jueves, 31 de enero de 2013

Derechos Humanos: retroceso ultramontano



                Son recordadas aún las coincidencias entre Jorge Rafael Videla y Fidel Castro, en tiempos del “Proceso”, respaldándose recíprocamente en la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas ante cualquier reclamo por la vigencia de tales derechos en sus respectivos países.

                Según la tesis respaldada entonces por ambos gobiernos, los “derechos humanos” eran temas internos, por cuya violación  ningún “extranjero” podía interesarse. Formaba parte de la sacrosanta “soberanía nacional”.

                Afortunadamente, tal tesis ultramontana ha desaparecido del mundo civilizado. El ariete cosmopolita abierto de facto por los tribunales de Nuremberg luego de la Segunda Guerra Mundial tomó estado de derecho positivo internacional con el establecimiento de la Corte Penal Internacional, consecuencia de la consideración de los delitos de lesa humanidad como atentados que afectan no sólo a sus víctimas directas, sino a todo el género humano, por lo que están por encima de cualquier intento de limitación de carácter “nacional” para juzgar a sus autores.

                El Tribunal Penal Internacional tiene entre sus jueces paradigmáticos a un argentino reconocido internacionalmente por su valentía y su defensa del derecho: Luis Moreno Ocampo, quien fuera fiscal del Juicio a los integrantes de las ex Juntas Militares realizado por la justicia independiente apenas lograda la recuperación democrática, como parte de una política de estado iniciada con el envío al Congreso, para su consideración, la ratificación del Pacto de San José de Costa Rica, en el primer mensaje dirigido al cuerpo por el Presidente Alfonsín.

                Por supuesto, esta extensión está en construcción y es aún imperfecta. Aunque la mayoría de los Estados del mundo la ha ratificado, aún no lo han hecho algunos. Por ejemplo, Estados Unidos. Y tampoco Cuba. Siempre hay argumentos para justificar estas injustificables demoras. 

               Pero la Argentina no sólo fue firmante y el Convenio ratificado por nuestro parlamento, sino que la Corte Suprema ha considerado sus principios y normas como derecho aplicable, y en virtud de estos derechos es que se ha actuado contra ex funcionarios acusados de violar derechos humanos durante la última dictadura, en una interpretación que justamente es cuestionada no por limitada, sino por exageradamente amplia.

                El Estado de Israel, formado como hogar nacional para los judíos luego del holocausto en el que murieron seis millones de ellos por masacrados por la barbarie nazi y la indiferencia de gran parte del mundo, no puede menos que  interesarse por la investigación de dos atentados terroristas con decenas de muertos, realizados claramente contra personas que profesan la religión del Antiguo Testamento. Es insólito que se pretenda reclamarle que no se preocupe, o que mire para otro lado, cuando uno de esos atentados fue producido además contra su sede diplomática.

                La tesis que ha invocado el gobierno nacional, expresada por el Canciller Timmerman pero sin dudas ordenada por la Jefa del Estado, respondiendo a este pronunciamiento israelí, es que la investigación por estos hechos que según la propia justicia argentina eran funcionarios de un gobierno extranjero, pertenecen a la exclusiva competencia de la justicia argentina y un gobierno extranjero no tiene el derecho de interesarse, a raíz del principio…. ¡de la soberanía nacional! Cínico argumento, para justificar la renuncia al deber irrenunciable del Estado argentino de perseguir a dos delitos de lesa humanidad cometidos en su territorio.

                Retroceso ultramontano, en tiempos en que el mundo lucha denodadamente para construir el entramado legal de la globalización y un abandono de la sana política de estado de nuestro país desde 1983, considerando que la violación de los derechos humanos, en cualquier parte del mundo, ataca la dignidad de la humanidad en su conjunto y está por encima de cualquier consideración política de corto alcance.

                Un claro alineamiento del gobierno de Cristina Fernández con la tesis de Washington y de La Habana. Y un nuevo desprestigio para el país, en uno de los pocos símbolos de respetabilidad ética que nos quedaban en el mundo.

Ricardo Lafferriere

lunes, 28 de enero de 2013

¡Se viene el Cristinazo!


Cristinazo, inflación y salarios

            Cuando estalla la inflación, todo se desordena. No es una excepción lo que está pasando a causa del “Cristinazo” en el que país va ingresando, día a día. Lo adelantamos hace justo un año y en ese lapso la situación se ha empeorado al compás de la irresponsable gestión del “todo-vale”.

La inflación se desborda, y está al límite de ponerse fuera de control. Frente a ello, la presidenta comienza a recitar el tradicional libreto del ajuste que tantas veces repudió: las paritarias “deben tener techo”, que sugiere sea en la mitad de la inflación prevista.

            Pero la inflación… ¿es  culpa de los salarios?....

            Una nueva presión del gobierno nacional sobre los sindicatos busca poner un “techo” del 20 % sobre los aumentos salariales que comenzarán a discutirse en paritarias.

La medida genera obvias resistencias, no sólo en los sindicalistas más directamente relacionados con sus bases, sino por parte de la misma burocracia gremial que ha sido la socia íntima de la pareja gobernante desde 2003, personificada en la figura de Hugo Moyano.

Sólo el sindicalismo más oficialista, quienes fueran informantes del tenebroso “Batallón 601” durante la dictadura, Gerardo Martínez a la cabeza, actúa como ariete del discurso oficial, aunque sin muchas ganas.

Es natural: todos saben que, aunque la tolerancia de las bases es amplia respecto a los negocios y negociados, corrupción y corruptelas que les permite un nivel de vida exponencialmente más alto del de sus representados, ello es a condición de respetar una máxima: “Con el salario no se juega”.
           
            Desde esta columna, no coincidimos con aquellos que afirman que la inflación es causada por las subas salariales. Al contrario: los salarios son –en general- los últimos en actualizarse.

Es conocida la frase que se atribuye a Perón: los precios suben por el ascensor y los salarios por la escalera. Lo que no decía Perón es que antes que los precios y mucho antes que los salarios está la falsificación de dinero que realiza el gobierno. El suyo fue el primero. Muchos otros lo siguieron, hasta hoy.

            Actualmente, el 40 % del circulante es papel falsificado por el gobierno kirchnerista. Moneda sin respaldo, sin autorización parlamentaria, sin contrapartida en divisas ni riquezas reales. Papeles que han ido reemplazando a la moneda nacional, tan falsos como el relato K. Algunos rumores incluso adelantan una falsificación en escala global, cambiando la totalidad del dinero circulante por bonos kirchneristas que se denominarían pomposamente “pesos federales”.

            Por eso es que no nos sumamos a la demonización de las subas salariales que buscan recuperar la capacidad de compra perdida por la pérdida de valor de la moneda. Estamos, en este sentido, en las antípodas de Cristina Kirchner y la cúpula empresarial, aunque ello nos acerque al reclamo de Moyano, que, despechado, parece volver a buscar en sus bases el respaldo que rifó en casi una década de complicidad kirchnerista.

            Por supuesto que el problema no es lineal. Aunque las causas de la inflación puedan ser varias, no hay ningún caso en que su detonante no sea la defraudación por parte del gobierno de los recursos públicos. Efectivamente, el primero que da el paso al frente para apropiarse de ingresos ajenos es el Gobierno, reduciendo el valor de la moneda al provocar que cada peso en circulación sea más débil, es decir valga menos.

