viernes, 5 de marzo de 2010

Argucia victimizante

“Hay un intento evidente de destitución”, proclamó la señora presidenta, desde su atril, al referirse a la conformación de autoridades de las comisiones del Senado de la Nación y al cuestionamiento realizado por la oposición a su apropiación de fondos en poder del Banco Central.

No es la primera vez que recurre a esa afirmación. En rigor, desde que asumió su cargo ha aludido a una presunta intención “destituyente” de quienes no coinciden con su particular forma de enfocar los problemas nacionales. Los argentinos recuerdan su vehemente acusación al gobierno de Estados Unidos cuando, a pocas semanas de haber asumido, la justicia de ese país descubrió el caso de contrabando de dólares destinados a su campaña electoral, luego confirmado, y luego a la hiperutilización del mismo argumento en oportunidad de pretender alzarse con la totalidad de la rentabilidad agropecuaria mediante las “retenciones móviles” aplicadas por decreto.

Más tarde, quienes resistieron ser despojados de sus ahorros previsionales se integraron al mismo propósito “virtual” en la visión presidencial, y posteriormente fueron sumados a la maligna legión los medios independientes y ciudadanos que se opusieron a su inefable ley de medios audiovisuales, cuyo objetivo fue disciplinar a la prensa independiente, desmantelar la producción audiovisual nacional y convertir en un vocinglerío inentendible el debate nacional, al que atenazaron con la cadena nacional cotidiana, por un lado, y la multiplicidad de medios gratuitos con financiamiento estatal –o sea, con fondos de todos- difusamente distribuidos en los lugares de concentración masiva, por el otro.

El último manotazo fue su desbordada obsesión de apropiarse de los fondos custodiados por el Banco Central, que –obviamente- no pertenecen al Estado Nacional y que están fuera de sus competencias administrativas. La conmoción que significó esta última medida al afectar fondos que no están ni siquiera de manera eventual o indirecta en manos del Poder Ejecutivo, no sólo evidenció la ausencia de límites de cordura en la gestión presidencial, sino que generó un nuevo capítulo de acusaciones “destituyentes”, sumándole el novedoso “partido judicial”, que según el febril razonamiento de la señora presidenta y de su esposo, se habría conformado, una vez más, para destituirla. La decisión del Juez Oyharbide de sobreseer a Néstor Kirchner por su enriquecimiento ilícito sin investigarlo como lo haría con cualquier ciudadano no atenuaría el lapidario juicio presidencial sobre la intención “destituyente”, también de la justicia.

A esta altura, pocas dudas caben que el libreto destituyente no constituye más que una primitiva argucia victimizante, sin otra base real que su propio deseo de escapar de su función sin pagar el precio político de sus chifladuras. El país sufre las consecuencias con su atraso, su endeudamiento y su creciente inmersión en el estancamiento, polarización social y pobreza. Sin embargo, todos estos males no necesariamente son irreversibles si fueran el precio para que desde el corazón del abanico opositor avance el gérmen de un nuevo “ethos” político que anuncia el pluralismo de la Argentina que viene, una vez finalizado este ciclo de cine barato de terror.

Las actitudes victimizantes de la presidenta están ayudando a gestar el post-kirchnerismo en el que tendrá cabida todo el amplio colorido de una opinión nacional diversa, creativa, plural, democrática. Si en lugar de entretenernos en la patética coyuntura de un poder que claramente no está en sus cabales ponemos nuestra mirada en los tiempos que vienen, tendremos claro que el actual no es un tiempo perdido, sino un tiempo de gestación. Curiosamente, tendremos algo para agradecerles, que florecerá cuando –afortunadamente- ya no estén.

Ricardo Lafferriere

domingo, 21 de febrero de 2010

Sin poder, sin plata y sin consenso

“Nunca imaginé que todo terminaría así”, dicen los diarios que habría reflexionado días atrás el ex presidente, en Olivos, al observar cómo se le escurre el poder día a día, con la defección de otrora súbditos sumisos que comienzan a privilegiar sus proyectos personales y en consecuencia a tomar distancia del sistema K.

Las elecciones del 28 de junio del 2009 le confirmaron que su poder institucional estaba en picada, y aunque sus actos en el negro segundo semestre del año pasado quisieron demostrar que lo conservaba, su incapacidad de conductor estratégico lo llevó a batallas menos que simbólicas: la aprobación de una reforma política proscriptiva lo llevó a alejarse de sus socios del retroprogresismo, y quizás terminará beneficiando más a la oposición que a su proyecto continuista; y su aprobación forzada de una ley de medios audiovisuales amañada que incrementó su rechazo popular lo aisló totalmente de los medios independientes y lo encerró aún más en una burbuja. Hoy hasta Carlos Menem está en condiciones de jugar con él al gato y al ratón.

La plata, por su parte, se acabó. Luego de desperdiciar una de las oportunidades históricas más brillantes de las últimas décadas en dislates antológicos y una corrupción ramplona, los dos caballitos de batalla que el destino y la suerte pusieron en sus manos –los “superávits gemelos”- han estallado y lo obligan a una contabilidad “griega” para dar letra a los discursos de su esposa, en los que si antes nadie creía, ahora directamente nadie escucha.

Su obsesión por actuar como si ello no ocurriera lo ha llevado a destrozar el sistema jurídico argentino, avanzando sobre la letra expresa de las leyes con un cinismo cuya consecuencia es tensar aún más la convivencia. Confiscó ahorros previsionales privados, se apropió de los públicos, destina fondos provinciales a sus ocurrencias escatológicas –como el fútbol estatal, o la aerolínea “de bandera”- y por último va sobre la última reserva de la economía simbólica, los activos del Banco Central (ocultando los pasivos), elaborando un discurso rudimentario que oculta la finalidad de esos activos, que no es otra que preservar el valor de los ingresos de los argentinos.

Las medidas que está adoptando parecieran indicar que eligió el camino de la hiperinflación. Es posible que piense que la inflación se controla con el INDEC. Si es así, olvida que los argentinos que sufren la caída de valor de sus ingresos no siguen los datos del INDEC, sino de las facturas de servicios que le llegan y los precios que pagan por sus consumos imprescindibles.

Es posible también que piense que las movilizaciones que le hicieron a Alfonsín y a de la Rúa para forzar sus renuncias no podrán repetirse contra él, porque tiene a los caudillejos bonaerenses suficientemente atados. Sin embargo, la reflexión que debiera hacer es otra: en aquel momento, esas movilizaciones al menos tenían quien las condujera, lo que significaba que aún ubicado en el ultimo escalón de organicidad, alguien había para comenzar a hablar la reconstrucción. De hecho, los desbordes terminaron como por arte de magia cuando Alfonsín y de la Rúa fueron sucedidos por presidentes peronistas. Si existiera ahora un desesperado desborde sería por la presión de la miseria y superando a los propios cacicazgos bonaerenses. Jugar con esas necesidades, es jugar con fuego.

