible que cuando ello comience a ocurrir, la Reserva Federal comience a retirar el dinero prestado aumentando la tasa de interés, y el gobierno comience su esfuerzo para recuperar el equilibrio fiscal.
En Europa, la situación es diferente. La caída de actividad fue producida por un excesivo endeudamiento público que no tuvo como respaldo la fuerte confianza que despierta en el mundo el país del norte sino, al contrario, provocó dudas en los inversores por la caída de su productividad promedio, resultado de la sobrevaluación resultante del Euro. No recibe ahorros del resto del mundo, sino que sufre la huida de sus ahorros. No tiene capacidad de mayor endeudamiento, porque no tiene quien le preste. Y aunque quiera impulsar la actividad con recursos fiscales, éstos no están disponibles ni existe una fuente casi ilimitada –en la coyuntura- de ellos, como sí tienen los Estados Unidos.
Europa no tiene otro camino que la austeridad fiscal, para nivelar sus cuentas y demostrar que puede pagar sus deudas, a fin de retener y atraer capitales, y recuperar capacidad de ahorro y de inversión. Económicamente, por su parte, su competitividad está atravesada con una situación diversa entre sus países miembros que dificulta una acción unificada. Si quisiera hacer lo que hace Estados Unidos, provocaría en su seno una presión inflacionaria inmediata, ya que debería deteriorar el valor de su moneda, y en el contexto europeo la inflación es inmediatamente relacionada con los traumas del siglo XX. Fue la hiperinflación alemana lo que provocó el surgimiento del nazismo, y el origen de la segunda guerra mundial. La unidad europea, y el propio Euro como unidad monetaria común, se enmarca en un proyecto político sustancialmente más importante que la crisis, al punto que la ruptura de la unidad europea tendría efectos sísmicos que trascenderían el viejo continente para afectar duramente a toda la economía mundial.
Esta doble realidad es lo que explica la aparente contradicción de Obama, que impulsa el paquete de ayuda en su economía, mientras presta respaldo a los enormes esfuerzos que están realizando los países europeos, sin diferencias de orígenes políticos, para poner en línea sus finanzas públicas y recuperar confianza, desde Rodríguez Zapatero a Cameron, desde Sarkozy a Merkel. O sea, socialdemócratas, conservadores, populares y demócratas cristianos.
Los países en desarrollo también tienen situaciones diferentes. Es muy distinta la situación de Brasil, excedentario en capitales y receptor de ahorros del resto del mundo –lo que lo acerca a Estados Unidos- pero con riesgos en su productividad ya que, al recibir tantos recursos externos se revalúa su moneda y ello puede golpear su índice inflacionario y su competitividad externa y acarrearle dificultades en su sector productivo. Esa circunstancia lleva a Brasil a mantener activas sus tasas de interés internas positivas, para prevenir ambos peligros.
La Argentina, por su parte, está siendo llevada hacia una crisis inflacionaria por la rudimentaria aplicación de políticas expansivas cuando no existen recursos genuinos para sostenerlas, ni capacidad de crédito, ni disposición inversora por la desaparición de la seguridad jurídica imprescindible para decidir inversiones de riesgo en el sector productivo. La política cambiaria, por su parte, al ser utilizada con fines antiinflacionarios, provoca el retraso del tipo de cambio y afecta la balanza comercial, tanto como la balanza de capitales. La primera, porque estimula las importaciones, que se hacen baratas. Y la segunda, porque estimula la fuga de divisas, ante la incertidumbre –fiscal, política, jurídica y económica- y la intuición de que el proceso terminará desembocando en una devaluación, como tantas veces ha ocurrido cuando se ha tomado un camino similar.
La economía es más sutil que distribuir papel pintado sin valor, creyendo que de esa forma se distribuye riqueza. En algún tiempo, más corto que largo, la Argentina puede encontrarse con los males de los dos escenarios. La inflación escapada de control puede disparar una crisis hiperinflacionaria, mientras la deuda pública se encontrará a niveles inmanejables y los sectores retrasados (jubilados, trabajadores informales, sindicatos más débiles, empleados públicos) pueden estar sufriendo un nivel de pobreza y carencias como las que vivieron en la crisis de cambio de siglo. Una nueva recesión sería, en este escenario, la desembocadura inexorable de mirar sólo una parte de la realidad y de creer, además, que puede interpretarse esa parte con lentes ideológicos.
El “contencioso” entre Sarkozy y Fernández de Kirchner debe leerse en consecuencia en clave de “puesta en escena” de la presidenta argentina que habla en el exterior hacia su público interno, al que mantiene adormecido en su comprensión de la crisis económica mediante la secuela narcotizante en el corto plazo del “efecto riqueza”, útil en términos políticos coyunturales pero muy peligroso en términos de sus consecuencias de mediano y largo plazo.
No es una discusión “ideológica”, ni mucho menos “intelectual”. Es, como la mayoría de los relatos kirchneristas, lo que le conviene decir hoy, que seguramente cambiará mañana, tal como cambió el endiosamiento de los “superávits gemelos” (¿recuerdan?), presentados, en su momento, como la piedra filosofal de la doctrina kirchnerista y hoy convertidos en recuerdos molestos de épocas gloriosas tan evanescentes como la prosperidad de utilería de estos días.
La situación argentina no es mala, pero va mal. Para ir bien debería asumir la realidad, evitar los riesgos inflacionarios, recrear la seguridad integral que entusiasme a emprendedores y empresarios, a inversores y ahorristas, y aprovechar el momento para vincularse con un mundo que está comenzando a expandirse en sus dos motores principales, Estados Unidos y China. Extremos que no están al alcance, lamentabemente, de una administración caracterizada por la falsificación de estadísticas, la endeblez del discurso, la fragilidad jurídica y la demonización de quienes no piensen como ellos.
Ricardo Lafferriere
La realidad es más complicada que elegir “uno u otro camino”. Porque la verdad es que la crisis se presenta de diferentes formas en los distintos escenarios, y requiere soluciones diferentes.
En Estados Unidos el problema es la caída de actividad a raíz del pánico provocado por la caída del sistema financiero. Y USA es un país que tiene aún capacidad de endeudamiento sin provocar inflación, por tratarse de la principal potencia mundial y último lugar de reserva de los capitales de todo el planeta. Aún en el medio de su implosión –hace 12 meses- siguió recibiendo ahorros del resto del mundo en forma ininterrumpida. Ello le permitió, en consecuencia, destinar recursos para mantener la actividad económica por la forma en que lo decidieron sus cuerpos políticos, luego de una intensa discusión y acuerdo parlamentario.
No es inoportuno recordar que el paquete aprobado por el Congreso norteamericano fue el fruto de un acuerdo bipartidario, y que su discusión comenzó en el medio de una transición presidencial, iniciado por el presidente Bush y continuado por el presidente Obama. Tampoco lo es advertir que a pesar de la inmensa cantidad de recursos volcados al sistema, su índice de inflación no se ha movido. Es previsible que cuando ello comience a ocurrir, la Reserva Federal comience a retirar el dinero prestado aumentando la tasa de interés, y el gobierno comience su esfuerzo para recuperar el equilibrio fiscal.
En Europa, la situación es diferente. La caída de actividad fue producida por un excesivo endeudamiento público que no tuvo como respaldo la fuerte confianza que despierta en el mundo el país del norte sino, al contrario, provocó dudas en los inversores por la caída de su productividad promedio, resultado de la sobrevaluación resultante del Euro. No recibe ahorros del resto del mundo, sino que sufre la huida de sus ahorros. No tiene capacidad de mayor endeudamiento, porque no tiene quien le preste. Y aunque quiera impulsar la actividad con recursos fiscales, éstos no están disponibles ni existe una fuente casi ilimitada –en la coyuntura- de ellos, como sí tienen los Estados Unidos.
Europa no tiene otro camino que la austeridad fiscal, para nivelar sus cuentas y demostrar que puede pagar sus deudas, a fin de retener y atraer capitales, y recuperar capacidad de ahorro y de inversión. Económicamente, por su parte, su competitividad está atravesada con una situación diversa entre sus países miembros que dificulta una acción unificada. Si quisiera hacer lo que hace Estados Unidos, provocaría en su seno una presión inflacionaria inmediata, ya que debería deteriorar el valor de su moneda, y en el contexto europeo la inflación es inmediatamente relacionada con los traumas del siglo XX. Fue la hiperinflación alemana lo que provocó el surgimiento del nazismo, y el origen de la segunda guerra mundial. La unidad europea, y el propio Euro como unidad monetaria común, se enmarca en un proyecto político sustancialmente más importante que la crisis, al punto que la ruptura de la unidad europea tendría efectos sísmicos que trascenderían el viejo continente para afectar duramente a toda la economía mundial.
Esta doble realidad es lo que explica la aparente contradicción de Obama, que impulsa el paquete de ayuda en su economía, mientras presta respaldo a los enormes esfuerzos que están realizando los países europeos, sin diferencias de orígenes políticos, para poner en línea sus finanzas públicas y recuperar confianza, desde Rodríguez Zapatero a Cameron, desde Sarkozy a Merkel. O sea, socialdemócratas, conservadores, populares y demócratas cristianos.