Lo hace de dos formas: apropiándose de las divisas que lo sostenían (llamadas Reservas del Banco Central) o fabricando nueva moneda sin respaldo. En ambos casos, gastado fondos públicos sin tomarse el trabajo de recaudarlos antes. Si ésto lo hace un particular, sería robo o falsificación. Como lo hace el Gobierno, se llama inflación.

            El reflejo inmediato ante este desfalco del Gobierno es que los precios aumentan. Aunque en realidad, no es que aumenten los precios, sino que como la moneda vale menos, es necesaria más cantidad para comprar las mismas cosas, ya que los productos deben subir “nominalmente” su precio, para poder intercambiarlos con otros productos, también más “inflados”.

Si no hicieran eso, las fábricas y negocios deberían cerrar, porque no podrían reponerlos. Entrarían en quiebra, con la consiguiente desocupación y crisis. La suba de los precios es, entonces, una medida defensiva destinada a sobrevivir, no a ganar más. No es responsabilidad empresarial. Es responsabilidad política. Su causante es quien gobierna, en nuestro caso y desde hace una década, el peronismo “kirchnerista”

            Ante estas subas, los trabajadores, últimos eslabones de una cadena perversa iniciada por el kirchnerismo ya hace siete años, reclaman, con justicia, aumentos de los salarios que les permitan comprar lo mismo que antes. Y además, pagar las tarifas del “cristinazo”, cuyas subas duplican en su dimensión al ajuste de su compañero Celestino Rodrigo, en tiempos de su antecesora Isabel Perón, en 1975.

            Por supuesto que siempre hay pícaros que siguen el ejemplo cínico del gobierno. Entre los empresarios, los que aprovechan para aumentar los precios más de lo que debieran, o reciben directamente los fondos públicos por sus vinculaciones con el poder. Y entre los trabajadores, los que en lugar de recuperar posiciones, reclaman aumentos desfasados con la inflación, que terminan –esos sí- haciendo subir más los precios y castigando a los consumidores.

            Porque como todo se descalabra, quienes tienen mayor poder logran disminuir los daños. Los más débiles son los que más pierden. Y siguiendo el viejo refrán de “a río revuelto, ganancia de pescadores”, saltan en punta los oportunistas. El primero es el Gobierno, que tiene el mayor poder, y es el que gana más, desatando el proceso. Las empresas más grandes reaccionan más rápido y tratan de evitar las pérdidas moviendo sus precios. Los sindicatos más fuertes logran defenderse mejor y tienen mejores aumentos.

Los que pierden son los empleados públicos, los docentes, policías, judiciales, militares y en mayor cantidad que cualquiera de ellos, los jubilados y pensionados. Por último, quienes no tienen trabajo estable ni formal, que ven reducir sus niveles de ingresos reales en forma dramática sin tener siquiera a quién reclamarle.

            Así se forma la cadena, que no es precisamente de la felicidad. El gobierno en una punta, apropiándose de una parte sustancial de la riqueza de los argentinos mientras se hace el distraído y busca a quién culpar. Cristina, a los empresarios y a los reclamos salariales. De Vido, vocifera sin vergüenza ninguna: “¡la culpa es de Macri!” y algún economista oficialista llega al límite del dislate: la inflación habría sido generada…. ¡por Julio Cobos! Kirchnerismo de libro: la culpa siempre es ajena.

Los jubilados, los pensionados, las provincias y municipios que no pueden fabricar alegremente los billetes con la imagen de Eva Perón, siguen en la cola. Y los desocupados y trabajadores informales, en la otra punta, sufren la suba de los precios, de los salarios activos, y de sus gastos de supervivencia. La “ilusión de riqueza” de los aumentos es inmediatamente seguida de la “desazón de pobreza”, al notar que a pesar de los aumentos, los salarios valen inexorablemente menos.

            Quizás uno de los mayores daños que provoca la inflación es la sensación de inseguridad, nerviosismo y agresividad, que se traslada a cada ámbito de convivencia. Las imágenes de las calles tomadas por la violencia y la intemperancia son la patética muestra de hacia dónde nos lleva un gobierno sin conciencia de sus límites y de sus deberes. El cristinazo se come el salario, pero peor aún, disuelve las esperanzas y licúa la solidaridad.

            Por eso decimos que la inflación es enemiga de una convivencia en paz, que es injusta y que no debe tolerarse que el gobierno la provoque por conveniencia, por malicia o para escudar su ineptitud. Y mucho menos, que pretenda que es buena, o que deba ser soportada por los asalariados limitando sus reclamos por debajo del deterioro sufrido por la moneda, contracara del aumento de precios que él mismo ha provocado.


Ricardo Lafferriere

lunes, 21 de enero de 2013

Una agenda de futuro



                De todas las críticas escuchadas diariamente al comportamiento político del oficialismo, la más reiterada alude a la ruptura del dialogo nacional. Esta ruptura tiene una consecuencia directa: la desaparición del pensamiento estratégico.

                El país no sabe hacia dónde se dirige. La oposición –salvo pocos chispazos esporádicos- ha congelado su debate en la reiteración de sus respectivas identidades, y el gobierno en el obsesivo endiosamiento de los caprichos presidenciales, de los que depende la suerte y el destino de cada funcionario. Pero el país no piensa en su futuro.

                No lo hace el parlamento, como cuerpo dominado por una mayoría inerte –a pesar de la frustrada insistencia de muchos legisladores preocupados-. Tampoco piensa la academia, cruzándose consignas como la tribuna de un clásico de fútbol, ni mucho menos el espacio intelectual o artístico, tironeado en la polarización grotesca del “con Ella, o contra Ella”.

                La reflexión nacional se ha recluido en pequeños espacios de iniciativa de compatriotas con ideas y visión actuando desde la sociedad civil –emprendedores, tecnólogos, productores, militantes solidarios de ONG’s, intelectuales y pensadores “des-alineados”, algunos pocos industriales- que han preferido ignorar lo público y pensar en sus vidas y potencialidades apoyados en su propio esfuerzo. Afortunadamente lo hacen, porque se han convertido en la única reserva estratégica del país.

                En este escenario, ¿qué será de la Argentina en los años que vienen? ¿Qué espacio le queda para recomenzar el camino, hacia dónde focalizar los esfuerzos, cuál es su papel en el mundo que se está construyendo mientras desde aquí reforzamos el aislamiento?

                Adelantando el momento, que inexorablemente llegará, se nos ocurren varios puntos de agenda que suponen todos el primer paso: la recuperación de la institucionalidad democrática.

1.       Reconstrucción de la convivencia bajo el estado de derecho. Este objetivo no se reduce a la jerarquización de los espacios de decisión y acción del Estado –Nación, provincias, Municipios, poderes del Estado, organismos descentralizados y autárquicos, etc-. sino que alcanza también, en forma decisiva, a reconstruir la actitud de respeto a la ley por parte de los ciudadanos. Sin ésta, cualquier programa público será inocuo. No pueden existir atajos de impunidad, actitudes de desafío al orden constitucional o institucional o violaciones penales miradas con tolerancia, simpatía ni solidaridad, por ningún motivo que no sea previsto en las propias leyes.