Y el consenso... no sólo no lo quiere, ni lo busca, sino que será cada vez más difícil de lograr a medida que avance en sus dislates, los que terminarán en el momento en que no tenga más fuerza para la imposición directa, lo que se acerca cada vez más. Ya la perdió en Diputados y está en el umbral de hacerlo en el Senado, cuando su vilipendiado rival y predecesor decida bajarle el pulgar.

Por ahora, prefiere encerrarse en la creación del dicurso apocalíptico. “Fondo del Bicentenario o ajuste salvaje”, repite el coro estable. “Si no lo votan o si no encuentran alguna otra forma de conseguir recursos, háganse cargo del ajuste”, amenaza Pichetto, fingiendo olvidar que hace apenas tres meses aprobaron un presupuesto que hoy deben confesar que era “de mentira”, como lo había señalado entonces la oposición. Por supuesto, de parar de robar, ni hablar.

¿Es ese entonces el dilema, robo o ajuste? Pues, para Kirchner, sí. La única alternativa que rompería esa lógica de hierro sería una fortísima apuesta inversora, que requiere un elemento totalmente alejado de las posibilidades del kirchnerismo: un shock nacional e internacional de confianza en el país, en el estado de derecho, en la justicia, en la convivencia en paz, en la intangibilidad de los derechos de las personas, en acuerdos estratégicos nacionales.

Ello lograría que los productores siembren, que los industriales inviertan, que los bancos presten, que la gente gaste, que los exportadores vendan, que los acreedores refinancien. Pero ninguno de esos extremos es posible con la permanencia del kirchnerismo en el poder, porque requerirían un amplio consenso nacional de respaldo, lo que en su visión maniquea no es una opción considerada y, por el contrario, mientras estén los K en el poder, ni siquiera serán considerados por quienes deben decidirlos.

La pareja cuenta con informes no publicados: su imagen positiva no alcanzaría ya al 10 % de los argentinos. No obstante, la presidenta redobla diariamente su vocación de “maestra de Siruela, que no sabía leer y puso escuela” y el ex presidente potencia sus denuncias destituyentes sumando ahora a su más novedoso descubrimiento, el “partido judicial”. Cada vez menos cordura, cada vez más solos.

“Nosotros o el país”, termina siendo la opcion final del kirchnerismo. Y lamentablemente, Nestor Kirchner ya tiene la decisión tomada.

Sin poder, sin plata y sin consenso, era inexorable que terminara así su épica de utilería. Y todavía le falta –nos falta- una agonía de casi dos años...

La mejor forma de aprovecharlos, siendo los K una causa perdida, es preparar el despegue de la Argentina que viene: profundizando la comunicación y el diálogo entre quienes serán protagonistas, abriendo los espíritus para acostumbrarlos a la tolerancia, inundándolos de patriotismo para volver a sentirnos parte de un destino común, ejercitando todos los días la templanza para resistir las provocaciones e intentando frenar las chifladuras que agrandan el problema que dejarán y hacen más insoportable la pobreza para los –cada vez más- compatriotas que la sufren.



Ricardo Lafferriere

El deporte de disparar contra Cobos

¿Qué une a Cristina y Néstor Kirchner, Mauricio Macri, Elisa Carrió, Aníbal Fernández, Agustín Rossi, Miguel Angel Pichetto, Luis D’Elía, Moyano, Hebe Bonafini, “la Cámpora”, Hermes Binner, “Carta Abierta” y Amado Boudou? Curiosamente, su cuestionamiento a Julio Cobos, que ha recibido como frutilla del postre el brulote de Beatríz Sarlo que La Nación publicara en tapa en su edición del viernes.

Cada uno seguramente tiene sus razones y también seguramente no son las mismas. Lo que es curioso es la coincidencia en atacar a un funcionario que ocupa la segunda jerarquía en importancia constitucional y a quien nadie le imputa ninguna violación a sus obligaciones institucionales, la comisión de un delito o algún hecho inhabilitante para el ejercicio de su papel.

Invocar, justamente en un país institucionalmente patas arriba como la Argentina, que no es “correcto” que el Vicepresidente elegido en la misma fórmula que la Presidenta continúe en su cargo si discrepa con ella no resiste el más mínimo análisis político ni institucional, mucho menos con lo que le costó al país el antecedente de Chacho Álvarez.

En ese ataque coincide un expresidente que ha elegido su sucesora –para más, su propia esposa- sin haber realizado siquiera una asamblea o reunión de las autoridades de su partido; con otros que han abandonado el partido por el que fueron electos legisladores sin renunciar a su banca, formando desde ella un partido adversario; otros han liquidado a sus aliados políticos en forma inmisericorde llegando hasta la destrucción del partido “aliado”; otros que han pasado por los extremos del abanico ideológico al haber sostenido con el mayor desparpajo las políticas noventistas y hoy son fundamentalistas de su antítesis; o que se han enriquecido y lucran en forma miserable con sus representados sin frenarse siquiera ante la salud de los afiliados a sus gremios, participando en mafias criminales relacionadas con el narcotráfico; o que a pesar de decirse “opositores” han coincidido con varias iniciativas patéticas del oficialismo; con todos esos antecedentes, digo, rasgarse las vestiduras porque el Vicepresidente no obedece como perrito faldero a la presidenta y por lo tanto debería irse, es, cuando menos, incoherente.

Al escucharlos, pareciera que si el Vicepresidente renunciara, con eso alcanzaría para que la Argentina entrara en una plataforma de despegue imparable, que se acabaría la inflación, no habría más deuda externa, finalizaría la pobreza, los jubilados cobrarían lo que les toca y no les robarían más sus recursos para fines clientelistas, se reducirían los precios de las obras públicas a la mitad de su valor porque no habría corrupción, se incrementaría la seguridad jurídica deteniéndose la fuga de divisas, crecería la inversión, bajaría la desocupación, subiría el salario real, los docentes comenzarían las clases, los jueces serían independientes, no peligrarían los activos del Banco Central, los enfermos de las obras sociales comenzarían a recibir remedios en lugar de veneno, bajarían las tasas de interés y todos seríamos felices. Quizás, hasta no habría más lluvias torrenciales en la Capital...

Que eso lo diga la presidenta, sería entendible. Además, nadie la escucha. Pero que se sumen al coro de impresentables Elisa Carrió y Mauricio Macri, y hasta una de las voces mayores de la intelectualidad argentina, como Beatríz Sarlo, repitiendo los mismos argumentos kircheristas que han sido rebatidos por los politólogos más destacados de la academia, es incomprensible.

La renuncia de Julio Cobos sumiría a la Argentina en una crisis institucional gravísima. Su actuación a partir de su alejamiento de la coalición de gobierno ha generado en los argentinos la sensación de que es la garantía de que, en caso de conmociones que nadie quiere, el país no volvería a atravesar los dramáticos días de los cinco presidentes. Y esa misma actuación ha demostrado que no ha asumido en todo ese tiempo ninguna acción que pueda considerarse impropia de su función, ni conspirativa, ni “destituyente”.