Los países en desarrollo también tienen situaciones diferentes. Es muy distinta la situación de Brasil, excedentario en capitales y receptor de ahorros del resto del mundo –lo que lo acerca a Estados Unidos- pero con riesgos en su productividad ya que, al recibir tantos recursos externos se revalúa su moneda y ello puede golpear su índice inflacionario y su competitividad externa y acarrearle dificultades en su sector productivo. Esa circunstancia lleva a Brasil a mantener activas sus tasas de interés internas positivas, para prevenir ambos peligros.
La Argentina, por su parte, está siendo llevada hacia una crisis inflacionaria por la rudimentaria aplicación de políticas expansivas cuando no existen recursos genuinos para sostenerlas, ni capacidad de crédito, ni disposición inversora por la desaparición de la seguridad jurídica imprescindible para decidir inversiones de riesgo en el sector productivo. La política cambiaria, por su parte, al ser utilizada con fines antiinflacionarios, provoca el retraso del tipo de cambio y afecta la balanza comercial, tanto como la balanza de capitales. La primera, porque estimula las importaciones, que se hacen baratas. Y la segunda, porque estimula la fuga de divisas, ante la incertidumbre –fiscal, política, jurídica y económica- y la intuición de que el proceso terminará desembocando en una devaluación, como tantas veces ha ocurrido cuando se ha tomado un camino similar.
La economía es más sutil que distribuir papel pintado sin valor, creyendo que de esa forma se distribuye riqueza. En algún tiempo, más corto que largo, la Argentina puede encontrarse con los males de los dos escenarios. La inflación escapada de control puede disparar una crisis hiperinflacionaria, mientras la deuda pública se encontrará a niveles inmanejables y los sectores retrasados (jubilados, trabajadores informales, sindicatos más débiles, empleados públicos) pueden estar sufriendo un nivel de pobreza y carencias como las que vivieron en la crisis de cambio de siglo. Una nueva recesión sería, en este escenario, la desembocadura inexorable de mirar sólo una parte de la realidad y de creer, además, que puede interpretarse esa parte con lentes ideológicos.
El “contencioso” entre Sarkozy y Fernández de Kirchner debe leerse en consecuencia en clave de “puesta en escena” de la presidenta argentina que habla en el exterior hacia su público interno, al que mantiene adormecido en su comprensión de la crisis económica mediante la secuela narcotizante en el corto plazo del “efecto riqueza”, útil en términos políticos coyunturales pero muy peligroso en términos de sus consecuencias de mediano y largo plazo.
No es una discusión “ideológica”, ni mucho menos “intelectual”. Es, como la mayoría de los relatos kirchneristas, lo que le conviene decir hoy, que seguramente cambiará mañana, tal como cambió el endiosamiento de los “superávits gemelos” (¿recuerdan?), presentados, en su momento, como la piedra filosofal de la doctrina kirchnerista y hoy convertidos en recuerdos molestos de épocas gloriosas tan evanescentes como la prosperidad de utilería de estos días.
La situación argentina no es mala, pero va mal. Para ir bien debería asumir la realidad, evitar los riesgos inflacionarios, recrear la seguridad integral que entusiasme a emprendedores y empresarios, a inversores y ahorristas, y aprovechar el momento para vincularse con un mundo que está comenzando a expandirse en sus dos motores principales, Estados Unidos y China. Extremos que no están al alcance, lamentabemente, de una administración caracterizada por la falsificación de estadísticas, la endeblez del discurso, la fragilidad jurídica y la demonización de quienes no piensen como ellos.
Ricardo Lafferriere
domingo, 20 de junio de 2010
Buenos Aires, Laclau y el neo-populismo*
“Buenos Aires siempre fue la ciudad puerto del centro del cosmopolitismo antinacional”, sostiene este ex militante de izquierdas que, curiosamente, prefirió radicarse en Londres y enseñar en Oxford, convocado por Hoschbawn, lejos de las “podredumbres políticas” tan fáciles de criticar desde las cómodas poltronas londinenses, y de impregnaciones telúricas “nacionales y populares” a las que, sin embargo, les dedica reflexiones que proyectan el imaginario de los tiempos de su emigración, hace cuatro décadas.
En el pensamiento de izquierdas, hay quienes arriesgan a enfrentar el futuro, y quienes se aferran a los marcos conceptuales del pasado. Es la primera reflexión que surge al comparar los enfoques de los neo-marxistas Ulrich Beck y Zygmund Bauman, por un lado, con los de los también neo-marxistas Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, por el otro.
El marco conceptual de Laclau no agrega mucho a los enfoques nacional-populistas tradicionales, salvo la justificación más cruda y sin hipocresías de su indiferencia ante el estado de derecho, al que identifica como una simple “forma contrahegemónica de oposición a un gobierno popular”. La definición de “popular” que guarda para el gobierno no surge de otra base que de su discrecional caracterización, ya que al no hacer depender esa característica de la mayoría electoral, recurre a etiquetas propias del análisis de hace medio siglo entre “pueblo” y “antipueblo”, “Braden o Perón”, “Patria o colonia” o similares.
Sin embargo, el pensamiento más moderno y plural del neomarxismo no mira al pasado, sino al presente y el futuro. Toma debida nota del cambio de las fuerzas productivas hacia un nuevo escalón cualitativamente superior, apoyado en el desarrollo científico técnico, que han diseñado un paradigma social y productivo global entre cuyas notas diferenciadoras está la superación de los marcos nacionales como límites de análisis sociales –en el plano académico- y como sujeto histórico –en el plano político- y convoca a una reflexión creativa sobre las características de las nuevas formas de conviencia, instaladas en más del 90 % de la población del mundo, desde China a Estados Unidos, desde Brasil hasta Rusia, desde los países musulmanes hasta la Europa post-cristiana. Todos capitalistas, todos globalizados, todos imbricados, todos definiendo nuevos bordes e identidades que han superado en forma irreversible las pertenencias de las sociedades capitalistas nacionales.
Mientras el progresismo de futuro reflexiona y actúa para poner coto a los desbordes de las finanzas globalizadas y del capital liberado de los marcos nacionales, y para ello se esfuerza en articular sus políticas en un proceso que dista de ser lineal pero cuya tendencia es hacia la construcción de una política planetaria en conjunto con otras visiones político-ideológicas diferentes, el progresismo de pasado –que sólo por inercia puede ser calificado de tal, ya que en realidad al postular el imposible retroceso a formaciones históricas irrepetibles no tiene mucha diferencia con el romanticismo reaccionario, el nacionalismo oligárquico o el fundamentalismo religioso- se vuelve contra conquistas que la humanidad ha conseguido con siglos de lucha frente a las arbitrariedades del poder absoluto, la falta de límites a la discrecionalidad del Estado o del capital y la construcción de instituciones que contengan, canalicen y orienten las fuerzas vitales de la sociedad en una convivencia virtuosa.
El retro-progresismo (como ha dado en llamarse en la Argentina a esta visión nostálgica y esclerosada del pensamiento político) termina reviviendo el estalinismo. Lo reconoció hace poco la Diputada Conti, por televisión. No tiene otra salida: si la alienación presuntamente impuesta por una sociedad desigual no le permite a las personas tener claridad sobre su dominación, es necesario reemplazar la voluntad de esas personas alienadas por una autoelegida e iluminada camarilla esclarecida: tal el silogismo sobre el que se elabora conceptualmente el neopopulismo.
En otros tiempos, la propuesta fue la “dictadura del proletariado” a través de su partido, cuya conducción debía estar en manos de los intelectuales que detectaran los verdaderos intereses de ese proletariado y actuaran en su nombre implantando una dictadura cuya finalidad sería terminar con las alienaciones y construir un “hombre nuevo”. Los veinte millones de muertos que dejó el estalinismo fueron el resultado de esa visión, para la que la predicción de Marx sobre la evolución del capitalismo hacia el inexorable triunfo socialista debería “acelerarse” con un proceso revolucionario, en cuyo transcurso las libertades debían subordinarse a la construcción de un nuevo orden, aunque las mayorías no lo quisieran o aún contra su decisión expresa. Las personas dejaron de ser el fin último de la acción política y pasaron a ser subsumidas en “colectivos” frente a los cuales perdían sus derechos más elementales, en función de presuntos fines revolucionarios definidos por las élites.
Hoy, esa construcción intelectual desarrollada por Lenín (la dictadura proletaria) ha “evolucionado” hasta la justificación del indigenismo precolombino, el fundamentalismo islámico, el caudillismo unipersonal o de camarilla, la dictadura de partido único y el autoritarismo patrimonial-populista extrainstitucional vigente en la Argentina. Cualquiera de esas formas reniega expresa o tácitamente de la soberanía popular apoyada en la voluntad política de los ciudadanos a través del sufragio libre como única justificación del poder. Es esencialmente “anti-democrática” y premoderna. Hasta pre-colonial, lindando con las formaciones apoyadas en el puro poder propias de las sociedades primitivas.
La otra visión marxista, en su momento calificada despectivamente como “pequeñoburguesa” o “social-demócrata” creía en otro camino: la utilización de las conquistas democráticas para hacer cada vez más equitativa la convivencia, el funcionamiento de la economía, la construcción de servicios sociales en educación y salud y en fin, un sistema impositivo que retrotrajera para la sociedad gran parte de la injustificada “plusvalía” que el capital obtenía de la superexplotación del trabajo. Ese camino renegó de la “revolución” y sus gigantescos costos sociales e inciertos beneficios, para reemplazarlos por propuestas políticas de integración en el juego institucional, en el que la interacción entre los diversos actores determinaría los equilibrios –siempre inestables, pero posibles- que impulsarían la sociedad hacia formas más justas, en un marco de libertad.