2.       Recuperar la capacidad de crecimiento. Sin ello, cualquier objetivo social carecerá de base, como un edificio sin cimientos. El punto desde que el que deberemos comenzar se encuentra varios escalones por debajo que a fines del siglo pasado por la liquidación de la infraestructura existente en ese momento, cuando contábamos aún, entre otras cosas, con energía, ferrocarriles, redes de comunicaciones actualizadas, puertos, rutas en aceptable estado y buenos índices educativos. Este punto incluye un abanico de desafíos, entre los que se destacan:
a.       la necesidad de capacitación de la población para participar del cambio científico técnico del nuevo paradigma productivo global –empresarial, tecnológica, laboral-
b.      la decisión sobre las fuentes disponibles para financiar la gigantesca inversión necesaria, tanto para recuperar lo perdido como para los nuevos objetivos.
c.       un programa energético sustentable, centrado en las tecnologías limpias y la conciencia ecológica agregada a la distribución, la industria y el consumo, reduciendo al mínimo la dependencia de combustibles fósiles.
d.      la decisión sobre el eslabón tecnológico al que apuntar los esfuerzos propios.

3.       Acordar como política de Estado objetivos medibles de inclusión social. Los ciudadanos deben sentir y comprobar que el ordenamiento público los alcanza, los incluye y considera a su bienestar como principal preocupación. Esos objetivos deben definir:
a.       Programa de urbanización de asentamientos.
b.      Programas integrales y racionales de viviendas.
c.       Profunda transformación educativa y garantía de la obligatoriedad mínima, tanto en la oferta como en la asistencia.
d.      Plan interjurisdiccional consistente de recuperación de la seguridad ciudadana.
e.      Sistema de salud pública general eficiente.
f.        Elaboración de un sistema consistente de previsión social trans-generacional, con su necesaria etapa de transición.

                La agenda de futuro no puede obviar los puntos mencionados, pero tampoco puede reducirse a ellos. El cambio en el mundo, aunque su visión está obstaculizada por el “ruido” de la crisis financiera global, prosigue en forma acelerada.

                Nuevos paradigmas productivos se agregan y se asoman a los protagonizados en las últimas décadas, que –bueno es destacarlo- no formaron parte de la mayoría de las plataformas electorales pero han cambiado la vida cotidiana.

                La revolución de las comunicaciones, la música en red, la extensión de las redes de comunicación vía teléfonos celulares, la incorporación de la domótica a los procesos productivos, desde los industriales hasta los agropecuarios, desde el diseño hasta el arte, el surgimiento de Internet con la información libre y accesible en tiempo real y las comunicaciones convertidas en un “comodity”, son elementos que se han instalado en nuestra sociedad atravesando todos los sectores sociales y pasando por todos los obstáculos de un sector público atrasado, dominado por gestores políticos de mirada obsoleta y concepciones filosóficas, políticas y económicas arcaicas.

                Sobre estos cambios de naturaleza incremental –porque están asentados en el conocimiento, la ciencia y la tecnología- aparecieron nuevos problemas, pero también se apoyan nuevos cambios.

                Los nuevos problemas se relacionan con la inseguridad ciudadana, la instauración del narcotráfico, la violencia, el cambio climático, la superexplotación de los recursos, la polarización social. Debemos preverlos, estudiarlos y combatirlos.

                Los nuevos cambios insinúan una nueva revolución productiva que seguirá aumentando el protagonismo y las posibilidades del “hombre común”, agregando a las ventanas abiertas por Internet y las redes sociales. Debemos potenciarlos, capacitándonos y actuando.

Entre las novedades llamadas a protagonizar la próxima revolución productiva global se destaca la expansión de la “impresión 3D”, que permite fabricar en domicilio, con terminales económicamente accesibles, partes crecientemente sofisticadas de artefactos, productos terminados y hasta compuestos orgánicos, pasando por encima de las barreras aduaneras, comerciales o políticas.

Me adelanto a responder que no se trata de ciencia ficción, ni de propuestas para el primer mundo. No sólo países desarrollados sino pueblos pobres como Ghana, Sudáfrica y VietNam  están fomentando la incorporación de impresoras-fábricas hogareñas en las zonas más atrasadas de sus territorios. Nuestras instituciones universitarias de punta ya trabajan en ellas, al igual que en la ingeniería genética, la microelectrónica, la nanotecnología y la robótica.

Lo que hay por hacer es inconmensurable, para recuperar terreno, consolidar el piso de ciudadanía y convivencia y sostener las iniciativas de los compatriotas más lúcidos y dinámicos. Y un tema que no por tabú es menos importante: cómo defendernos.

Apasiona pensar en ello y angustia observar los temas que nos atan al ayer.

Frente a ese escenario, no parece gran contribución seguir discutiendo entre el “antikirchnerismo bobo” o el no menos bobo “para-kirchnerismo oportunista”, o entre la visión “Nac & Pop” de los nuevos ricos o la “neoliberal” de los antiguos, ambos de un cínico y anquilosado conservadurismo. Mucho menos ver a nuestra primera mandataria meterse disfrazada de guerrillera en los túneles de la guerra de Viet Nam, exhibir con orgullo una muñeca que pretende replicarla, o atemorizar con cínica autosuficiencia a un artista que se atreve a sospechar el origen de su inexplicable enriquecimiento.

Pero tampoco sirve demorar la confluencia alternativa por impostar rudimentarios ideologismos de otros tiempos, otro mundo y otro país. El futuro argentino, el que latía en la las gigantescas marchas de setiembre y de noviembre, requiere otra actitud, no tanto de los ciudadanos que ya trabajan por él, sino del escenario público que debería servirlos.

Una agenda de futuro. Podría aducirse que es imposible pensar en ella mientras no salgamos de esta pesadilla. Sin embargo, también podría sostenerse que si nos avocáramos a ella sería más entusiasmante la propia lucha para sacarnos de encima este insoportable marasmo.
               
Ricardo Lafferriere

martes, 15 de enero de 2013

"...cloacas si, o cloacas no..."


                Es el ejemplo  que utilizó Hermes Binner como tema que podría dar lugar a una confluencia programática opositora amplia, y tácitamente como contraejemplo de las dificultades que generaría –en su opinión- encontrar acuerdos entre quienes tienen “bases conceptuales diferentes”, aunque sin cerrar –afortunadamente- las puertas a tal propósito.

                Humildemente, sugiero otros temas que pueden servir de ejes de acuerdo, además de las cloacas:

Estado de derecho sí, o estado de derecho no.
Independencia de la justicia sí, o independencia de la justicia no.
Federalismo si, o federalismo no.
Libertad de prensa sí, o libertad de prensa no.
Medios de comunicación oficiales plurales sí, o medios de comunicación oficiales plurales no.
Utilización partidista del poder sí, o utilización partidista del poder no.
Respeto al parlamento sí, o respeto al parlamento no.
Moralidad administrativa sí, o moralidad administrativa no.
Autarquía municipal sí, o autarquía municipal no.
Libertades públicas sí, o libertades públicas no.
Derechos y garantías sí, o derechos y garantías no.
Reemplazo de clientelismo por ciudadanía sí, o reemplazo de clientelismo por ciudadanía no.
Lucha anticorrupción si, o lucha anticorrupción no.
Políticas sociales de inclusión sí, o políticas sociales de inclusión no.

                En todos estos temas, es posible articular acuerdos que acerquen a argentinos con posiciones diferentes en lo político, en lo ideológico, en lo religioso, en lo regional. Permiten articular a izquierdas con derechas y centros, viejos con jóvenes, porteños con provincianos y hasta ricos con pobres. Sería una especie de “pacto neo-constituyente”, indispensable ante las ruinas en que el kirchnerismo dejará convertido al país cuando termine su gestión.