Al contrario: ha cordializado y ayudado a distender innumerables situaciones políticas tensadas en forma irresponsable por el matrimonio presidencial, como su voto en el caso de la propia resolución 125, que trajo al país un bálsamo de tranquilidad frente a la locura desatada desde el oficialismo.

Cierto es que para algunos aspirantes a la sucesión presidencial, el respaldo popular con que cuenta es molesto. No parece, sin embargo, que el antecedente de su participación en la fórmula con Cristina Kirchner lo inhabilite para tener “in pectore” su aspiración, como cualquier ciudadano podría hacerlo, mucho más cuando su propio partido, que en última instancia es el único eventualmente afectado por esa aspiración, ha decidido abrirle sus puertas para la competencia interna, a la que él ha ratificado que se someterá.

Quienes piden su renuncia invocan la falta de antecedentes en otros países. Pero ¿es que hay antecedentes en otros países de Presidentes que se apropien de recursos particulares para decidir su imputación discrecionalmente? ¿o que pretendan manotear los activos de respaldo de la moneda por su propia decisión? ¿alguien podría imaginar al presidente de Estados Unidos, por ejemplo, decidiendo por sí adueñarse de los activos de la Reserva Federal en contra de la decisión de la autoridad monetaria, y sin autorización del Congreso? ¿alguien podría imaginarlo en el Brasil? ¿o en el Uruguay? ¿o en Chile?

¿Alguien podría imaginar que en cualquiera de esos países se cambie la fecha de las elecciones por decisión de la mayoría, sin un amplio consenso? ¿alguien podría imaginar que la investigación de un enriquecimiento del 700 % de la pareja gobernante durante su mandato pueda ser cerrada por contar con un Juez vulnerable?
Pero además: ¿está prohibido discrepar? ¿Esto significa que para la oposición estaría prohibido coincidir en nada con el gobierno? ¿Esa es la democracia a la que aspiramos?

La presencia de Cobos en ese cargo es, incluso, la mayor garantía de estabilidad para el propio gobierno. ¿O no piensan qué podría pasar –o ya hubiera pasado- si el sucesor establecido ante un eventual caos en lugar de un radical, fuera un peronista?

Los hechos muestran más bien a Cobos tratando de cumplir con su rol institucional con la mayor prudencia y no puede decirse que esté liderando la oposición. Lo único que por el momento lidera son las encuestas, lo que no es poca cosa pero que debería en todo caso servir de advertencia para quienes lo demonizan desde los flancos.

La oposición política está claramente liderada por los bloques opositores parlamentarios con un excelente trabajo de acercamiento protagonizado por un gran abanico en el que participan importantes dirigentes de todo el colorido de la democracia argentina, incluida Elisa Carrió, Felipe Solá, Federico Pinedo y hasta Pino Solana. Y en el plano de la política partidaria por el principal partido de la oposición, la UCR, que está cumpliendo su proceso de reagrupamiento y reorganización con estándares verdaderamente encomiables.

Su Comité Nacional, presidido por Ernesto Sanz, y sus bloques parlamentarios presididos por el Senador Gerardo Morales y el diputado Oscar Aguad muestran una creciente solidez en sus posiciones y una capacidad de articular coaliciones que demuestran el aprendizaje del viejo partido en uno de sus problemas históricos más notables, que era su dificultad para realizar acuerdos. Los trascendentes procesos de los partidos nuevos (la Coalición Cívica, el Pro, el GEN) y el surgimiento de peronistas con vocación republicana e institucional, por su parte, ayudan a ser optimistas de cara al futuro.

No parece una buena actitud por parte de los valiosos dirigentes que componen el arco opositor distraer o debilitar las posibilidades de un sólido y articulado trabajo conjunto para frenar las chifladuras oficiales abriendo una brecha con un funcionario que ha demostrado estar más cerca de la sensatez que de las locuras y que seguramente deberá prestar varios servicios a la reconstrucción institucional de la Argentina desde la función que ocupa, la que debiera recibir en todo caso el mayor respaldo y legitimidad posible.


Ricardo Lafferriere

miércoles, 17 de febrero de 2010

Bicentenario, modernidad y posmodernidad

El derrumbe del 2001 en la Argentina fue centralmente, un derrumbe del Estado. Pero el escenario del derrumbe sacó a la superficie una sociedad extremadamente compleja.

Aunque existe una tendencia universal hacia el crecimiento de los espacios de libertad de los ciudadanos frente al orden normativo como una de las notas características “posmodernas” en pocos lugares como en la Argentina ese orden normativo encontró una interrupción tan abrupta como durante los acontecimientos vividos en ese traumático período que comenzó en diciembre de 2001 y, en algunos aspectos, se extiende hasta hoy. ¿Había llegado a la Argentina la avanzada de la posmodernidad?

La posmodernidad, caracterizada por fragmentación creciente de las cosmovisiones, es en realidad el resultado natural de una de las vertientes de la modernidad que edifica su construcción teórica sobre la piedra angular de la libertad natural de las personas, el libre albedrío y la ficción del contrato social tácito. Esta visión, la de Locke y el propio Montesquieu, choca e interactúa con las de Hobbes y de Rousseau -y más cerca en el tiempo, sus extremos expresados por el marxismo y los fascismos de entreguerras- inclinadas más hacia la comunidad, lo colectivo, la nación o el Estado. Para la primera visión, la libertad intrínseca de las personas sólo puede ser restringida en forma excepcional en aquellos temas y dentro de los límites especialmente delegados en el poder por los hombres nacidos “libres e iguales”. Su primer logro “estrella” es la Constitución norteamericana -fuente de la nuestra- en la que los ciudadanos tal cuál son constituyen la piedra angular del sistema político.

La otra vertiente de la modernidad, más “continental”, por el contrario, no renunció nunca a reivindicar el papel central del poder estatal, cambiándole su ficción de origen legitimante: Dios (fundamento último del poder del Papado y del Imperio) dio paso a la soberanía popular y los reyes –representantes de Dios- a los representantes electos. Cambió el contenido del poder, pero no su función normativa y, en los hechos, la lucha por la ampliación de la libertad ha sido, en los países que siguieron esta visión, más dificultosa y conflictiva. El desmantelamiento de las formas feudales-monacales premodernas del medioevo se “delegó” tácita o expresamente en el poder del nuevo Estado y no tanto en la libertad de los individuos que, de hecho, generaba desconfianza en las élites revolucionarias por las “deformaciones” que el anciano régimen habría provocado en la presunta rectitud natural del pensamiento humano. Su ámbito “estrella” es Francia, que mantiene la imagen del Estado fuerte y todopoderoso cuya edificación comenzó en tiempos de las monarquías absolutas.