Si para la primera visión el “capital” era el enemigo a destrozar, para el segundo era el otro protagonista con el que era necesario el juego dialéctico de rivalidad. Si para el primer programa el objetivo era socializar forzadamente el capital, para el segundo el objetivo era encauzarlo, limitarlo, pero a la vez potenciarlo a efectos de que su acumulación atravesada por normas –impositivas, laborales, salariales, societarias, ambientales, sancionadas por las instituciones políticas- fuera efectivamente el cimiento de riqueza de una sociedad más equitativa. Y sobre esta cosmovisión se edificaron las sociedades modernas, resultado de la compleja imbricación de la evolución capitalista con las demandas sociales y de la necesidad de acumulación con el bienestar de las mayorías en el marco de una sociedad libre, que respetara los derechos de las personas.
Si ese debate, mientras duró la Unión Soviética y el “socialismo real”, fue proficuo en conflictos académicos y mostraba un equilibrio dinámico entre beneficios y perjuicios de uno u otro camino, la implosión de la URSS y el bloque socialista a fines de la década del 80 mostró el rotundo fracaso de la visión estalinista, y por el contrario el éxito notable del segundo. Las sociedades conducidas con el primer enfoque mostraron al exhibirse libremente retrasos tecnológicos, ambientales, económicos, militares y éticos que contrastaban con el éxito indiscutible de los socialismos democráticos exhibidos por las sociedades europeas occidentales, aún en aquellas gobernadas por partidos políticos alejados del marxismo pero que habían debido articular soluciones para los problemas de la equidad en un debate abierto y constante con las fuerzas socialistas. Y también la superioridad de las propias sociedades capitalistas democráticas.
En el fondo de este cambio estaba –como lo predijo Marx- la evolución de las fuerzas productivas impulsadas por el cambio tecnológico, esta vez saltando los cercos nacionales hacia la construcción de un sistema productivo global. El capital se desvinculó de su base territorial, y con este salto, irreversible porque estaba apoyado en el desarrollo científico técnico, por definición irreversible en cuanto acumulativo, mandó al museo a todas las construcciones teóricas sobre la política dentro de los Estados. Y la lucha por el disciplinamiento del capital comenzó a tener perfiles globales, con actores diversos, tantos como intereses motivadores expresaran las personas en todo el planeta a través de “causas” de gran diversidad –derechos humanos, ambientalistas, defensoras de especies en peligro, igualdad de género, etc. etc. etc-
Las identidades también perdieron sus antiguos bordes, reemplazados por una multiplicidad de identidades difusas que atraviesan culturalmente a cada ser humano en forma diferente. “Sociedad líquida”, dice Bauman. “Cosmopolitismo banal”, afirma Beck. Una superposición de intereses redefinió las “nacionalidades”, las “pertenencias de clase”, las “superestructuras culturales”, las “cuestiones nacionales”. Todos estos conceptos sociológicos y políticos de la modernidad deben ahora ser enfocados desde la perspectiva de la segunda modernidad, la del nuevo estadio de desarrollo del mundo, que ha impregnado ya el funcionamiento, como está dicho, de prácticamente la totalidad de la sociedad humana. Sólo quedan al margen pocos países “museo” como Cuba o Corea del Norte, algunos dominados por los nuevos piratas como Somalia, Chad, Costa de Marfil u otros, y los “autoexcluidos” que pretenden retrotraer la historia, no tomados seriamente en cuenta por nadie que realmente cuente en el mundo, como el “socialismo bolivariano”, el “indigenismo”.... o el retro-progresismo.
Leerlo a Laclau interpretando al movimiento de rebelión de 2008 con los cartabones interpretativos de la “oligarquía vacuna”, calificando a los chacareros liderados por De Angelis como “bandas semifascistas” o mirando el conflicto con las anteojeras de las declaraciones de Faustino Fano de hace cincuenta años muestra esa interpretación, ignorante del actual país real y cuya síntesis es recrear obsesivamente el pasado, de la misma forma que insistir para interpretar el presente en el rol que jugaron las Fuerzas Armadas en el país histórico, en un análisis también sesgado y por lo tanto, anticientífico, como si en la historia de las Fuerzas Armadas hubiera existido una constante antinacional permanente que ignora su rol en la independencia, la ocupación del territorio, la defensa de las fronteras, el desarrollo del petróleo y del acero y el desarrollo científico y técnico que protagonizaron en diversos períodos. Si las posiciones y declaraciones del pasado fueran transpolables a la actualidad descontextualizadas, sería interesante conocer la reflexión de Laclau sobre las declaraciones y actitudes laudatorias de Kirchner en tiempos menemistas, su admiración por Cavallo en tiempos de la convertibilidad, o su amistad con los jefes militares patagónicos en tiempos del proceso...
No existe en Laclau una toma de conciencia de la realidad económica y tecnológica del mundo actual, ni del creciente protagonismo ciudadano en la construcción dialéctica de una especie de “ciudadanía global”, ni de la agenda de la segunda modernidad cada vez más incorporada a la reflexión de las personas de todo el mundo. Leerlo deja la sensación de que el futuro le aterra, no por sus posibilidades sino porque le presenta un escenario ubicado fuera de su capacidad de entendimiento, y frente a ese terror profundiza la proyección conceptual del análisis del pasado otorgándole una vigencia que hace tiempo ya no tiene. Omite la realidad global y sólo habla del Estado y la sociedad nacional, pero no los actuales sino los de hace décadas, que ya no existen. Y de esta forma, recrea una caricatura de la vieja dictadura proletaria, el “neo-populismo”, con el que justifica las negaciones institucionales con el argumento de que las instituciones obstaculizan el “poder popular”. Poder popular que también es una creación voluntarista, porque se refiere a una construcción intelectual (el “pueblo”) que no existe con las características que le otorga en su análisis, pero desconoce la existencia concreta y tangible de una realidad que no responde a ninguna creación intelectual: las personas reales, crecientemente cosmopolitizadas en sus consumos, sus creencias, sus razonamientos, sus marcos conceptuales y hasta sus valores.
Como este análisis no es políticamente neutro, aunque se explicite desde la academia, es imprescindible incluir en su crítica las consecuencias políticas. El llamado a la polarización y el enfrentamiento, la burla sobre la creciente “crispación”, la insistente calificación de “progresistas” de medidas de esencia regresivas como la apropiación de los fondos previsionales para la construcción de clientelismo y el beneficio de los grupos empresarios amigos del poder y de la propia pareja presidencial, la estatización deficitaria de la línea aérea que dilapida –nuevamente- recursos previsionales en beneficio de la clase alta que vuela, de las mafias sindicales y de los proveedores privilegiados, son evidencia de una ligereza en el análisis de la situación nacional que define primero el objetivo y después busca los fundamentos sesgados de justificación, conducta ciertamente anticientífica. Pero insistir en que es necesario “que la gente perciba que la sociedad está dividida en dos campos” –inexplicable simplificación, cuando es realizada desde la academia, para referirse a una colectividad tan compleja y multifacética- es también escasamente responsable, en una sociedad con la historia y la experiencia de la argentina, conociendo las consecuencias sangrientas que han tenido en el pasado reciente esas polarizaciones y crispaciones.
La mezcla, en este sentido, del prestigio académico y de la picardía política, le resta al análisis autoridad científica y lo ubica en el campo más pedestre de la lucha por el poder que, en nuestro país, ha retrocedido a las ancestrales pugnas patrimonialistas. El crecimiento sin límites del patrimonio de la pareja presidencial durante su gestión de gobierno, así como de los funcionarios emblemáticos y de las empresas vinculadas al poder, es la mejor demostración de esta afirmación.
En fin. Decía al comienzo el abismo que notaba en las diferentes visiones académicas de la izquierda para analizar la situación del mundo. La de Laclau no se atreve a soltar amarras, y en esa obsesión saca a superficie lo peor del pasado “socialista”, hoy caricaturizado en el neopopulismo y el retroprogresismo cuya consecuencia es volver a las tolderías. Por el contrario, en el otro extremo, lúcidos pensadores que se resisten a abandonar las enormes contribuciones que el pensamiento de izquierda hizo a la interpretación del mundo estudian y proponen nuevos caminos, asentados en la realidad existente y en la que se avizora. Sin renunciar a sus valores pero tampoco a la posibilidad de luchar por ellos en el nuevo paradigma, profundizan las propuestas democráticas hasta el nivel global. No demonizan a sus adversarios, con los que en todo caso tratan de definir nuevos puntos de reflexión llegando, como en el caso de Beck, a reconocer la potencialidad de “un nuevo comienzo” en el que los viejos rivales no necesariamente lo serán de cara a los problemas actuales.
Los nuevos temas de debate son los ya instalados: el desbalance financiero, el calentamiento global, el agotamiento del petróleo como fuente energética predominante por su perjudicial incidencia en el ambiente, el diseño de nuevas formas de ingresos como el ingreso universal o el trabajo social remunerado como respuesta a la desaparición paulatina del trabajo estable consecuencia del desarrollo tecnológico, la violencia cotidiana instalada como acompañante permanente, las redes de delincuencia global, el terrorismo fundamentalista, la necesidad de nuevas herramientas para contener los efectos desbordantes del capital ante la ausencia de un poder estatal planetario, los problemas de igualdad de género, las migraciones cada vez mayores con sus efectos en las sociedades emisoras y receptoras, las nuevas pandemias, en síntesis, la elaboración conceptual de un cosmopolitismo consciente que asuma la inexorabilidad del nuevo escalón de las fuerzas productivas y diseñe políticas eficaces para orientarlas y contrarrestar los problemas que se generen a raíz de su –saludable- desarrollo.