                Frente a la pesadilla populista que está terminando de desarticular lo que queda de la democracia, del estado de derecho, de la independencia de la justicia, de la libertad de prensa, de la moralidad administrativa, de los derechos y garantías de los ciudadanos, del federalismo y la autarquía de los municipios, vale la pena intentar que el acuerdo no se reduzca sólo a las “cloacas si o no”, sino que responda a las expectativas de la gran cantidad de argentinos que pretenden volver a colocar al país en la senda de una democracia madura, fresca, participativa, plural, tolerante y abierta.

                En todo lo demás, seguramente habrá miradas finalistas diferentes y está bien que así sea. Una confluencia de tal amplitud exige que cada participante conserve celosamente su identidad, porque esas diferencias fortalecerán la democracia en el juego de un estado de derecho auténtico. El debate político y parlamentario honesto decidirá en todo caso sobre aquellos temas en los que no exista acuerdo. Pero antes, hay que recuperar ese estado de derecho de una amenaza tan grave como no ha existido desde 1983.

                En suma, recrear un país para todos, en todos los sentidos de la palabra, conviviendo en paz y pluralismo y definiendo periódicamente su rumbo en un debate sin trampas.

Ricardo Lafferriere

lunes, 14 de enero de 2013

El problema está adentro



                No está mal que la presidenta recorra el mundo. Viajando, siempre se aprende. La pujanza en la diversidad del avasallante desarrollo tecnológico, la toma de conciencia del mercado global, la percepción de un nuevo paradigma planetario signado por el encadenamiento productivo mundial, son datos que –si se sabe observar- dejarán un buen agregado de conocimiento y experiencias.

                Desde ese enfoque, todos los viajes son positivos. Una recorrida como la que realiza ahora, por países de categorías diversas –Cuba, Arabia Saudita, Vietnam- se suma a los anteriores, a Libia, Egipto, Angola, agregados positivos, en suma, a los tradicionales desplazamientos a los países del primer mundo y del entorno regional sudamericano.

                Nos permitimos, sin embargo, acotar que gran parte del problema argentino se relaciona más con déficits internos que con nuestra inserción internacional. De nada servirá abrir los mercados cárnicos, por ejemplo, si los exportadores argentinos no pueden sacar su producción. O de trigo, o de maíz.

                A pesar de las buenas intenciones –que deben descontarse- de la señora presidenta, difícilmente su mensaje sea tampoco convocante a inversores de riesgo.  Éstos  observan escrupulosamente la vigencia del estado de derecho, el respeto a las normas y la existencia de una justicia independiente que pueda garantizarle sus inversiones según las reglas pactadas y vigentes, antes de decidir una inversión directa en el país, cualquiera sea su dimensión.

                No se trata, por supuesto, de renunciar a la independencia de criterio, ni de abrir el país en forma acrítica o irreflexiva, como lo propuso hace veinte años el anterior gobierno del partido de la señora presidenta. Al contrario, lo necesario es debatir con madurez y decidir la sanción de reglas estables que, una vez dictadas, deban cumplirse por todos.

                La propia inserción de eslabones argentinos del mejor valor agregado posible en el encadenamiento productivo global, que sería el paso más virtuoso para un gran salto adelante, se da de bruces con el voluntarismo y la discrecionalidad de decisiones tomadas verbalmente, cargadas de oportunismo o de ideologismo.

                Y, por último, el ranking de corrupción. La ubicación de nuestro país en el listado de países más corruptos del mundo y la tenaz resistencia a abrir las cuentas públicas y de los funcionarios al escrutinio de los ciudadanos obstaculiza esas decisiones, habida cuenta que el nuevo paradigma supone normas homologables internacionalmente: el “just on time” que no puede condicionarse por decisiones arbitrarias o intempestivas del poder político, los proyectos competitivos, la ausencia de costos ocultos, la libertad de provisión de insumos y de exportación de producción con normas estables, y, por último, la seguridad jurídica para todo el proceso.

                La justa protesta contra los desbordes asfixiantes de los mecanismos financieros desbocados generadores de la crisis que hoy golpea al planeta es justa y debe acompañarse. Deja de ser creíble, sin embargo, mientras sigan tolerándose entre casa enriquecimientos sin justificación con fondos públicos, prebendas ilegítimas a empresarios amigos, y privilegios a los allegados con protecciones de mercado sólo justificadas por la cercanía de sus beneficiarios a los esquemas de poder.

                El problema, en síntesis, no está tanto afuera. Está entre nosotros. Y quien tiene las herramientas para atacarlo no son los opositores, ni los gremialistas, ni –en alguna medida- los propios empresarios, sino el funcionamiento del poder hegemonizado por la propia primera mandataria, viciado por convicciones autoritarias y escasamente respetuosas de las normas que deberían regir las relaciones entre el poder y los ciudadanos.

Ricardo Lafferriere

domingo, 6 de enero de 2013

Dichos y hechos



                “Fíjense en lo que hago, no en lo que digo”, le expresó en su momento Néstor Kirchner a los empresarios españoles, cuando les anunciaba el comienzo de su política económica discrecional. Aunque en muchos aspectos hay un alejamiento de la consigna, la presidenta continúa en este rumbo.

                De seguir sus dichos, no habría forma de no alarmarse. Un ataque grosero e insolente a la justicia, esta vez a la Cámara Civil y Comercial; la grotesca e impostada solicitada en los diarios británicos por Malvinas, que colocó al país nuevamente en una posición de ridículo internacional; su puesto en escena de una extravagante decisión administrativa confiscando el predio de la Sociedad Rural, que se sabía desde el inicio que sería revocada judicialmente por su manifiesta ilegalidad;  su afiche de estética modernista, tan atrasada como su discurso, para proclamarse “Capitana” emulando a Eva Perón; su justificación del escatológico festejo en la ESMA que el kirchnerismo había convertido en el ícono de la memoria del horror; y por último su nota de cuatro páginas para contestar una pregunta de Ricardo Darín sin contestarla –porque no tiene cómo hacerlo- cargándolo de agravios y amenazas veladas. Tal es el saldo de la primera semana del año.

                Sin embargo, los hechos son distintos. Ha ofrecido específica y concretamente a los “Fondos Buitres” reabrirles la posibilidad del canje de la deuda, luego de haberlo negado con vehemencia hace poco tiempo y haber calificado de traidores a la patria a quienes le solicitaban normalizar los pagos externos; ha triplicado el precio del gas en boca de pozo a las empresas productoras, luego de haberlo negado expresamente durante casi una década; ha anunciado un incremento sustancial de los boletos de transporte urbano, en la línea señalada por la sensatez aunque sin prever el mantenimiento de subsidios para los sectores de ingresos fijos como le fuera indicado por la oposición; ha autorizado el incremento tarifario de la energía, en la misma línea, también desdiciéndose de su política anterior. Hechos, que se intenta ocultar tras una retórica vacua, cuyo efecto en la realidad no tiene el efecto atemorizante de otros tiempos –porque nadie la toma en serio- pero tampoco la virtud exaltadora de la pasión militante hacia los propios, ya desorientados por la bastardización del discurso y su escasamente modélica conducta personal.