De hecho, las dictaduras y los fascismos del siglo XX se dieron en países latinos, continentales y latinoamericanos y también en estos países surgieron las utopías del “hombre nuevo”, construido en teoría por la acción del poder, “democrático” pero hegemonizado por las élites. La construcción de ese "hombre nuevo" difícilmente hubiera podido arraigar como un objetivo del poder en una sociedad apoyada en el Contrato Social. Es paradógico que la justificación de las modernas dictaduras se enraize en este ideal de la ilustración de pretender crear, mediante la acción del Estado, un ser humano moderno y racional, liberado de las creencias irracionales del feudalismo, la religión y los fetiches.

De todos modos, a través de su vertiente más nítida o de la más diluida, la modernidad se ha caracterizado por ampliar crecientemente la libertad individual, acompañada por la convicción creciente de los ciudadanos en su derecho a la autonomía. En ambos casos, se dejaba atrás la creencia en un orden natural, con estratos de poder de base divina, étnica, ideológica y con diferencias jerárquicas consideradas justificables o indiscutibles.

La modernidad evolucionó hasta abrir el camino a la posmodernidad. El actual retroceso del Estado y de las instituciones normativas heterónomas, como las religiones, han provocado en el mundo occidental una notable expansión de la multiplicidad en la identidad de las personas e intereses, cual un caleidoscopio de diferencias inimaginables hace pocas décadas. La posmodernidad, en este aspecto, ha sido el triunfo del ideal moderno de la libertad individual y del libre albedrío: el hombre sin ataduras ni disciplinamientos a cosmogonías políticas, religiosas, ideológicas o raciales. Sobre esta sólida base intelectual han florecido los infinitos matices del presente.

Alcanza con observar las nuevas formas familiares, las prácticas sexuales separadas de la reproducción, las nuevas formas económicas individuales y empresariales, la virtualidad en las relaciones, la temporalidad crecientemente aceptada de los vínculos de pareja, las diversas formas de asociacionismo activo en post de los más variados intereses, desde ambientales hasta sociales, desde culturales hasta económicos. Todo este colorido postmoderno, cuya característica es la fragmentación y el alejamiento de las cosmogonías disciplinantes es incompatible con sociedades cerradas, con Estados fuertes y conductas humanas ordenadas por el poder, aún del apoyado en la ficción de la soberanía del pueblo.

En el mundo actual, el pensamiento progresista moderno ha abandonado esa visión atrincherada en arcaicos ecos autoritarios, por ser disfuncional con el mundo de las redes, del protagonismo ciudadano, de la creciente libertad y tolerancia con la diferencia. Se trataba, en efecto, de un poder que perdía y pierde día a día legitimidad para intervenir en los comportamientos humanos y cuyas exhortaciones a “bañarse en tres minutos”, “llevar una linterna al baño”, “comer cerdo para estimularse sexualmente” o “comer carne blanca para volar como los pollos” se asemejan a hilarantes curiosidades de museo. Nadie las toma en serio.

El proceso argentino, en este aspecto, convoca a la indagación. En la gestación del nuevo país existió una corriente modernizadora y otra conservadora. Los modernizadores se inspiraron en la visión contractualista, desde Moreno y Monteagudo hasta Echeverría, Alberdi y el propio Sarmiento. Los conservadores, sin embargo, no edificaron una construcción teórica “roussoniana”, sino que más bien se fueron inclinando a la búsqueda de la restauración del orden colonial, premoderno, en una línea de pensamiento que parte desde Saavedra y se deliza hasta Rosas.

Fue recién con la organización nacional que ese modernismo continental encontró cauce en las generaciones de la organización nacional primero (Urquiza-Mitre-Sarmiento-Avellaneda) y luego en la del 80: una democracia “borbónica”, en que las elites ilustradas perseguían la construcción de un país con libertades, pero sin ceder un ápice el poder. El saldo fue innegable: se construyó un país injusto, pero el adjetivo fue mayor que el sustantivo. Era un país injusto, pero era un país. Producción, masiva inmigración voluntaria, escuelas públicas con educación universal, estado civil registrado por el Estado –y no por la Iglesia- sobre la base de leyes laicas de alcance universal, universidades, ferrocarriles, telégrafo, comercio exterior, primeros ensayos de industrialización, creación artística, ejército profesional... Nadie, hasta ahora, ha mostrado un proyecto superior. Proyecto que, bueno es recordarlo, incluia destacados voceros -como Joaquín V. González, Pellegrini y el propio Roque Sáenz Peña- que sostenían la urgencia de la evolución del sistema político hacia una democracia más inclusiva, como era el reclamo del naciente radicalismo.

Ese "país injusto" gastó casi todo el siglo XX en la lucha “contra” el adjetivo, la injusticia, olvidando en la mayoría de las etapas históricas recientes que la “justicia” no podía lograrse destrozando el sustantivo -el “país” construido-, sino mejorándolo. El siglo XX, a partir de 1930, fue una larga letanía de suma cero o negativa, en la que la suerte del país fue relegada tras los vanos esfuerzos de arrebatarse ingresos, poder y prestigio unos a otros tras la ilusión o la ficción de la justicia, mientras se comía el capital social –económico, político, de prestigio y de expectativas- acumulado en el medio siglo de 1880 a 1930.

El derrumbe del 2002, como el cierre de un círculo, patentizó esta imagen: el ingreso "per capita" de los argentinos, en valores constantes, era igual al de 1930, cuando cayó Yrigoyen. Aunque esta afirmación pueda resultar algo exagerada y efectista, ya que la moneda nacional fue artificialmente devaluada, muestra el ciclo de un país que durante setenta años vivió estancado, mientras Brasil multiplicó su riqueza por habitante por cuatro, España por cinco, Francia por seis, Gran Bretaña y Australia por ocho, y los Estados Unidos por diez.

De cualquier manera, ésto no es lo más importante para el presente análisis. Lo destacable es que la adopción del modelo bonapartista en el siglo XX tendió nuevamente a conjugarse con el organicismo colonial. Es este “conjunto cultural” el que subyace en la identidad del populismo en sus diversas variantes y no ha producido en la Argentina resultados exitosos.

El Estado redistribuyendo ingresos con motivos y formas cada vez más opacos ha provocado, desde 1930, dos fenómenos: por un lado, la deformación del sistema político, que ha caído en lo que John Ralston Saul bautizaba como la "bastardización de Voltaire", cuya característica es que las ficciones de las estructuras corporativas –sindicales, empresariales, políticas, sociales- aplastaron crecientemente la autonomía de las personas a las que en teoría servían; y por el otro lado, la ruptura de la solidaridad nacional al estimular a los actores económicos a bordear su ética social, ocultando ingresos para evitar su apropiación discrecional por parte de la burocratizada estructura estatal y corporativa que, presuntamente, "representa" a los ciudadanos pero que, en los hechos, se apropia de los ingresos de los sectores dinámicos y productivos para garantizar su propia reproducción premiando conductas parasitarias y castigando las virtuosas e independientes. El ocultamiento se traduce en la caída estructural de la inversión al mínimo compatible con la simple subsistencia de las empresas.