Porque –y es importante recordarlo- es a raíz de ese salto productivo global que han salido de la pobreza extrema en las últimas décadas miles de millones de personas en el mundo en la China, en India, en el sudeste asiático, en Brasil, en la propia Rusia; que han incrementado sus expectativas de vida, que se han acercado a los beneficios de bienes básicos, que han conseguido por primera vez en su vida un empleo salarial superando el umbral embrutecedor de su atrasada y miserable vida campesina de formas ancestrales, que por primera vez aparecen en su horizonte beneficios sociales y previsionales. Y que están asomándose a una lucha que el mundo occidental protagonizó en los últimos cuatrocientos años para ampliar sus espacios de libertad individual, para tener derechos, para poder dejar a sus hijos una situación mejor que la que recibieron.
Muchos otros luchan para ingresar en ese mundo y por liberarse de los análisis tipo Laclau, cuyo horizonte pueden ver en las sociedades modélicas del retroprogresismo que aún subsisten pero que difícilmente atraigan para vivir en ellas a intelectuales que, desde Oxford, proclaman que todo tiempo pasado fue mejor e intentan volver la historia atrás, dando soporte intelectual y vistiendo argumentalmente a políticos inescrupulosos que utizarán sus ideas mientras les sirvan en cada coyuntura, pero que cambiarán de discurso cuando otro –así sea el opuesto- le sirva para su objetivo crudamente patrimonialista.
La opción a la construcción del futuro global democrático, plural y abierto son los linchamientos populares institucionalizados por la nueva Constitución de Bolivia, el cierre de medios de prensa independiente en Venezuela, la esclerosis deshumanizada de Corea del Norte, el desarrollo de armamentos nucleares del Irán de los Ayatollash que masacra estudiantes, las circuncisiones de clítoris de las mujeres en el Islam fundamentalista, las cárceles cubanas en las que se destroza la condición humana de personas que no piensan como lo dispone el poder. No es con esos horizontes que nuestro país definió, en palabras de San Martín al proclamar la independencia del Perú, que la causa de nuestra revolución, esa que dio origen al país que tenemos, era “la causa del género humano”, de señera vocación cosmopolita e igualitaria.
Al contrario de la afirmación de Laclau, Buenos Aires es lo mejor que hemos podido construir los argentinos y expresa todas las contradicciones de nuestra búsqueda bicentenaria aún inconclusa. Logros excelsos en las ciencias y en las artes, frente a compatriotas durmiendo en los zaguanes. Lugar por excelencia del debate político y espacio a la vez de las intransigencias más duras, hasta sangrientas. Ejemplos de solidaridad ejemplares, frente a egoísmos cargados de cinismo. Puerto de ingreso de personas que llegaron a un país-aldea y lo convirtieron en el asombro del mundo, y puerto de egreso de millones de valientes que salieron a buscar horizontes mejores en un mundo al que no temieron, porque aprendieron en Buenos Aires a no temer a nada. Ámbito de intelectuales de diversos lugares del mundo que encontraron cobijo en nuestras Universidades, donde trajeron su visión universal y cosmopolita, y cuna de intelectuales que se fueron al mundo a llevar su visión telúrica, lejos de su patria. En todo caso, el desafío sigue siendo potenciar los buenos valores de convivencia, y limitar hasta erradicar los negativos, las intransigencias, la deshumanización de los adversarios, la indiferencia hacia el que sufre.
En un mundo que se está edificando alrededor de las ciudades protagonistas –Hong Kong, Shangai, Tokyo, San Fracisco, Nueva York, San Pablo- Buenos Aires es nuestro chance, nuestra “interfase” más directa con el futuro. Agradezcamos que es cosmopolita, que recibe y procesa todo lo que viene, que acunó hace doscientos años la audaz revolución sin la cuál no tendríamos país. Es nuestra única ciudad universal. Como nuestra mejor creación colectiva, un insulto a Buenos Aires es un insulto a los argentinos, que curiosamente en otro aniversario “redondo” –hace 130 años- nos apropiamos de ella, quitándole su exclusividad a los porteños y haciéndola capital de todos.
Buenos Aires –con su maravilloso colorido de derechas, centros e izquierdas conviviendo en la diversidad- es la reserva de la vocación democrática de los argentinos frente a las deformaciones coloniales y autoritarias del neo-populismo.
Agradezcamos que así sea.
Ricardo Lafferriere
*Reflexión crítica sobre las declaraciones de Ernesto Laclau en el sitio “ZOOM”, con el título “Hay que poner las cosas blanco sobre negro”, en reportaje realizado por Juan Salinas. http://www.revista-zoom.com.ar/articulo3130.html
En el pensamiento de izquierdas, hay quienes arriesgan a enfrentar el futuro, y quienes se aferran a los marcos conceptuales del pasado. Es la primera reflexión que surge al comparar los enfoques de los neo-marxistas Ulrich Beck y Zygmund Bauman, por un lado, con los de los también neo-marxistas Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, por el otro.
El marco conceptual de Laclau no agrega mucho a los enfoques nacional-populistas tradicionales, salvo la justificación más cruda y sin hipocresías de su indiferencia ante el estado de derecho, al que identifica como una simple “forma contrahegemónica de oposición a un gobierno popular”. La definición de “popular” que guarda para el gobierno no surge de otra base que de su discrecional caracterización, ya que al no hacer depender esa característica de la mayoría electoral, recurre a etiquetas propias del análisis de hace medio siglo entre “pueblo” y “antipueblo”, “Braden o Perón”, “Patria o colonia” o similares.
Sin embargo, el pensamiento más moderno y plural del neomarxismo no mira al pasado, sino al presente y el futuro. Toma debida nota del cambio de las fuerzas productivas hacia un nuevo escalón cualitativamente superior, apoyado en el desarrollo científico técnico, que han diseñado un paradigma social y productivo global entre cuyas notas diferenciadoras está la superación de los marcos nacionales como límites de análisis sociales –en el plano académico- y como sujeto histórico –en el plano político- y convoca a una reflexión creativa sobre las características de las nuevas formas de conviencia, instaladas en más del 90 % de la población del mundo, desde China a Estados Unidos, desde Brasil hasta Rusia, desde los países musulmanes hasta la Europa post-cristiana. Todos capitalistas, todos globalizados, todos imbricados, todos definiendo nuevos bordes e identidades que han superado en forma irreversible las pertenencias de las sociedades capitalistas nacionales.
Mientras el progresismo de futuro reflexiona y actúa para poner coto a los desbordes de las finanzas globalizadas y del capital liberado de los marcos nacionales, y para ello se esfuerza en articular sus políticas en un proceso que dista de ser lineal pero cuya tendencia es hacia la construcción de una política planetaria en conjunto con otras visiones político-ideológicas diferentes, el progresismo de pasado –que sólo por inercia puede ser calificado de tal, ya que en realidad al postular el imposible retroceso a formaciones históricas irrepetibles no tiene mucha diferencia con el romanticismo reaccionario, el nacionalismo oligárquico o el fundamentalismo religioso- se vuelve contra conquistas que la humanidad ha conseguido con siglos de lucha frente a las arbitrariedades del poder absoluto, la falta de límites a la discrecionalidad del Estado o del capital y la construcción de instituciones que contengan, canalicen y orienten las fuerzas vitales de la sociedad en una convivencia virtuosa.
El retro-progresismo (como ha dado en llamarse en la Argentina a esta visión nostálgica y esclerosada del pensamiento político) termina reviviendo el estalinismo. Lo reconoció hace poco la Diputada Conti, por televisión. No tiene otra salida: si la alienación presuntamente impuesta por una sociedad desigual no le permite a las personas tener claridad sobre su dominación, es necesario reemplazar la voluntad de esas personas alienadas por una autoelegida e iluminada camarilla esclarecida: tal el silogismo sobre el que se elabora conceptualmente el neopopulismo.
En otros tiempos, la propuesta fue la “dictadura del proletariado” a través de su partido, cuya conducción debía estar en manos de los intelectuales que detectaran los verdaderos intereses de ese proletariado y actuaran en su nombre implantando una dictadura cuya finalidad sería terminar con las alienaciones y construir un “hombre nuevo”. Los veinte millones de muertos que dejó el estalinismo fueron el resultado de esa visión, para la que la predicción de Marx sobre la evolución del capitalismo hacia el inexorable triunfo socialista debería “acelerarse” con un proceso revolucionario, en cuyo transcurso las libertades debían subordinarse a la construcción de un nuevo orden, aunque las mayorías no lo quisieran o aún contra su decisión expresa. Las personas dejaron de ser el fin último de la acción política y pasaron a ser subsumidas en “colectivos” frente a los cuales perdían sus derechos más elementales, en función de presuntos fines revolucionarios definidos por las élites.