                Tanto los dichos como los hechos dejan mucho que desear. Los dichos, por lo mendaces. Los hechos, porque se ocultan tras coartadas discursivas que evitan su comprensión por los ciudadanos para evitar mostrar con crudeza la situación económica a la que nos ha conducido su gobierno, por capricho, imprevisión e intereses escasamente virtuosos, cercanos a lo partidista más condenable y alejados de la visión de estadista con la que a menudo intenta vestirse, anglicismos aparte.

                Mirado el país desde el escenario global, es dolorosa la marcha inexorable hacia la intrascendencia. Ubicados en el plano interno, es imposible no sentir la decadencia.

                Aunque esta semana mostró también una foto de esperanza. Tal como en diciembre destacamos desde esta columna la convocatoria del radicalismo al arco opositor para acercar posiciones en defensa de la democracia, hoy debe destacarse la capacidad de diálogo, a contramano de la política oficial, de dos jefes de ejecutivos locales de diferente signo político, de la provincia de Buenos Aires y de la Capital, dando pasos conjuntos en la solución de problemas concretos de gestión, en este caso puntual referido al tratamiento de residuos urbanos.

Lo que debiera ser un hecho normal en un país democrático, significó sin embargo un fresco aire de cambio que muestra que es posible otro país. Es mucho más importante que cualquier dicho de circunstancia. Las dos fotos nos permiten imaginar que lo que viene será mejor, sustancialmente mejor, que la voz crispada gritándole al espejo.

Ricardo Lafferriere

sábado, 29 de diciembre de 2012

Aporte para la polémica



El futuro progresista

El “espíritu de época” en el que se formaron políticamente varias generaciones durante la segunda mitad del siglo XX podría resumirse en una creencia básica: el principal “issue” de la sociedad capitalista es que el capital “compra” trabajo y trata de pagar por él lo menos posible. Como en una grotesca tira de historietas, quien prefiriera el crecimiento se acercaría a las posiciones capitalistas, y quien dependiera de un salario sería socialista.

La vieja contradicción (aclaremos: propia de las sociedades centrales) era enfrentada desde el campo del trabajo por dos caminos ideológico - políticos: el revolucionario y el reformista. Del primero, surgieron los partidos comunistas con sus diversas ramas. Del segundo, la socialdemocracia en sus diferentes versiones. 

Ambos caminos para transitar “en el sentido de la historia” –era dogma en esos tiempos que la historia tenía un “sentido”…- culminarían con una sociedad que habría terminado con la propiedad privada, alcanzado la “socialización” de los medios de producción, no habría más asalariados ni empresarios, y tampoco “plusvalía”, “alienaciones” ni “explotación del hombre por el hombre”.

El campo del capital, por su parte, sería económicamente “liberal”, reclamando la menor cantidad posible de trabas a su acumulación y a la disposición de su propiedad.

Entrado el siglo XXI, haya sido o no verdad en su momento –el capital recurrió muchas veces a la acción del Estado, y los obreros reclamaron varias veces liberalización, como ocurrió en la Argentina con el socialismo temprano de Juan B. Justo-, esta afirmación ya no refleja realidades ni creencias. No pertenece más al “espíritu de época”, salvo en algunos que, atrasados, se niegan a mirar la marcha del mundo. El 95 % del planeta ha adoptado la organización capitalista arrinconando al socialismo real en Cuba, Corea del Norte y algún que otro exponente residual de la utopía revolucionaria del siglo XX.

Los “países líderes” en aquel camino socialista revolucionario son hoy los capitalismos más salvajes: Rusia y China. Los que adoptaron el rumbo reformista “socialdemócrata”, por su parte, volcaron su relato hacia el centro, simbiotizándose en tal medida con el funcionamiento del sistema que disputan con sus viejos adversarios la misma base electoral intercambiable, en una simbiosis expresada en propuestas periódicas que podrían ser de unos o de otros. Ambos enfrentan los mismos problemas con similares recetas, según a cuál de ellos les toque estar en el gobierno cuando asoman los tiempos de las crisis.

El “socialismo” no es más la utopía, o al menos no una utopía que justifique exterminar generaciones. Tampoco es ya el enemigo, o el rival, del capitalismo, la otra  utopía por la que se dejaban vidas. No lo es porque el componente salarial dejó de ser el determinante de la ganancia, debido a que el éxito de las organizaciones gremiales y la conciencia política solidaria del género humano en su conjunto establecieron niveles de retribución del trabajo aceptables a grandes rasgos por ambas partes.

El exponencial avance científico-técnico ha independizado cada vez más la producción del trabajo humano directo. En su lugar, la humanidad busca mejorar los aspectos de su convivencia que considere en cada momento y lugar incompatibles con su ideal de justicia, que además está siempre en evolución. Capitalismo y socialdemocracia son conceptos imbricados definitivamente en la esencia de la sociedad moderna. La propuesta de volver a separarlos no es un avance, sino intentar volver la historia atrás.

La sociedad de productores –diría Bauman- de empresarios y obreros, que enmarcaba el antiguo conflicto, se ha transformado en una sociedad de consumidores, de la que ambos son accionistas. Y ello no se ha reflejado aún en una contextualización que, al estilo del marxismo durante los siglos XIX y XX, configure una cosmogonía que explique lo que pasa y sugiera hacia dónde ir. 

La novedad es que fuera de ese juego, hay cada vez más excluidos, no contemplados por la reflexión central del viejo análisis. Los viejos rivales y actuales socios son interpelados por los que quedaron afuera, que son cada vez más. Los conflictos entre ellos ya no reclaman la épica de los viejos tiempos sino ajustes periódicos en paritarias, impuestos y condiciones de trabajo.

Antes estaba claro: una política progresista debía ampliar los salarios, incrementar el consumo, mejorar las condiciones de vida de los trabajadores, virtualmente con el cielo como techo. Desde la mirada rival, el salario debía reducirse para ampliarse la ganancia, con ese excedente ampliarse la inversión y de esa forma incrementar la producción. También con el cielo como techo.

Hoy, leyes que limitan el tiempo de trabajo, que establecen pisos salariales, que reglamentan las discusiones paritarias –condiciones de labor y de retribución-, que prevén las indemnizaciones por accidentes y enfermedades, que organizan los sistemas previsionales, han creado alrededor del trabajo un entramado defensivo que, aunque dinámico y en permanente rediscusión, es previsible y ha alejado a sus protagonistas de sus límites. Ni los trabajadores están al borde de la inanición, ni los empresarios están amenazados por los quebrantos. Al menos, no a causa del conflicto de clases.

El capital, a su vez, ya no es el “señor” de su propiedad. Está limitado por leyes impositivas, reglamentaciones societarias, normas anti-monopolio, reglas ambientales, y un entramado normativo que acota su “libre disposición”. Y ambos, por fin, están objetivamente limitados por la finitud de los recursos naturales y energéticos del planeta.

Los obreros y trabajadores en general, en las sociedades maduras, han obtenido mejoras sustanciales en sus niveles de consumo, y los empresarios han logrado ganancias que exceden largamente las necesidades de inversión. Obreros –con la socialdemocracia- y empresarios –con los partidos propietarios- se han corrido al centro, compartiendo la mayoría de las políticas.

Los excluidos del poder

El problema de hoy no son obreros contra empresarios, que han llegado a una “pax romana” con apenas algunos escarceos anuales de discusiones marginales de salarios. El problema son los excluidos –de la economía, de la política, del poder-.