Estos fenómenos, a su vez, se proyectan en un inexorable alejamiento ciudadano del sistema político, al que termina viendo como un "enemigo", en lugar de como el espacio de debate y búsqueda de consensos sociales. Los ciudadanos más dinámicos, lúcidos y transformadores se aislaron de la política, salvo durante períodos históricos excepcionales y la política quedó reducida a un escalón dirigencial profesional autoreproducido, con escasas interfases con los ciudadanos. La virtual desaparición de los partidos a raíz de la crisis del 2002, y la perversa actitud del kirchnerismo desde entonces fortalecieron ese proceso.

La modernidad no estuvo ausente en el debate del siglo XX, pero con mala suerte. Su partido estandarte, el radicalismo, no pudo recuperarse de su derrota de 1930, a la que no fue ajena –como un karma que lo acompañaría durante todo el siglo- la situación internacional. Aquella vez le tocó a Yrigoyen. En 1989, a Alfonsín. Y en el 2001, a de la Rúa. En las tres oportunidades, la fuerte repercusión interna de la situación internacional y el escaso compromiso democrático de sus oposiciones circunstanciales –conservadora y peronista- interrumpieron la consolidación de la modernidad.

El mundo moderno no llegó entonces plenamente a la Argentina nunca. ¿Puede ser, en consecuencia, que el derrumbe del 2002 haya provocado un "salto histórico" y el país haya arribado a la "posmodernidad" sin culminar las tareas modernas? ¿Es ésto posible?

Veamos. Luego de la caída, producida durante una administración indudablemente modernista (regía la ley, la justicia era independiente, el presidente -demonizado y ridiculizado hasta el cansancio- no se atribuyó facultades omnímodas, la prensa era totalmente libre y sin condicionamientos, el parlamento ofrecía todo el colorido de la opinión nacional) el poder cayó en manos de la restauración y comenzó la destrucción del pais institucional -moderno- y su reemplazo por formas bonapartistas-autoritarias, el clientelismo y el patrimonialismo neofeudal aprovechando la espectacular situación internacional.

La bonanza económica –independiente de causas internas- favoreció una percepción popular favorable de la nueva etapa, así como el escenario anterior había potenciado la percepción de las limitaciones del funcionamiento institucional. Pero lo curioso es que esa regresión no fue acompañada por un disciplinamiento social -tradicionalmente unido a tal modelo- sino que creció a niveles nunca experimentados hasta ese momento la indisciplina social y la indiferencia ciudadana hacia los actos del poder, actitudes que son más características de la post-modernidad que de cualquiera de las vertientes de la modernidad.

Los ciudadanos, en efecto, no tienen hacia el poder respeto alguno y toman en sus manos la acción directa en diversas acciones, las más de las veces en formas de violencia expresa o tácita: "escraches" (es decir, agresiones de corte fascistoide) contra personas vinculadas al poder, a empresas o a un descrédito general o parcial; interrupción forzada de circulación en calles y rutas por cualquier clase de reclamos; destrozos -violentos- de bienes públicos; corte de tránsito internacional por reclamos ambientales; y otras diversas formas de "participación popular" claramente extra institucionales y en muchos casos anárquicas que llegan hasta la justificación social del delito.

El Estado populista, por su parte, parece aceptar resignado ese escenario, mientras se cierra sobre sí mismo en la recreación de una nueva burocracia económico-empresarial desligada de los intereses del conjunto, quizás por la mala conciencia que le produce el abismo entre su discurso y su acción.

El hiato entre la política y los ciudadanos crece hasta el abismo. Sólo se ve el escenario residual simbólico de los procesos electorales escasamente diferenciados de cualquier otro "megashow" posmoderno, sea deportivo, sea artístico, sea un "reality" televisivo. Los ciudadanos que "participan" en el escenario público han configurado, salvo valiosísimas excepciones, estructuras -viejas o nuevas- que en muchos casos se parecen más a tribus arracimadas en torno a efímeros cacicazgos de base mediática persiguiendo la quimera de participar en el goce del poder una vez conseguido, que a corrientes de pensamiento de ciudadanos que comparten una visión de la vida en común y están dispuestos a debatir y consensuar con quienes piensan diferente las concesiones recíprocas para facilitar -y posibilitar- la convivencia.

En este punto, cabe la tentación -facilista, y quizás "argento-centrista"- de sostener que el proceso argentino no cabe en categorías y configura una "originalidad". Y es cierto que no es sencillo encontrar un proceso parecido en la política comparada, en la región ni en el mundo. Pero para sostener esta afirmación sería necesario, sin embargo, pasar una prueba de fuego, la de la sustentabilidad. Dicho en otros términos, ¿sería sustentable una situación como la que se instaló en la Argentina, en otra situación del ciclo económico como la que derrumbó al gobierno modernista de la Alianza? ¿o la sustentabilidad del arcaico modelo bonapartista-autoritario en conjunción con el postmodernismo-anárquico fue sólo posible por el ciclo económico expansivo y colapsaría -como el anterior- si el ciclo cambia de signo?

El interrogante sería apasionante para un politólogo observador imparcial, pero es dramático para quienes están en la escena, en este símil de "sopa originaria" que incluye elementos de la Argentina colonial organicista, de la Argentina moderna liberal, del populismo autoritario y de la sociedad post-moderna fragmentada, sin otro horizonte que una especie de incertidumbre cuántica opaca al futuro.

El proceso político pareciera mostrar que la conjunción “premoderna-posmoderna” no resistirá un cambio de ciclo. La incógnita es si, ante una crisis que no está provocada ni gestionada por la modernidad sino por la restauración autoritaria, el país “post-moderno” logrará articular una alianza político-social con el país moderno, aprovechando el momento difícil para sentar las bases sólidas de un nuevo ciclo virtuoso.

El sentido común parece afirmar que hasta que no se logre la consolidación de un país moderno –que requiere, entre otros requisito, el respeto a la ley y a los derechos y libertades individuales, respeto a las formas constitucionales, construcción de un piso social de ciudadanía que incluya a todos, respeto a la independencia de la justicia, aplicación de la ley frente a las violaciones, libertad de prensa irrestricta, neutralidad del poder en los procesos electorales y la aceptación respetuosa de la “otredad”- las tensiones generadas por la fragmentación de la pomodernidad nos hará caminar en el filo de la navaja de la propia existencia nacional. Sólo las formas institucionales sólidas pueden procesar conflictos y opiniones disímiles sin degenerar en violencia cotidiana, sólo la representación política puede racionalizar los debates, sólo la modernidad puede contener a la posmodernidad sin riesgo para la sociedad. Sin modernidad reflexiva, sin cosmopolitismo consciente, será muy difícil encontrar el rumbo sustentable.