Hoy, esa construcción intelectual desarrollada por Lenín (la dictadura proletaria) ha “evolucionado” hasta la justificación del indigenismo precolombino, el fundamentalismo islámico, el caudillismo unipersonal o de camarilla, la dictadura de partido único y el autoritarismo patrimonial-populista extrainstitucional vigente en la Argentina. Cualquiera de esas formas reniega expresa o tácitamente de la soberanía popular apoyada en la voluntad política de los ciudadanos a través del sufragio libre como única justificación del poder. Es esencialmente “anti-democrática” y premoderna. Hasta pre-colonial, lindando con las formaciones apoyadas en el puro poder propias de las sociedades primitivas.
La otra visión marxista, en su momento calificada despectivamente como “pequeñoburguesa” o “social-demócrata” creía en otro camino: la utilización de las conquistas democráticas para hacer cada vez más equitativa la convivencia, el funcionamiento de la economía, la construcción de servicios sociales en educación y salud y en fin, un sistema impositivo que retrotrajera para la sociedad gran parte de la injustificada “plusvalía” que el capital obtenía de la superexplotación del trabajo. Ese camino renegó de la “revolución” y sus gigantescos costos sociales e inciertos beneficios, para reemplazarlos por propuestas políticas de integración en el juego institucional, en el que la interacción entre los diversos actores determinaría los equilibrios –siempre inestables, pero posibles- que impulsarían la sociedad hacia formas más justas, en un marco de libertad.
Si para la primera visión el “capital” era el enemigo a destrozar, para el segundo era el otro protagonista con el que era necesario el juego dialéctico de rivalidad. Si para el primer programa el objetivo era socializar forzadamente el capital, para el segundo el objetivo era encauzarlo, limitarlo, pero a la vez potenciarlo a efectos de que su acumulación atravesada por normas –impositivas, laborales, salariales, societarias, ambientales, sancionadas por las instituciones políticas- fuera efectivamente el cimiento de riqueza de una sociedad más equitativa. Y sobre esta cosmovisión se edificaron las sociedades modernas, resultado de la compleja imbricación de la evolución capitalista con las demandas sociales y de la necesidad de acumulación con el bienestar de las mayorías en el marco de una sociedad libre, que respetara los derechos de las personas.
Si ese debate, mientras duró la Unión Soviética y el “socialismo real”, fue proficuo en conflictos académicos y mostraba un equilibrio dinámico entre beneficios y perjuicios de uno u otro camino, la implosión de la URSS y el bloque socialista a fines de la década del 80 mostró el rotundo fracaso de la visión estalinista, y por el contrario el éxito notable del segundo. Las sociedades conducidas con el primer enfoque mostraron al exhibirse libremente retrasos tecnológicos, ambientales, económicos, militares y éticos que contrastaban con el éxito indiscutible de los socialismos democráticos exhibidos por las sociedades europeas occidentales, aún en aquellas gobernadas por partidos políticos alejados del marxismo pero que habían debido articular soluciones para los problemas de la equidad en un debate abierto y constante con las fuerzas socialistas. Y también la superioridad de las propias sociedades capitalistas democráticas.
En el fondo de este cambio estaba –como lo predijo Marx- la evolución de las fuerzas productivas impulsadas por el cambio tecnológico, esta vez saltando los cercos nacionales hacia la construcción de un sistema productivo global. El capital se desvinculó de su base territorial, y con este salto, irreversible porque estaba apoyado en el desarrollo científico técnico, por definición irreversible en cuanto acumulativo, mandó al museo a todas las construcciones teóricas sobre la política dentro de los Estados. Y la lucha por el disciplinamiento del capital comenzó a tener perfiles globales, con actores diversos, tantos como intereses motivadores expresaran las personas en todo el planeta a través de “causas” de gran diversidad –derechos humanos, ambientalistas, defensoras de especies en peligro, igualdad de género, etc. etc. etc-
Las identidades también perdieron sus antiguos bordes, reemplazados por una multiplicidad de identidades difusas que atraviesan culturalmente a cada ser humano en forma diferente. “Sociedad líquida”, dice Bauman. “Cosmopolitismo banal”, afirma Beck. Una superposición de intereses redefinió las “nacionalidades”, las “pertenencias de clase”, las “superestructuras culturales”, las “cuestiones nacionales”. Todos estos conceptos sociológicos y políticos de la modernidad deben ahora ser enfocados desde la perspectiva de la segunda modernidad, la del nuevo estadio de desarrollo del mundo, que ha impregnado ya el funcionamiento, como está dicho, de prácticamente la totalidad de la sociedad humana. Sólo quedan al margen pocos países “museo” como Cuba o Corea del Norte, algunos dominados por los nuevos piratas como Somalia, Chad, Costa de Marfil u otros, y los “autoexcluidos” que pretenden retrotraer la historia, no tomados seriamente en cuenta por nadie que realmente cuente en el mundo, como el “socialismo bolivariano”, el “indigenismo”.... o el retro-progresismo.
Leerlo a Laclau interpretando al movimiento de rebelión de 2008 con los cartabones interpretativos de la “oligarquía vacuna”, calificando a los chacareros liderados por De Angelis como “bandas semifascistas” o mirando el conflicto con las anteojeras de las declaraciones de Faustino Fano de hace cincuenta años muestra esa interpretación, ignorante del actual país real y cuya síntesis es recrear obsesivamente el pasado, de la misma forma que insistir para interpretar el presente en el rol que jugaron las Fuerzas Armadas en el país histórico, en un análisis también sesgado y por lo tanto, anticientífico, como si en la historia de las Fuerzas Armadas hubiera existido una constante antinacional permanente que ignora su rol en la independencia, la ocupación del territorio, la defensa de las fronteras, el desarrollo del petróleo y del acero y el desarrollo científico y técnico que protagonizaron en diversos períodos. Si las posiciones y declaraciones del pasado fueran transpolables a la actualidad descontextualizadas, sería interesante conocer la reflexión de Laclau sobre las declaraciones y actitudes laudatorias de Kirchner en tiempos menemistas, su admiración por Cavallo en tiempos de la convertibilidad, o su amistad con los jefes militares patagónicos en tiempos del proceso...
No existe en Laclau una toma de conciencia de la realidad económica y tecnológica del mundo actual, ni del creciente protagonismo ciudadano en la construcción dialéctica de una especie de “ciudadanía global”, ni de la agenda de la segunda modernidad cada vez más incorporada a la reflexión de las personas de todo el mundo. Leerlo deja la sensación de que el futuro le aterra, no por sus posibilidades sino porque le presenta un escenario ubicado fuera de su capacidad de entendimiento, y frente a ese terror profundiza la proyección conceptual del análisis del pasado otorgándole una vigencia que hace tiempo ya no tiene. Omite la realidad global y sólo habla del Estado y la sociedad nacional, pero no los actuales sino los de hace décadas, que ya no existen. Y de esta forma, recrea una caricatura de la vieja dictadura proletaria, el “neo-populismo”, con el que justifica las negaciones institucionales con el argumento de que las instituciones obstaculizan el “poder popular”. Poder popular que también es una creación voluntarista, porque se refiere a una construcción intelectual (el “pueblo”) que no existe con las características que le otorga en su análisis, pero desconoce la existencia concreta y tangible de una realidad que no responde a ninguna creación intelectual: las personas reales, crecientemente cosmopolitizadas en sus consumos, sus creencias, sus razonamientos, sus marcos conceptuales y hasta sus valores.
Como este análisis no es políticamente neutro, aunque se explicite desde la academia, es imprescindible incluir en su crítica las consecuencias políticas. El llamado a la polarización y el enfrentamiento, la burla sobre la creciente “crispación”, la insistente calificación de “progresistas” de medidas de esencia regresivas como la apropiación de los fondos previsionales para la construcción de clientelismo y el beneficio de los grupos empresarios amigos del poder y de la propia pareja presidencial, la estatización deficitaria de la línea aérea que dilapida –nuevamente- recursos previsionales en beneficio de la clase alta que vuela, de las mafias sindicales y de los proveedores privilegiados, son evidencia de una ligereza en el análisis de la situación nacional que define primero el objetivo y después busca los fundamentos sesgados de justificación, conducta ciertamente anticientífica. Pero insistir en que es necesario “que la gente perciba que la sociedad está dividida en dos campos” –inexplicable simplificación, cuando es realizada desde la academia, para referirse a una colectividad tan compleja y multifacética- es también escasamente responsable, en una sociedad con la historia y la experiencia de la argentina, conociendo las consecuencias sangrientas que han tenido en el pasado reciente esas polarizaciones y crispaciones.
La mezcla, en este sentido, del prestigio académico y de la picardía política, le resta al análisis autoridad científica y lo ubica en el campo más pedestre de la lucha por el poder que, en nuestro país, ha retrocedido a las ancestrales pugnas patrimonialistas. El crecimiento sin límites del patrimonio de la pareja presidencial durante su gestión de gobierno, así como de los funcionarios emblemáticos y de las empresas vinculadas al poder, es la mejor demostración de esta afirmación.