Entre los excluidos, los hay de muchas categorías. Los mayoritarios y en condiciones éticamente más condenables son aquellos excluidos de todo. Están en umbrales de miseria, sin capacidad de presión, sin huelgas en las que apoyar sus reclamos y sin mecanismos de defensa dentro del sistema con los cuales luchar para mejorar su vida. No tienen leyes sociales, salarios mínimos ni paritarias. No tienen obras sociales, aportes previsionales ni futuro.

Pero no son los únicos. Enormes contingentes de antiguas y nuevas clases medias sufren hoy –en todo el mundo- situaciones crudamente peores que muchos escalones de la clase obrera organizada, a pesar de su capacitación, su esfuerzo en mejorar su calificación profesional y sus crecientes horas de trabajo.

Miles de docentes y médicos, enfermeras y abogados, ingenieros y comerciantes, productores y pequeños emprendedores, reciben ingresos sumamente inferiores a la de los obreros escalafonados, no tienen protección social, son cercados en forma inmisericorde por las políticas impositivas, sus regímenes previsionales son rudimentarios y misérrimos, y sienten el desinterés –cuando no la hostilidad- del poder político, por su resistencia a incluirse en organizaciones burocráticas con los que “acordar” y su tenacidad en mantener su independencia de criterio, de juicio y de valores. Económicamente son menos excluidos que los pobres de solemnidad, pero no mucho menos excluidos de la política real.

La política, por su parte, no los entiende. Organizada con las pautas  de mediados del siglo XX, sigue razonando en clave del viejo conflicto de “obreros vs. empresarios”.  Socialdemócratas y “nacional-populares”, liberales y revolucionarios de viejo cuño, se conjugan en su desprecio. La insistencia en descalificar su desmarque de las antiguas épicas –que no los representan, ni los motivan- los hace receptores de miradas de impostada superioridad, como la de los profesores de dudosa sapiencia invocando el “principio de autoridad” para no tener que fundamentar sus afirmaciones.

Y a veces, de descalificaciones plenas de soberbia, como la de “gorilas pequeñoburgueses”, “malditas clases medias”, “egoísmo posmoderno” y otras similares, expresadas por quienes adueñados de las estructuras del “sistema” han logrado posiciones de privilegio que sienten peligrar por la creciente transparencia con que el mundo hiper-conectado deja al descubierto, ora su apropiación rentística, ora su desinterés o su incomprensión de la situación injusta padecida por muchos.

Y sin embargo, esos muchos son la  nueva mayoría social. Están entre los sectores bajos excluidos, medios-medios y hasta algunos medios-altos. No hay que ir lejos para detectarlos. En la Argentina vimos los últimos en el 2008, a los segundos en setiembre y noviembre del 2012 y a los primeros en los saqueos de diciembre. La propia huelga general del 20 de noviembre de  2012 expresó reclamos más propios del “conjunto social” –como la vigencia de la Constitución, la denuncia a la inflación y la propia falta de independencia de la justicia- que demandas sectoriales.

Son la masa desarticulada de una sociedad posmoderna, sin estamentos. En el 2008 no fueron “organizados” por la Mesa de Enlace, a la que los “autoconvocados”, verdaderos protagonistas de la gigantesca protesta, miraron sólo como indicador de referencia. En las imponentes marchas del 2012 no respondieron a partidos políticos ni organizaciones sectoriales, los que se sumaron al final luego de reiterar prevenciones y recelos porque de pronto advirtieron con sorpresa que estaban conformadas por sus tradicionales votantes, también autoconvocados a través de las redes sociales. Y en los saqueos de diciembre, los impulsores no fueron las “organizaciones piqueteras”, en tranquila coexistencia con el poder que ya las cooptó, sino, también, ciudadanos sueltos, nuevamente “antoconvocados”, sumergidos en la pobreza sin horizontes y ansiosos de compartir siquiera las migajas del festín del consumo.

Protestas varias, autoconvocados diversos

Cada uno protestó con las herramientas a su disposición, las que obtuvo con su estadio educativo, sus creencias y convicciones –o ausencia de ellas- y su nivel de indignación, tolerancia o reclamo.

¿Éticamente repudiables? Por supuesto que sí, desde la ética abstracta oficial a la cultura del sistema, especialmente “los que no robaban plasmas precisamente para comer”, como repetían en cadena el gobernador de Buenos Aires Daniel Scioli,  el exdirigente gremial y actual diputado Recalde, el actual dirigente sindical Yaski y el coro de la Cámpora para condenar a los excluidos que saquean.

Destaquemos, antes que nada, que una generalización de la descalificación ética se parece más a una coartada discursiva que a un análisis profundo. Los profesionales del caos impulsando los desmanes –muchos de ellos, integrantes de las “barras bravas” que se alquilan a quien pague- no son lo mismo que las amas de casa de hogares carenciados, con sus hijos, que aprovecharon la oportunidad de abarrotarse de fideos, gaseosas y aceite. Ambos son marginales y aprovechan las grietas que se les abren por los conflictos políticos donde, de pronto, su acción vale. Pero ellas no cargaban los televisores que ellos privilegiaban. Y ellas seguramente no cobraban por los servicios prestados.

Curioso, sin embargo, que las condenas éticas desde el “escenario” hacia los que se llevaron plasmas en el desorden no hubieran sido antes dirigidas a los que, con muchas menos necesidades, se quedaban con terrenos públicos a precios de miseria en el sur, a los que confiscaron empresas privadas por encima de cualquier marco legal, a los que se enriquecieron con negociados de salud vaciando las obras sociales y a los que saquearon los ahorros previsionales privados para financiar con ellos sueldos orgiásticos en empresas públicas que les sirven de cobertura, o de coartada.

Omitamos calificar la autoridad moral para un cuestionamiento ético por el robo de electrodomésticos de quien antes se ha apropiado de lo ajeno –o ha silenciado su condena a robos igualmente repudiables- en condiciones imposibles de justificar por ninguna necesidad vital. Lo que importa al respecto de este análisis es que la crítica se realiza –una vez más- en el marco de un sistema en el que los que hablan son los socios del viejo tejido de poder hoy burocratizado, que de pronto advierten que ya no están solos sino que otros, la mayoría, quiere participar –o mejorar su participación- en la distribución de la torta.

Ni las voces capitalistas ni las socialistas o “socialdemócratas” entienden a estos marginales de todos los sistemas e instituciones. Han coincidido con repudios automáticos y viscerales las voces empresarias, pero también las de respetados –y valiosos- dirigentes socialistas. El más claro, Hermes Binner, fue tajante: los saqueos –dijo- no responden a hambre, ni a necesidades. “Son actos vandálicos” que “no están ligados a la pobreza”, fue su diagnóstico, para exculpar rápidamente de cualquier sospecha de participación en los eventos a la CGT o a dirigentes gremiales.

Mauricio Macri, por su parte, abordó el tema con un discurso no muy distinto, aunque con un matiz más contemporizador: “la mayoría son jóvenes que ni estudian ni trabajan”, expresó, para luego condenar a “líderes de poca monta, escondidos tras quienes tienen reales necesidades”.

El radicalismo y el peronismo tradicional, salvo sus exponentes más dogmáticos, comprendieron mejor el fenómeno, porque están más cerca, siquiera por antiguos reflejos, de sus viejos representados. Nunca adhirieron en forma expresa ni miraron al mundo tras las lentes de la “lucha de clases” ni de la formidable intelectualización marxista del capitalismo central, sino que han convivido siempre con la dinámica de una sociedad plural y compleja, cuya estructura está alejada del prisma ideológico de las sociedades maduras.