Frente a este escenario queda sólo recurrir a la construcción ciudadana. Esa virtud de la ilustración apoyada en la fe genérica en el destino del hombre -aporte romántico a la aparente frialdad de la razón, que renace en las fechas patrias como símbolo de viejos sentimientos nacionales- es la reserva –quizás voluntarista- que permite hoy mantener la esperanza en el destino compartido de los argentinos. El renacimiento que están mostrando los partidos políticos –tradicionales y nuevos- iniciado con el campanazo que significó la eclosión ciudadana del 2008 alimenta esa llama que, como en 1810, no fue encendida por liderazgos providenciales sino por personas comunes que, por encima de los liderazgos, tomaron en sus manos la defensa de sus derechos reclamando la reconstrucción del país institucional.

Desde esta óptica, el Bicentenario es una oportunidad para pensar el país con visión de futuro y relanzar su marcha. Sería una lástima desperdiciarla una vez más.


Ricardo Lafferriere
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sábado, 13 de febrero de 2010

¿Es progresista “un poco de inflación”?

Carne, lácteos, harina, aceite, frutas. Alquileres, expensas, tarifas, remedios. Lápices, cuadernos, libros, útiles. En todos los casos, el “incremento” de los precios, medidos con respecto al mismo mes del año pasado, han sido entre un 25 y un 80 por ciento.

Los salarios subieron en el mismo lapso un promedio inferior al 20 por ciento. Pero muchos lo perdieron y están fuera del sistema estable, con una demanda de servicios que se ha reducido sustancialmente. Se requiere menos servicio doméstico, niñeras, cuidadores de jardines, plomeros, electricistas, changarines. El que pagaba por un servicio y hoy puede obviarlo, lo hace. El resultado es más gente en la calle buscando trabajo. Y más gente en la calle, viviendo con el cielo como techo. No son necesarias las estadísticas del INDEC: puede verse al observar nuestro paisaje urbano.

¿Es progresista comerle el salario a quien vive de él?

Asumiendo la eticidad inherente al progresismo y como todas las respuestas sobre una pregunta ética, en abstracto es imposible contestar. Si se reduce el salario porque hay una catástrofe natural y hay que reconstruir lo destrozado, o si se enfrenta una situación conmocionante como un conflicto bélico o una epidemia, quizás sería éticamente justificable.

Pero si nada de eso ocurre ¿es progresista y ético licuarle el salario a la gente, quedándose con una porción de su poder de compra? ¿Es ético hacerlo, mostrando como contracara un cínico enriquecimiento por parte de quien se queda con esa porción del salario trabajador, de las jubilaciones y pensiones de pobres compatriotas y hasta de la posibilidad de llevar un plato de comida a la casa en los hogares más humildes?

Hemos sufrido en Argentina, en tiempos no tan distantes, lecciones que creíamos aprendidas por errores que cometimos todos: peronistas, liberales y radicales. Se había instalado en el país la idea de que “un poquito de inflación no importa” y hasta que podía ser buena. Ochenta años de estancamiento nos costó ese error y muchos ceros perdidos por nuestra moneda, que no es simplemente un papel impreso sino que es la única riqueza que tienen los más pobres, los que viven de su trabajo o de su jubilación y –en el otro extremo- el símbolo de la fortaleza de un país. Hoy vemos que nuestro peso, en el entorno regional, es la moneda más debil, y que fuera del entorno regional directamente no existe.

La inflación no castiga al pudiente, que tiene muchas alternativas para defenderse. Golpea, en forma inhumana, a la señora que en el supermercado ve que mes a mes, su sueldo vale menos. Al jubilado que no puede comprarse su remedio, del que no depende un negocio turístico en el Calafate o una noche orgiástica incentivada con un chanchito a la parrilla, sino la dramática posibilidad de seguir viviendo o no. Al trabajador, a quien ya no le queda tiempo familiar porque debe desfilar en dos o tres trabajos, o matarse en horas extras, simplemente para poder pagar el alquiler, la factura de la luz y la cuenta del gas.

En realidad la inflación no significa que los precios suben, sino que el dinero de todos ha sido saqueado y no tiene respaldo ni valor. Salvo para el que ha podido comprar dólares en un buen momento, lograr buenos negocios con tierras estatales o asociarse con los felices adjudicatarios de obras públicas a precios gigantescos, muchas veces sin obligación siquiera de construirlas.

La inflación no es fabricada por los comerciantes, los productores o los industriales. Es producida por decisiones políticas cleptómanas, indecentes, deshonestas.

La inflación, poquita o mucha, es una inmoralidad. Y una inmoralidad, por definición, no puede ser progresista sino profundamente reaccionaria, antipopular y retrógrada.


Ricardo Lafferriere

miércoles, 10 de febrero de 2010

Uruguay: espejo de la Argentina sin K

¿Qué le faltaría a la Argentina para parecerse al Uruguay?
No mucho.
Pero sí le sobraría: los K.

Si fuera necesario un espejo para ver lo que sería nuestro país sin la pesadilla de estos últimos años, lo podemos ver en la otra orilla del Plata.

El presidente electo, rodeado de los líderes más importantes de la oposición –Sanguinetti y Lacalle- y de las cúpulas sindicales, mayoritariamente socialistas y comunistas, se dirigió a los empresarios de las cámaras uruguayo-argentinas para señalar las líneas fundamentales de su política, que no tienen otro signo que la continuidad.

El Uruguay “no les romperá el lomo con impuestos”. “Vengan e inviertan tranquilos”, porque “por acá, no expropiamos nada”. El presidente Mujica, ex Tupamaro y líder de la fracción más dura de la izquierda, daba el mismo ejemplo que el empresario Piñera, al otro lado de la Cordillera. Sabe –como ex Secretario de Agricultura del Uruguay- que el 65 % de la soja producida por su país es el resultado de la acción de empresarios agropecuarios argentinos –entrerrianos, santafecionos, cordobeses, bonaerenses- que están cansados de ser robados en forma sistemática y, simplemente, quieren producir tranquilos.

Allá no hay subsidios, pero tampoco retenciones. No hay protección, pero tampoco frenos caprichosos a la exportación. Y de esa forma están logrando, por ejemplo, exportar más carne que Argentina a pesar de contar con un rodeo cinco veces inferior (12.000.000 de cabezas, frente a los 50.000.000 de Argentina) manteniendo el precio interno más barato que con los controles de Kirchner y Moreno.

No hay narcotráfico ni inseguridad excepcionales ni crecientes. La dirigencia política, aún con las mañas propias del oficio, da muestras cotidianas de capacidad de construcción de consensos y de un acendrado patriotismo. A eso contribuyen los opositores, pero fundamentalmente, el propio gobierno. El actual presidente Vázquez, que se va de la función con un apoyo del 80 % de los uruguayos, en un momento decisivo de la campaña electoral, invitó a sus antecesores Sanguinetti, Lacalle y Valle a la inauguración del magnífico nuevo Aeropuerto de Carrasco. Para su ingreso a la modernidad, los uruguayos entienden que el requisito esencial es la unidad nacional. ¿Sería imaginable hoy eso en la Argentina?