En fin. Decía al comienzo el abismo que notaba en las diferentes visiones académicas de la izquierda para analizar la situación del mundo. La de Laclau no se atreve a soltar amarras, y en esa obsesión saca a superficie lo peor del pasado “socialista”, hoy caricaturizado en el neopopulismo y el retroprogresismo cuya consecuencia es volver a las tolderías. Por el contrario, en el otro extremo, lúcidos pensadores que se resisten a abandonar las enormes contribuciones que el pensamiento de izquierda hizo a la interpretación del mundo estudian y proponen nuevos caminos, asentados en la realidad existente y en la que se avizora. Sin renunciar a sus valores pero tampoco a la posibilidad de luchar por ellos en el nuevo paradigma, profundizan las propuestas democráticas hasta el nivel global. No demonizan a sus adversarios, con los que en todo caso tratan de definir nuevos puntos de reflexión llegando, como en el caso de Beck, a reconocer la potencialidad de “un nuevo comienzo” en el que los viejos rivales no necesariamente lo serán de cara a los problemas actuales.
Los nuevos temas de debate son los ya instalados: el desbalance financiero, el calentamiento global, el agotamiento del petróleo como fuente energética predominante por su perjudicial incidencia en el ambiente, el diseño de nuevas formas de ingresos como el ingreso universal o el trabajo social remunerado como respuesta a la desaparición paulatina del trabajo estable consecuencia del desarrollo tecnológico, la violencia cotidiana instalada como acompañante permanente, las redes de delincuencia global, el terrorismo fundamentalista, la necesidad de nuevas herramientas para contener los efectos desbordantes del capital ante la ausencia de un poder estatal planetario, los problemas de igualdad de género, las migraciones cada vez mayores con sus efectos en las sociedades emisoras y receptoras, las nuevas pandemias, en síntesis, la elaboración conceptual de un cosmopolitismo consciente que asuma la inexorabilidad del nuevo escalón de las fuerzas productivas y diseñe políticas eficaces para orientarlas y contrarrestar los problemas que se generen a raíz de su –saludable- desarrollo.
Porque –y es importante recordarlo- es a raíz de ese salto productivo global que han salido de la pobreza extrema en las últimas décadas miles de millones de personas en el mundo en la China, en India, en el sudeste asiático, en Brasil, en la propia Rusia; que han incrementado sus expectativas de vida, que se han acercado a los beneficios de bienes básicos, que han conseguido por primera vez en su vida un empleo salarial superando el umbral embrutecedor de su atrasada y miserable vida campesina de formas ancestrales, que por primera vez aparecen en su horizonte beneficios sociales y previsionales. Y que están asomándose a una lucha que el mundo occidental protagonizó en los últimos cuatrocientos años para ampliar sus espacios de libertad individual, para tener derechos, para poder dejar a sus hijos una situación mejor que la que recibieron.
Muchos otros luchan para ingresar en ese mundo y por liberarse de los análisis tipo Laclau, cuyo horizonte pueden ver en las sociedades modélicas del retroprogresismo que aún subsisten pero que difícilmente atraigan para vivir en ellas a intelectuales que, desde Oxford, proclaman que todo tiempo pasado fue mejor e intentan volver la historia atrás, dando soporte intelectual y vistiendo argumentalmente a políticos inescrupulosos que utizarán sus ideas mientras les sirvan en cada coyuntura, pero que cambiarán de discurso cuando otro –así sea el opuesto- le sirva para su objetivo crudamente patrimonialista.
La opción a la construcción del futuro global democrático, plural y abierto son los linchamientos populares institucionalizados por la nueva Constitución de Bolivia, el cierre de medios de prensa independiente en Venezuela, la esclerosis deshumanizada de Corea del Norte, el desarrollo de armamentos nucleares del Irán de los Ayatollash que masacra estudiantes, las circuncisiones de clítoris de las mujeres en el Islam fundamentalista, las cárceles cubanas en las que se destroza la condición humana de personas que no piensan como lo dispone el poder. No es con esos horizontes que nuestro país definió, en palabras de San Martín al proclamar la independencia del Perú, que la causa de nuestra revolución, esa que dio origen al país que tenemos, era “la causa del género humano”, de señera vocación cosmopolita e igualitaria.
Al contrario de la afirmación de Laclau, Buenos Aires es lo mejor que hemos podido construir los argentinos y expresa todas las contradicciones de nuestra búsqueda bicentenaria aún inconclusa. Logros excelsos en las ciencias y en las artes, frente a compatriotas durmiendo en los zaguanes. Lugar por excelencia del debate político y espacio a la vez de las intransigencias más duras, hasta sangrientas. Ejemplos de solidaridad ejemplares, frente a egoísmos cargados de cinismo. Puerto de ingreso de personas que llegaron a un país-aldea y lo convirtieron en el asombro del mundo, y puerto de egreso de millones de valientes que salieron a buscar horizontes mejores en un mundo al que no temieron, porque aprendieron en Buenos Aires a no temer a nada. Ámbito de intelectuales de diversos lugares del mundo que encontraron cobijo en nuestras Universidades, donde trajeron su visión universal y cosmopolita, y cuna de intelectuales que se fueron al mundo a llevar su visión telúrica, lejos de su patria. En todo caso, el desafío sigue siendo potenciar los buenos valores de convivencia, y limitar hasta erradicar los negativos, las intransigencias, la deshumanización de los adversarios, la indiferencia hacia el que sufre.
En un mundo que se está edificando alrededor de las ciudades protagonistas –Hong Kong, Shangai, Tokyo, San Fracisco, Nueva York, San Pablo- Buenos Aires es nuestro chance, nuestra “interfase” más directa con el futuro. Agradezcamos que es cosmopolita, que recibe y procesa todo lo que viene, que acunó hace doscientos años la audaz revolución sin la cuál no tendríamos país. Es nuestra única ciudad universal. Como nuestra mejor creación colectiva, un insulto a Buenos Aires es un insulto a los argentinos, que curiosamente en otro aniversario “redondo” –hace 130 años- nos apropiamos de ella, quitándole su exclusividad a los porteños y haciéndola capital de todos.
Buenos Aires –con su maravilloso colorido de derechas, centros e izquierdas conviviendo en la diversidad- es la reserva de la vocación democrática de los argentinos frente a las deformaciones coloniales y autoritarias del neo-populismo.
Agradezcamos que así sea.
Ricardo Lafferriere
*Reflexión crítica sobre las declaraciones de Ernesto Laclau en el sitio “ZOOM”, con el título “Hay que poner las cosas blanco sobre negro”, en reportaje realizado por Juan Salinas. http://www.revista-zoom.com.ar/articulo3130.html
miércoles, 16 de junio de 2010
La ANSES, el gobierno, los jubilados y los argentinos
Informaciones que cobraron estado público este fin de semana indican que el ANSES habría dejado de contar ya con superavit operativo, y estaría destinando a gastos decididos por el gobierno fondos de su capital de reserva.
El secreto con que son manejados estos fondos impide verificar las informaciones, pero las colocaciones de titulos públicos que ha realizado la Secretaría de Hacienda en el organismo sólo durante lo que va del corriente año 2010 ascienden a Cuatro mil Setecientos ochenta y nueve millones de pesos ($ 4789).
Las autoridades de la ANSES, por su parte, interrogadas al respecto en la Comisión de la Cámara de Diputados, expresaron que los fondos previsionales se habían acrecentado desde que están administrados por la gestión oficial. Lo que no aclararon debidamente es que ese incremento contabiliza como fondos reales los títulos de deuda que ha recibido de la Secretaría de Hacienda como contrapartida a su asistencia financiera al gobierno nacional.
Y eso es una burla.
Decir que el capital está porque se cuenta con papeles sin valor que les ha entregado a cambio el fisco, es la misma broma de mal gusto de las autoridades del Banco Central, cuando contabilizan como “reservas” los títulos públicos que les ha dado también el gobierno por la transferencia de recursos que le ha realizado al Estado. La Secretaría de Finanzas informó que sólo en el 2010 emitió ya deuda por Diecisiete mil novecientos diez millones de pesos ($ 17.910 millones), colocadas todos en entes estatales.
El jubileo es total. Y el daño es doble.
Por un lado, el efecto “droga”que va adormeciendo en un sopor de felicidad a millones de argentinos. Se inunda el mercado de papel pintado, que da la sensación en el corto plazo que la economía anda a pleno. Se reciben recursos fáciles y muchos prefieren ni siquiera enterarse de dónde salen. Y la mentalidad inflacionaria se va instalando nuevamente, en una cultura popular con clara tendencia al individualismo en la que cada persona siente que podrá ganarle a la inflación con compras a plazos, con endeudamiento bancario, con adelanto de consumos, con compra de divisas, con aumentos salariales conseguidos por la presión sindical por encima de la inflación pasada y apuntando a la imaginada inflación prevista, o con cualquier otra maniobra que le permita la ilusión de estar a salvo. Como con la experiencia argentina todos han aprendido algo, desempolvan recuerdos y vuelven a la lucha, olvidando a dónde nos condujo empezar con “un poquito de inflación” y jugando alegremente a gastar lo que no teníamos.
La otra consecuencia es la creciente debilidad institucional. Esos recursos fáciles que el fisco absorbe de la ANSES, del Banco Central o del PAMI, no pasan por el debate ni la decisión parlamentaria. Su destino se decide discrecionalmente por parte de la pareja presidencial, quien los utiliza en todos los casos –aún en los que tienen una base justa, como el ingreso universal a la niñez- bastardeando la función estatal, construyendo clientelismo y subordinando en forma humillante a quienes les ha tocado en suerte ser pobres. Reciben recursos los gobernadores que se alinean, los intendentes que responden al llamado oficialista, las organizaciones sociales que se disciplinan servilmente ante el kirchnerismo, los pobres que aceptan formar parte de alguna de las redes clientelares. No los reciben por disposición de la ley, sino por designio del poder. Y así, por ejemplo, cerca de tres millones de niños argentinos quedan marginados del pomposo “ingreso universal a la niñez” a pesar que sus necesidades son iguales o mayores de las que sufren quienes sí lo reciben.