Saben, por experiencia, que cuando el terreno está preparado, cualquier chispa es capaz de encenderlo, y que esa chispa puede llegar desde cualquier lado: un ladronzuelo de poca monta, una interna de algún grupo piquetero o por alguna discusión por pequeñas o grandes influencias, izquierdas o derechas…y hasta por pícaros contendientes del escenario político que aprovechan la situación explosiva. Una vez desatado el incendio, su capacidad de extensión es grande y en última instancia depende de lo preparado que esté el terreno.

En consecuencia, también saben que la discusión sobre de dónde partió la chispa normalmente oculta el verdadero análisis: por qué se llegó a tener el terreno preparado. Lo otro es circunstancial y aleatorio, porque si no hay condiciones adecuadas, no hay chispa que tenga capacidad de encenderlo. El verdadero análisis sobre las causas debiera alejarse de las “chispas” y enfocar por qué existe ese terreno preparado luego de los años más extraordinarios con que el mundo obsequió a la economía argentina durante las gestiones kirchneristas.

Las propias nomenclaturas ideologizadas que se bloquean en la confusión, reaccionan por instintos pero con la duda íntima de no sentir sus posiciones “encuadradas” en un contexto ideológico que han declarado oficial, pero que no interpreta los problemas ni ofrece soluciones. Curiosamente, encuentran más comodidad en viejos próceres pre-ideológicos como Leandro Alem, identificado genéricamente con los "desposeídos", el "sufragio libre", la "honestidad en el manejo de los fondos públicos" y la "vida municipal" que en la intelectualizada visión de sus socios actuales.

Intuyen que algo no está bien, por ejemplo no haber condenado al menos con la misma dureza los hechos puntuales de corrupción de funcionarios de la máxima cúpula del poder que al robo de un radiograbador o un televisor en el marco de una turba desatada en una situación de pobreza y exclusión.

Las reacciones opositoras no fueron “socialdemócratas” ni “procapitalistas”. Fueron de sentido común, entendiendo la exclusión, el corrosivo influjo de la inflación en los ingresos de todos y en la propia convivencia, la negativa influencia del efecto demostración de los jerarcas oficiales enriquecidos por la corrupción y el peligro general que implica el deterioro institucional.

Hasta que llegó –cuando no- “ella”. Su diagnóstico desubicó a varios. El peronismo, que ella integrara, habría sido el gran motor de los desbordes, los de antes –ayudando a derrocar gobiernos radicales- y los de ahora, que buscarían derrocarla a ella… Por supuesto, como ya es costumbre, su voz hablando al espejo no tuvo más que respuestas simbólicas o de circunstancias, sin interlocutores que la tomaran en serio.

¿Cómo organizar entonces todo esto? ¿Cómo recomenzar?

El camino “revolucionario” implosionó con el  cambio de rumbo en China a partir de 1977, el derrumbe de la URSS y la caída del muro de Berlín. El “socialdemócrata”, por su parte, se diluyó paulatinamente a la evolución del mundo, y su diálogo estructural con los “partidos populares” desembocó exitosamente en un estadio exponencial de crecimiento de las fuerzas productivas globales, apoyado en el desarrollo científico técnico, la revolución de las comunicaciones y la reformulación de las cadenas productivas y mercado global. Y mientras tanto, el aislamiento y los modelos autárquicos pusieron techo al crecimiento de quienes insisten en él, desde Cuba y Venezuela hasta Corea del Norte y Argentina.

Debe reconocerse que una gran novedad interpela la reflexión de “suma cero” que justificaba las viejas ideologías: no se trata ya de quitar a unos para darle a otros, enfrentando clases contra clases. La presión impositiva argentina sobre aquellos “a los que se les saca”, por ejemplo, se encuentra ya entre las más altas del mundo.

Hay ciudadanos –como los emprendedores rurales- a los que, entre el diferencial cambiario, las retenciones a la exportación y los impuestos directos e indirectos, se les extrae más del 80 % del valor de su producción. No es imaginable “sacarles más” porque están en el límite de su apuesta a la generación de riquezas.

Los problemas de hoy responden a otra matriz, en la que si hay quien se queda con recursos ajenos no es quien los produce, sino el que se los apropia. Es obvio que quien más recursos tiene, más debe aportar para sostener las políticas públicas. El problema está en hacer racional esa carga y en la correcta aplicación de esos recursos, que permitirá reducir esa presión fiscal para recuperar capacidad de inversión y crecimiento.

La socialdemocracia, entonces, ya no es una receta porque cambió la enfermedad. Tampoco lo es el camino revolucionario, porque de pronto queda claro que “la historia” no tiene un sentido inexorable, sino muchos posibles, redefinidos a cada paso.

Ni siquiera los “avances sociales” tienen exclusivo origen socialista, o "socialdemócrata". Los propios partidos patronales reclaman su “royalty”. Empezaron con el Bismark, en Alemania. Y se extendieron por encima de ideologías y regímenes políticos a la Inglaterra victoriana de hegemonía conservadora, la Italia fascista, la Argentina conservadora-radical-peronista, la Francia bonapartista y luego de la Tercera República, el Uruguay de Batlle, el Brasil de Vargas…

La socialdemocracia -se dirá- ya es diferente a su origen de partido de clase. Hoy su objetivo es mejorar la vida de las personas, hacer más equitativa la distribución del ingreso, proteger a los más débiles. Bien. Pero si ésto es así, no tiene diferencias sustanciales con todos los partidos de masas, aún los "populares", cuyos objetivos dicen ser los mismos. Las diferencias no ameritan justificaciones ideológicas, sino en todo caso eficacia en los resultados. En consecuencia, su raíz identitaria no se corresponde con su esencia actual.

¿Entonces qué?, se interrogan muchos.

De la dialéctica a la modernidad reflexiva

La forma de enfrentar los problemas que nos presenta la nueva sociedad, la “sociedad de riesgo” –como la definiría el neomarxista Ulrich Beck- tiene varios frentes, algunos de los cuales son de rápida implementación y pueden concitar un respaldo que atraviese la mayoría de los ciudadanos.

La sociedad actual, dominada por riesgos presentes e impredecibles, funciona en modo diferente a como lo sugería la dialéctica de las contradicciones. Y requiere, para enfrentarlos, una actitud diferentes que conlleva la búsqueda de acuerdos y consensos coyunturales que pueden afectar a viejos rivales de otros tiempos, hoy obligados a sumar esfuerzos para una defensa común. Tal vez el caso “macro” más claro sea la coincidencia entre rusos y norteamericanos, grandes enemigos de la guerra fría que mantuvieron al mundo en vilo durante siete décadas, hoy conjugando esfuerzos contra el terrorismo que los amenaza a ambos. O el riesgo planetario por el deterioro climático, que obliga a la búsqueda –compleja pero inexorable- de acuerdos ambientales internacionales que incluyan a los rivales más marcados.

Los riesgos de la Argentina  de comienzos del siglo XXI no están vinculados con “contradicciones sociales” sino con problemas de naturaleza funcional entre el poder y los ciudadanos que traban su evolución y su capacidad de crecimiento. Un poder burocrático-autoritario, legítimo de origen pero con acelerada pérdida de legitimidad funcional, borra el límite constitucionalmente permitido de la coerción, avanzando sobre los derechos de las personas.