¿Qué le faltaría a la Argentina para parecerse al Uruguay? Algunos dicen “liberarse del peronismo”. No lo creo. La imagen de la Cámara de Diputados de Aguad trabajando con Solá, Carrió, Pinedo y hasta Pino Solana para acordar estratégicas políticas institucionales muestran que en nuestro país la convivencia plural es posible y que el ejemplo del Uruguay y de Chile no están tan lejos.

No es imposible imaginarse un gobierno presidido por Cobos, o Reutemann, o Carrió, o Macri o de Narváez, dialogando con sus adversarios, casi como un “estado mayor de la República”, rodeado de empresarios y emprendedores con vocación de riesgo y de sindicalistas que representen la pluralidad del pensamiento obrero, en todas sus vertientes, democráticos, honestos y transparentes en sus vidas privadas y leales con sus bases y el país.

Todos compartiendo la idea de que somos “com-patriotas”. Que compartimos un país, que no tiene dueños excluyentes sino que es de todos. Y que en ese todos, aún –y afortunadamente- con visiones diferentes, nos une inexorablemente el destino común, cualquiera éste sea. El mensaje de unidad de Perón y Balbín. El legado patriótico de Alfonsín.

Sólo que lamentablemente, algo sobra, y se nota cada vez más. El populismo. La burocracia sindical y los funcionarios corruptos. Los empresarios coimeros. Los K.


Ricardo Lafferriere

lunes, 8 de febrero de 2010

Los activos del BCRA no son bienes mostrencos

“No le hacemos daño a nadie usando las reservas”, afirmó días atrás el Gobernador de San Juan, José Luis Gioja.

“Es de estúpidos pagar el 14 % por la deuda, cuando podemos usar las reservas” se entusiasmaba el inefable Jefe de Gabinete, repitiendo las palabras de la presidenta.
. ¡Sería tan lindo que las cosas fueran tan fáciles!...

Ocurre, sin embargo, que avanzar sobre esos activos es un reduccionismo que olvida que los activos no están ahí para divertir al “tío Patilludo” que le gustaba mirar sus monedas de oro, sino que cumplen una función: preservar el valor de la moneda nacional.

Cierto es que no son el único componente del respaldo a la moneda. Una buena política económica, una gran credibilidad pública e internacional, el respeto al estado de derecho, una evolución sin sobresaltos de la marcha de la economía, un programa cierto y acordado –si es posible, en forma pluripartidaria- de las principales decisiones económicas, un tránsito que privilegie la tranquilidad por sobre los sobresaltos, son componentes adicionales virtuosos. Cuanto más exista de éstos, menos necesarios pueden ser los activos, que sin embargo siempre tienen como contrapartida “pasivos” a los que hay que responder.

¿Qué significa la estabilidad de la moneda? Pues... por ejemplo, que cuando un asalariado compra sus bienes mensuales en el supermercado o paga sus gastos fijos, ese dinero le alcance siempre para las mismas cosas. Si le alcanza para menos, es por que la moneda se debilitó. O que cuando un empresario deba pagar importaciones para su cadena productiva, pueda hacerlo con los mismos valores en pesos, y no necesite más pesos como consecuencia de que éstos se debilitaron.

En síntesis: los activos del BCRA no son bienes mostrencos, sin dueño, de los que el gobierno pueda apropiarse sin consecuencias. Tienen una función, diferente de las obligaciones del gobierno y más cerca de los ingresos y riqueza de los argentinos.

Jugar con la moneda es jugar con la riqueza de los particulares, de las personas, cualquiera sea su nivel económico y social. Es como un tosco y gigantesco “impuesto general” que le confisca a cada argentino parte de su patrimonio, ingresos o riqueza, para financiar gastos públicos decididos ambos –ingresos y gastos- por fuera del sistema constitucional, que establece para ese tema un mecanismo legal de relojería (ley de presupuesto, leyes impositivas, leyes de coparticipación federal de impuestos, mayorías especiales, participación especial del Senado y de Diputados según los casos, etc.) con los suficientes recaudos para su gasto, sometido a los sistemas de control de las finanzas públicas establecidos por la Constitución y las leyes.

Hacer “política económica” por fuera de estos mecanismos constitucionales apropiándose de fondos ajenos (ahorros previsionales privados, ANSES, Banco Nación, Provincias, activos de respaldo de la moneda) es ubicarse al margen de la Constitución Nacional y avanzar sobre derechos e ingresos de las personas. Pero no es sólo un tema institucional, ya de por sí decisivo, sino de alto impacto en la paz social.

En efecto: ¿cuál será la consecuencia de que el salario se licúe? Una de ellas, es directa: el recrudecimiento de los –justos- reclamos asalariados. Porque si el dinero que cobran como salario vale menos, ello no será aceptado con alegría por sus afectados, que reclamarán no ser la “variable de ajuste” de otros desajustes. Y pedirán aumentos. La repercusión político-social de estos reclamos también se puede avizorar: una mayor fortalecimiento de las estructuras gremiales de las que el gobierno depende como sustento político. Pero con una novedad: acceder a esos aumentos reiniciará el ciclo, porque la caída del salario no es el reflejo de un incremento de la ganancia empresarial, sino de una confiscación que ha hecho el Estado del valor de ese salario, vía inflación, que también han sufrido los demás actores del proceso productivo. Los incrementos salariales sólo podrán ser otorgados volcándolos en los precios, reciclando el proceso.

Esa conmoción debilita la confianza en la economía, y ello tradicionalmente se traduce en una mayor demanda de dólares para atesorar, que es el peor de los fenómenos económicos porque saca el dinero de la circulación y probablemente haga que vuelvan los reclamos “morales”, al estilo de “no es patriótico tener dólares guardados”. Sin embargo, la moral y la economía son órdenes diferentes, en términos pascalianos. La moral tiene normas diferentes de la economía, y están en todo caso en cabeza de cada persona, que decidirá, según sus necesidades –morales- individuales qué destino le da a su ingreso. La economía tiene las suyas, y su funcionamiento vicioso no estará “originado” en el atesoramiento de dólares, sino que al contrario, el atesoramiento será la consecuencia de decisiones públicas que generan cada vez más incertidumbre.

Faltarán dólares, porque las personas verán que es la única forma de conservar algo de valor en su poder. Y la presión sobre las “reservas” será mayor. Si esas reservas ya no están, lo que viene lo conocemos y puede tomar caminos diversos, todos desesperados: “emisión monetaria” –hiperinflación- o “corralito-corralón” –hiperrecesión-. En cualquier caso, caos y empobrecimiento.