La contradicción con lo prometido es patético. Cristina Kirchner había prometido en su campaña electoral que lograría el 4 % del PBI de superávit fiscal, frente al 2,7 % con que recibía el país de manos de su marido. En este momento, no sólo que el superávit desapareció, sino que tenemos ya el 3,4 % de déficit. O sea, una bomba de tiempo.
Y ahora, una palabra sobre los argentinos. Estamos marchando directamente hacia una crisis. Lo decimos con claridad, para que cuando estalle no pueda decirse que no fueron advertidos. La misma crisis que sufren inexorablemente quienes comienzan a consumir narcóticos y se sienten felices y eufóricos en los primeros pasos. Eso es la inflación, alimentada con la ficción de recursos inexistentes.
Va a llegar un momento en que esos recusos se acaben. No pasará mucho tiempo: apenas uno o dos años. No se diga entonces que la culpa es de otros. No es más que de cada uno. Y aunque no esté en manos de nadie individualmente cambiar el rumbo, aunque la responsabilidad central y exclusiva es hoy de quienes teniendo la obligación de administrar bien cometen dislates, cada uno debe tomar las medidas para ir preparándose para el derrumbe. Ahorrar, no endeudarse, resistir la tentación de las tramposas cincuenta cuotas que enriquecen a pocos pícaros, no desesperarse porque el vecino consume lo que no tiene. Y pensar cuando se vota. Recordar que nada es gratis, mucho menos ser cómplice del robo a los jubilados, de la trampa a los asalariados, o de la complicidad con los cleptómanos.
A doscientos años de la fundación de la patria, los argentinos deberíamos recordar que no es así como se hizo grande el país, sino trabajando, convocando inmigrantes y capitales, educando a sus jovenes, cuidando a sus viejos y respetando a quienes trabajan e invierten pensando en su futuro. Porque el país, amigos, no es nada más ni nada menos que la suma de los esfuerzos personales de cada uno de sus habitantes.
El secreto con que son manejados estos fondos impide verificar las informaciones, pero las colocaciones de titulos públicos que ha realizado la Secretaría de Hacienda en el organismo sólo durante lo que va del corriente año 2010 ascienden a Cuatro mil Setecientos ochenta y nueve millones de pesos ($ 4789).
Las autoridades de la ANSES, por su parte, interrogadas al respecto en la Comisión de la Cámara de Diputados, expresaron que los fondos previsionales se habían acrecentado desde que están administrados por la gestión oficial. Lo que no aclararon debidamente es que ese incremento contabiliza como fondos reales los títulos de deuda que ha recibido de la Secretaría de Hacienda como contrapartida a su asistencia financiera al gobierno nacional.
Y eso es una burla.
Decir que el capital está porque se cuenta con papeles sin valor que les ha entregado a cambio el fisco, es la misma broma de mal gusto de las autoridades del Banco Central, cuando contabilizan como “reservas” los títulos públicos que les ha dado también el gobierno por la transferencia de recursos que le ha realizado al Estado. La Secretaría de Finanzas informó que sólo en el 2010 emitió ya deuda por Diecisiete mil novecientos diez millones de pesos ($ 17.910 millones), colocadas todos en entes estatales.
El jubileo es total. Y el daño es doble.
Por un lado, el efecto “droga”que va adormeciendo en un sopor de felicidad a millones de argentinos. Se inunda el mercado de papel pintado, que da la sensación en el corto plazo que la economía anda a pleno. Se reciben recursos fáciles y muchos prefieren ni siquiera enterarse de dónde salen. Y la mentalidad inflacionaria se va instalando nuevamente, en una cultura popular con clara tendencia al individualismo en la que cada persona siente que podrá ganarle a la inflación con compras a plazos, con endeudamiento bancario, con adelanto de consumos, con compra de divisas, con aumentos salariales conseguidos por la presión sindical por encima de la inflación pasada y apuntando a la imaginada inflación prevista, o con cualquier otra maniobra que le permita la ilusión de estar a salvo. Como con la experiencia argentina todos han aprendido algo, desempolvan recuerdos y vuelven a la lucha, olvidando a dónde nos condujo empezar con “un poquito de inflación” y jugando alegremente a gastar lo que no teníamos.
La otra consecuencia es la creciente debilidad institucional. Esos recursos fáciles que el fisco absorbe de la ANSES, del Banco Central o del PAMI, no pasan por el debate ni la decisión parlamentaria. Su destino se decide discrecionalmente por parte de la pareja presidencial, quien los utiliza en todos los casos –aún en los que tienen una base justa, como el ingreso universal a la niñez- bastardeando la función estatal, construyendo clientelismo y subordinando en forma humillante a quienes les ha tocado en suerte ser pobres. Reciben recursos los gobernadores que se alinean, los intendentes que responden al llamado oficialista, las organizaciones sociales que se disciplinan servilmente ante el kirchnerismo, los pobres que aceptan formar parte de alguna de las redes clientelares. No los reciben por disposición de la ley, sino por designio del poder. Y así, por ejemplo, cerca de tres millones de niños argentinos quedan marginados del pomposo “ingreso universal a la niñez” a pesar que sus necesidades son iguales o mayores de las que sufren quienes sí lo reciben.
La contradicción con lo prometido es patético. Cristina Kirchner había prometido en su campaña electoral que lograría el 4 % del PBI de superávit fiscal, frente al 2,7 % con que recibía el país de manos de su marido. En este momento, no sólo que el superávit desapareció, sino que tenemos ya el 3,4 % de déficit. O sea, una bomba de tiempo.
Y ahora, una palabra sobre los argentinos. Estamos marchando directamente hacia una crisis. Lo decimos con claridad, para que cuando estalle no pueda decirse que no fueron advertidos. La misma crisis que sufren inexorablemente quienes comienzan a consumir narcóticos y se sienten felices y eufóricos en los primeros pasos. Eso es la inflación, alimentada con la ficción de recursos inexistentes.
Va a llegar un momento en que esos recusos se acaben. No pasará mucho tiempo: apenas uno o dos años. No se diga entonces que la culpa es de otros. No es más que de cada uno. Y aunque no esté en manos de nadie individualmente cambiar el rumbo, aunque la responsabilidad central y exclusiva es hoy de quienes teniendo la obligación de administrar bien cometen dislates, cada uno debe tomar las medidas para ir preparándose para el derrumbe. Ahorrar, no endeudarse, resistir la tentación de las tramposas cincuenta cuotas que enriquecen a pocos pícaros, no desesperarse porque el vecino consume lo que no tiene. Y pensar cuando se vota. Recordar que nada es gratis, mucho menos ser cómplice del robo a los jubilados, de la trampa a los asalariados, o de la complicidad con los cleptómanos.
A doscientos años de la fundación de la patria, los argentinos deberíamos recordar que no es así como se hizo grande el país, sino trabajando, convocando inmigrantes y capitales, educando a sus jovenes, cuidando a sus viejos y respetando a quienes trabajan e invierten pensando en su futuro. Porque el país, amigos, no es nada más ni nada menos que la suma de los esfuerzos personales de cada uno de sus habitantes.
miércoles, 9 de junio de 2010
"Socialdemócrata"...
“A mi me parece bien que el radicalismo se considere socialdemocrata, nos permite no caer nunca mas en alternativas liberales conservadoras ....”, me escribió en el sitio de Facebook un “ciber-amigo”, en el debate autoorganizado sobre las elecciones del domingo en Buenos Aires.
Esta curiosa afirmación trasunta una desconfianza, o para ser más precisos, una “auto-desconfianza” sobre las actitudes que podría tomar el radicalismo en caso de ser gobierno.
Sin embargo, como lo afirma esta columna desde hace muchos años, “socialdemócrata” no quiere decir nada. Sólo es una caracterización política propia de mediados del siglo XX, desconectada con los problemas actuales del mundo.
Socialdemócrata por antonomasia es, hoy por hoy, Rodríguez Zapatero y el socialismo español. Están sosteniendo el mayor ajuste económico de la historia de su país, a raíz de haber generado el previo “desajuste” sobre el que alertaron muchos, y que llevó a España a un nivel de desempleo del 20 %. ¿Eso significa?
“Al contrario...”, se afirmaría seguramente en un hipotético debate sobre el tema. “Lo que queremos es poner freno al capital financiero, regular su funcionamiento para evitar que repitan la crisis como la que estamos sufriendo”.
Perfecto. Pero eso es, justamente, lo que están impulsando Angela Merkel y Sarkozi, para nada “socialdemócratas” sino, más bien, dirigentes que serían calificados, sin dudar un momento, como “neoliberales”.