Ese poder dispone de fondos públicos en forma arbitraria, recaudando y gastando en forma caprichosa. Omite los debates propios de una democracia participativa invocando sólo su legalidad de origen, mientras actúa violando los límites al ejercicio del poder establecidos por el sistema institucional vigente en un crudo ejercicio de las más conservadoras “democracias delegativas”. Avanza sobre la independencia de la justicia –último resguardo institucional de los derechos de las personas- y sobre la libertad de expresión. Persigue al periodismo crítico y demoniza a las voces opositoras. Impregna a la sociedad de una expansión sobre actividades propias de los ciudadanos, constitucionalmente alejadas de las facultades públicas, sobre clichés ideológicos que el país y el mundo superaron hace décadas a costa de sangre y muertos defendiendo las libertades.

El riesgo –grave, de consecuencias peligrosas- es la alteración de la paz social y la convivencia nacional. Y en consecuencia, ese riesgo abre la oportunidad para una gran confluencia de todos los damnificados por la falta de reglas, para reinstaurarlas y recomenzar la marcha. En esa otra etapa habrá otros alineamientos, otros protagonistas, otras demandas.

Por lo pronto, es urgente reconstruir el entramado institucional que ayude a generar mediaciones y a separar “la paja del trigo”, porque entre todos los niveles de los excluidos hay tanto honestos desesperados como pescadores de río revuelto. Recuperar la confianza en el estado de derecho, para volver a contar con un circuito virtuoso de inversión y crecimiento. Erradicar la inflación, para recuperar el control sobre la economía pública y privada. Ordenar las relaciones económicas y sociales sobre la base de la vigencia de la ley, desterrando el voluntarismo autoritario y los caprichos del poder.

“Cosmopolitismo consciente”, dirían algunos. Es el desemboque natural de la “modernidad reflexiva”, método que es más aconsejable que la dialéctica de las contradicciones que subyace epistemológicamente en los agrupamientos “socialdemócratas” y “neoliberales” y que, con mayor humildad, persigue el tratamiento de los problemas percibidos como tales por la mayoría de los ciudadanos, o por agregados de ciudadanos que sufren puntualmente una agresión a su vida, sus expectativas o sus intereses.

La modernidad reflexiva requiere lograr la culminación de la modernidad inconclusa, para utilizar sus herramientas en el abordaje de los problemas ocasionados por la propia modernidad. Este método agrupará ciudadanos –esencia de la política- tras la solución de problemas reales, cotejará propuestas, generará consensos, acotará los disensos y no pretenderá reemplazar los deseos de las personas por recetas ideológicas fabricadas para otras realidades (como la “socialdemolcracia”, el “neoliberalismo”, u otros similares diseños cosmogónicos) sino que tomará herramientas de unos y otros para enfrentar los problemas atacados.

Devolver poder al parlamento, a las provincias, a las legislaturas, a los municipios, a los Concejos Deliberantes. Discutir en forma transparente y participativa cada fuente de ingresos públicos y cada asignación de recursos. Terminar con el ocultamiento de la gestión estatal y evitar cuidadosamente su patológica utilización clientelar. Parafraseando a un “filósofo” popular, dejar de filosofar, “al menos por dos años” y abrirse a espacios de acuerdos a reales políticas de estado, sin insistir dogmáticamente en interpretaciones y recetas diseñadas hace varias décadas, para solucionar problemas de otras sociedades y recrear la condición ciudadana de las personas sin pretender imponerles conclusiones prefabricadas.

Reconstruir la convivencia política con una sólida base representativa impone también reconstruir los partidos desde sus estados de asamblea, para retornar savia vital a sus estructuras formales, buscando incluir a los excluidos dentro de sus marcos de reflexión y debate. Escuchar y contener, más que dirigir y “encuadrar”; respetar, más que alinear. Si, por el contrario, la tarea se confunde con la reproducción de las nomenclaturas, con procesos amañados, dogmas reciclados, opiniones alineadas, exclusiones reiteradas, puertas cerradas y mera competencia florentina o maquiavélica por un poder en vías de extinción, el resultado empeorará la anarquía.

El futuro progresista

El autor de esta nota intuye una bifurcación en el camino de ese espacio que en la Argentina insisten en conformar radicales con socialistas, reconociendo de antemano que todo futuro es opaco y que obviamente, puede estar equivocado.

Piensa que pueden pasar dos cosas: que el radicalismo se proponga y  logre atraer a los socialistas –los de su propio seno, y los de su primer marco de alianzas- a una mirada actualizada, abierta y transformadora, que formule los interrogantes de una sociedad en cambio imbricada íntimamente con el escenario global, decidida a protagonizar el futuro, con nuevos socios y alianzas sustancialmente ampliadas; o que quede anclado en la dogmática mirada de un mundo que murió, extinguiéndose lentamente  por acción de la esclerosis, aferrado a estructuras mentales y organizativas de otros tiempos y renunciando a aportar su experiencia histórica, su protagonismo y sus cuadros de gobierno a la construcción real de una sociedad de ciudadanos.

El “futuro de los ciudadanos”, en este caso, encontrará nuevos cauces, como ha ocurrido cada vez que en tiempos de cambios, los canales políticos existentes se han mostrado incapaces para expresar las nuevas aspiraciones y los nuevos rumbos. Porque los partidos políticos son categorías históricas, vigentes en cuanto les sirven a los ciudadanos para expresar sus problemas, proyectos y sueños. Si los que existen no lo hacen, los ciudadanos crean otros.

Leandro Alem, antes de fundar el radicalismo, fue senador por el Partido Autonomista de Adolfo Alsina. Hipólito Yrigoyen, antes de ser radical, fue diputado por el Partido Republicano. Ni uno ni otro partido respondieron a las expectativas y necesidades de los ciudadanos marginados de la época por lo que,  junto a otros prohombres, se apartaron para dar origen al mayor experimento político de la democracia argentina, la Unión Cívica Radical.

Su redefinición permanente, su imbricación con la democracia republicana plena, su desapego con modas ideológicas y su íntima vinculación con la sociedad le permitió adaptar sus propuestas al cambiante “estilo de época” del mundo y del país durante más de un siglo. Fue el partido por antonomasia de la modernidad política.

La culminación de esa modernidad política significa reconstruir la vida pública e institucional que creará los marcos para enfrentar los problemas –viejos y nuevos- con la herramienta del debate colectivo que traerá su componente reflexivo. Aplicado un camino provisoriamente aceptado, habrá nuevos problemas, algunos de los cuales surgirán como consecuencia no buscada de la solución para el problema anterior, simplemente porque así es la vida y porque el futuro es opaco y con alta dosis de imprevisibilidad. Habrá que crear otros marcos de debate, con otros protagonistas y posiblemente actuar con otros aliados, frente a rivales también diferentes.

Ningún “ísmo” viejo o actual puede adelantar el escenario que viene. Ningún antiguo “ísmo” tiene la solución para los problemas que hoy son la consecuencia de acciones tomadas antes. Ningún “ísmo” puede prever el contenido de valores y demandas de tiempos futuros. Esa es la condena y a la vez, el desafío de superar las construcciones ideológicas totalizadoras. Pero como contrapartida, es la portentosa potencialidad del debate permanente, de la superación de esclerosis, de la redefinición continua de objetivos.

O sea, de la propia vida.

Ricardo Lafferriere