Es que, en realidad, ni “socialdemócrata” ni “neoliberal” definen ya nada, y ambos términos ocultan más de lo que dicen. Contienen recetas para los problemas de la primera mitad del siglo XX, que forman ya parte del arsenal de medidas disponibles y aplicables por todos. Ni un “neoliberal” dejaría de usar herramientas “socialdemócratas” si fueran necesarias para la correcta gestión económica, ni la inversa. Hoy mismo los diarios anotician que Bernake, presidente de la Reserva Federal norteamericana –o sea, “el propio Diablo”, diría Hugo Chavez- defendió la herramienta del déficit fiscal para sortear la recesión. Poco que ver con el “Consenso de Washington”...; mientras, Mujica (¿socialdemócrata?) convoca a la inversión extranjera en el Uruguay prometiendo bajar impuestos, no expropiar nada y garantizar el derecho de propiedad.
Quien esto escribe presenció, hace diez años, en España, un debate entre economistas del Partido Popular –entonces en el gobierno- y socialistas –entonces en la oposición- sobre la reforma el impuesto a las ganancias. Los segundos sostenían que con el nivel de desarrollo ya alcanzado por España, lo correcto era unificar las alícuotas y no segregarlas por niveles de ingresos. Los primeros, con la responsabilidad de recaudar porque eran gobierno, sostenían la inconveniencia de terminar con la segregación de alícuotas, aunque justificabando argumentalmente su posición en que proyectaría una injusticia tributaria. Los términos de un histórico contradictorio entre unos y otros se habían invertido, al compás de las conveniencias políticas coyunturales también de unos y otros. Poco tiempo después los socialistas fueron gobierno, los populares pasaron a la oposición... y las propuestas de unos y otros volvieron a invertirse.
Algo similar ocurre con las políticas sociales. Ni la “derecha” más recalcitrante negaría hoy la necesidad de construcción de “pisos de ciudadanía” o de acciones públicas destinadas a paliar los efectos de la pobreza extrema. No hay que ir muy lejos para verlo. La administración macrista, demonizada como “neoliberal”, ha impulsado la cooperativización de los cartoneros, por ejemplo, logrando para muchos de ellos su ascenso de un par de peldaños en la escalera de recuperación de su dignidad. Atravesando la General Paz vemos, por el contrario, gestiones “nacionales y populares” (¿socialdemócratas?) ignorando la pobreza, clientelizando los pobres e instalando por activa y por pasiva redes de narcotráfico e inseguridad que dañan principalmente a los más necesitados.
Pretender reconstruir alineamientos políticos sobre las opciones de hace medio siglo, atrasa medio siglo. La agenda de hoy, la que interesa a los ciudadanos, pasa lejos. Las etiquetas motivan a viejos militantes formados con catecismos de otros tiempos, y quizás sirvan para tranquilizar conciencias atormentadas, pero no responden a las demandas que los ciudadanos hacen a la política –y cuya respuesta es lo único que legitima éticamente al poder-: cómo enfrentar los problemas que presenta la realidad, que es cambiante y cada vez más dinámica e impredecible. Agrupar por ese lado a una fuerza política no la acercará a los ciudadanos, que en todo caso la mirarán con curiosa indiferencia.
Las organizaciones políticas más adecuadas para los nuevos tiempos no se caracterizarán por su “ideología” sino por su “metodología”. Serán funcionales a las que muestren mayor capacidad de generar consensos, articular intereses contradictorios y responder con eficacia a los problemas que los ciudadanos perciban como más importantes. Y retrocederán hasta convertirse en testimoniales las que se aferren a viejas creencias ideológicas, no porque las personas renieguen de las ideologías –en rigor, respetan cada vez más el derecho de cada uno a tener las creencias que quiera, por esotéricas que parezcan, y también su derecho inalienable a actuar en consecuencia y defender lo que le parezca más justo-, sino porque no aceptan el derecho de nadie a imponerle su ideología a los demás, y mucho menos desde el poder, lo ocupe quien lo ocupe.
En ese sentido, mi "ciber-amigo" tal vez no debiera preocuparse tanto de la definición ideológica del radicalismo, sino de acrecentar la madurez y transparencia del funcionamiento interno para que sirva de adecuado marco de síntesis de las diferentes posiciones, en condiciones de gobernar una sociedad tan compleja como la nuestra.
Ricardo Lafferriere
Esta curiosa afirmación trasunta una desconfianza, o para ser más precisos, una “auto-desconfianza” sobre las actitudes que podría tomar el radicalismo en caso de ser gobierno.
Sin embargo, como lo afirma esta columna desde hace muchos años, “socialdemócrata” no quiere decir nada. Sólo es una caracterización política propia de mediados del siglo XX, desconectada con los problemas actuales del mundo.
Socialdemócrata por antonomasia es, hoy por hoy, Rodríguez Zapatero y el socialismo español. Están sosteniendo el mayor ajuste económico de la historia de su país, a raíz de haber generado el previo “desajuste” sobre el que alertaron muchos, y que llevó a España a un nivel de desempleo del 20 %. ¿Eso significa?
“Al contrario...”, se afirmaría seguramente en un hipotético debate sobre el tema. “Lo que queremos es poner freno al capital financiero, regular su funcionamiento para evitar que repitan la crisis como la que estamos sufriendo”.
Perfecto. Pero eso es, justamente, lo que están impulsando Angela Merkel y Sarkozi, para nada “socialdemócratas” sino, más bien, dirigentes que serían calificados, sin dudar un momento, como “neoliberales”.
Es que, en realidad, ni “socialdemócrata” ni “neoliberal” definen ya nada, y ambos términos ocultan más de lo que dicen. Contienen recetas para los problemas de la primera mitad del siglo XX, que forman ya parte del arsenal de medidas disponibles y aplicables por todos. Ni un “neoliberal” dejaría de usar herramientas “socialdemócratas” si fueran necesarias para la correcta gestión económica, ni la inversa. Hoy mismo los diarios anotician que Bernake, presidente de la Reserva Federal norteamericana –o sea, “el propio Diablo”, diría Hugo Chavez- defendió la herramienta del déficit fiscal para sortear la recesión. Poco que ver con el “Consenso de Washington”...; mientras, Mujica (¿socialdemócrata?) convoca a la inversión extranjera en el Uruguay prometiendo bajar impuestos, no expropiar nada y garantizar el derecho de propiedad.
Quien esto escribe presenció, hace diez años, en España, un debate entre economistas del Partido Popular –entonces en el gobierno- y socialistas –entonces en la oposición- sobre la reforma el impuesto a las ganancias. Los segundos sostenían que con el nivel de desarrollo ya alcanzado por España, lo correcto era unificar las alícuotas y no segregarlas por niveles de ingresos. Los primeros, con la responsabilidad de recaudar porque eran gobierno, sostenían la inconveniencia de terminar con la segregación de alícuotas, aunque justificabando argumentalmente su posición en que proyectaría una injusticia tributaria. Los términos de un histórico contradictorio entre unos y otros se habían invertido, al compás de las conveniencias políticas coyunturales también de unos y otros. Poco tiempo después los socialistas fueron gobierno, los populares pasaron a la oposición... y las propuestas de unos y otros volvieron a invertirse.
Algo similar ocurre con las políticas sociales. Ni la “derecha” más recalcitrante negaría hoy la necesidad de construcción de “pisos de ciudadanía” o de acciones públicas destinadas a paliar los efectos de la pobreza extrema. No hay que ir muy lejos para verlo. La administración macrista, demonizada como “neoliberal”, ha impulsado la cooperativización de los cartoneros, por ejemplo, logrando para muchos de ellos su ascenso de un par de peldaños en la escalera de recuperación de su dignidad. Atravesando la General Paz vemos, por el contrario, gestiones “nacionales y populares” (¿socialdemócratas?) ignorando la pobreza, clientelizando los pobres e instalando por activa y por pasiva redes de narcotráfico e inseguridad que dañan principalmente a los más necesitados.
Pretender reconstruir alineamientos políticos sobre las opciones de hace medio siglo, atrasa medio siglo. La agenda de hoy, la que interesa a los ciudadanos, pasa lejos. Las etiquetas motivan a viejos militantes formados con catecismos de otros tiempos, y quizás sirvan para tranquilizar conciencias atormentadas, pero no responden a las demandas que los ciudadanos hacen a la política –y cuya respuesta es lo único que legitima éticamente al poder-: cómo enfrentar los problemas que presenta la realidad, que es cambiante y cada vez más dinámica e impredecible. Agrupar por ese lado a una fuerza política no la acercará a los ciudadanos, que en todo caso la mirarán con curiosa indiferencia.
Las organizaciones políticas más adecuadas para los nuevos tiempos no se caracterizarán por su “ideología” sino por su “metodología”. Serán funcionales a las que muestren mayor capacidad de generar consensos, articular intereses contradictorios y responder con eficacia a los problemas que los ciudadanos perciban como más importantes. Y retrocederán hasta convertirse en testimoniales las que se aferren a viejas creencias ideológicas, no porque las personas renieguen de las ideologías –en rigor, respetan cada vez más el derecho de cada uno a tener las creencias que quiera, por esotéricas que parezcan, y también su derecho inalienable a actuar en consecuencia y defender lo que le parezca más justo-, sino porque no aceptan el derecho de nadie a imponerle su ideología a los demás, y mucho menos desde el poder, lo ocupe quien lo ocupe.
En ese sentido, mi "ciber-amigo" tal vez no debiera preocuparse tanto de la definición ideológica del radicalismo, sino de acrecentar la madurez y transparencia del funcionamiento interno para que sirva de adecuado marco de síntesis de las diferentes posiciones, en condiciones de gobernar una sociedad tan compleja como la nuestra.
Ricardo Lafferriere
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