Volvamos al sentido común. No es cierto lo que dice la presidenta y el Jefe de Gabinete que “podemos usar las reservas para no endeudarnos”, ni mucho menos lo afirmado por Gioga de que “no le hacemos mal a nadie”. Los activos del Central no están allí como el petróleo del subsuelo, que nos tocó porque Dios lo quiso y el gobierno puede apropiarse de él sin consecuencias. Los dañados serán muchos y el reiterado daño al país será gigante. Y esto, los Kirchner lo saben.

Abrir esa caja de Pandora significará abrir la puerta al precipicio que los argentinos ya conocemos. Pocas veces el futuro de tantos argentinos ha estado dependiendo de la madurez y el patriotismo de tan pocas personas, que en el Senado de la Nación deben debatir sin los ruidos desbordados del escenario la forma de frenar las chifladuras del gasto irracional y de dar respuestas a los desequilibrios peligrosos del manejo fiscal dentro del marco legal e institucional vigente.


Ricardo Lafferriere

miércoles, 3 de febrero de 2010

El "fondo del bicentenario" es un mega-robo

Los activos del Banco Central no son del gobierno, ni de la oposición. Son de los argentinos. Ni el gobierno ni la oposición pueden apropiarse de ellos sin contraer una responsabilidad política cercana al latrocinio, se destinen a las provincias o a las necesidades del presupuesto.

Las finanzas públicas deben discutirse en el Congreso. Sus instrumentos están definidos en la Constitución: son sus “activos” los impuestos que establezca –dentro de los márgenes constitucionales-, y los préstamos que decida contraer. Sus “pasivos” son los gastos del Estado y el pago de las deudas.

No pueden atravesar esos límites. Si lo hacen, rompen el primer gran equilibrio constitucional, el que determina con claridad las esferas de lo privado y de lo público, de los “ciudadanos” frente a los “Gobierno federal” y “de las provincias”.

Los "activos" del Central no son "excedentes" operativos que puedan manotearse: tienen sus "pasivos", sus contrapartidas -en deudas por bonos, en créditos contra el gobierno (que como lo muestra la historia, nunca recuperará, por lo para no autoengañarse habría descontarlos de los activos), en el volumen del circulante y en deuda con organismos internacionales.

El Estado, por su parte, debería responder a su obligación -que tiene por ley, justamente la ley del BCRA- de defender el valor de la moneda, que no es suya sino del país y de los ciudadanos, separando cuidadosamente su gestión administrativa ("impuestos-gastos"), a cargo del gobierno, de los mecanismos de defensa del valor de la moneda, delegado por ley especial en la autonomía del Banco Central cuyas autoridades, no en vano, tienen especialmente prohibido escuchar sugerencias o actuar según instrucciones del poder político.

Quienes alegremente acepten discutir cómo hacerse de esos activos debieran ir preparando sus argumentos para decirle a la gente por qué cuando vayan a cargar su carrito del supermercado su dinero alcanzará para la mitad de las cosas que cuando los activos confiscados respaldaban su valor, o sea por qué su dinero -su salario, su retiro, su jubilación, su ahorro- valdrá menos. Y que por qué la autonomía del Banco Central fue, también alegremente, echada a la basura rompiendo con un dique de contención a la actitud desquiciante del oficialismo, que ha dado muestras más que suficientes de su falta de escrúpulos al momento de “transferir” a su discrecionalidad recursos ajenos (ANSES, ahorros privados, BNA, provincias y hasta Cajas profesionales y militares).

El “fondo del bicentenario” liquidará la última ancla a la estabilidad económica y subordinará el país entero a la responsabilidad o irresponsabilidad y a la voluntad discrecional de una persona, o en el mejor de los casos, de dos. El Congreso no puede avalar este latrocinio, ni en forma directa ni a través de sofistificados mecanismos de triste memoria que nos llevaron hace años a la hiperinflación. De lograrse el objetivo, el golpe a la economía productiva será grande. La incertidumbre se potenciará, la inflación se desatará, la discrecionalidad del eje Kircher-Moreno aumentará, la inversión desaparecerá y el país será varios escalones más pobre.

En ocho décadas, por medidas como ésta, la Argentina pasó de ser el país más desarrollado de América Latina a ser uno más del montón. El ingreso por habitante de las primeras tres décadas del siglo XX es igual en valores constantes al del primer lustro del siglo XXI. Nuestra moneda perdió en medio siglo dieciséis ceros.

El crecimiento del país es el más débil de la región, ampliamente superado por el entorno regional –Brasil, Chile y Uruguay-. Este camino nos lleva a la insignificancia internacional y a profundizar la pobreza, cuyos niveles no están en las estadísticas sino en las calles que transitamos cotidianamente, como un golpe a la inmoralidad del hiperconsumismo artificial fogoneado por los recursos ajenos apropiados y dilapidados para generar el “efecto riqueza” de una sociedad confundida.

El “fondo del bicentenario” es un mega-robo. Serán cómplices todos quienes lo voten, aunque sea a cambio de compartir el botín.


Ricardo Lafferriere

miércoles, 27 de enero de 2010

Los debates que vienen

El último tramo del período kirchnerista está, sin dudas, cargado de una densidad traumática que oscila entre el misticismo “épico” y la mordacidad chabacana de sus protagonistas principales, de los que a esta altura cabe dudarse –como lo decíamos en una nota anterior- hasta su sano juicio. Pero pasará.

La oposición, en este tramo, confluye en la construcción de límites que expresan el instinto de supervivencia de una sociedad llevada hasta el borde de su tolerancia. Juegan acá los recuerdos traumáticos –de la violencia, de las crisis económicas, de las crisis políticas y hasta de los desbordes inmorales- de las últimas décadas, influyendo fuertemente para mantener la cordura y el sentido común, últimas barreras frente a la sucesión de dislates esquizoides.

Esto ocurre en la superficie. Sin embargo, en el fondo de este proceso fuertes transformaciones cosmopolitas están impregnando la convivencia nacional, imponiendo nuevas conciencias y matices que aún no llegan a reflejarse nítidamente en el escenario.

El cambio del mundo ha llegado al país para quedarse, mostrándose en conductas, modas, preferencias y estilos que conforman un nuevo “paradigma” social, principalmente en las generaciones que han crecido en la revolución de las comunicaciones y la información, el peligro del cambio climático, la desaparición de las “seguridades” tradicionales y la incertidumbre sobre lo que puede ocurrir en todos los ámbitos, desde la violencia cotidiana hasta el trabajo, desde las crisis globales hasta las nuevas formas de unidades familiares. Este nuevo paradigma, que llega a todos los sectores sociales, no se refleja y no se reflejará en los viejos alineamientos partidarios tal como los conocimos, nacidos para otros problemas, como categorías históricas propias de momentos que requerían de otras soluciones, aunque sí en aquellos con flexibilidad suficiente para recrearse interpretando las nuevas realidades con frescura intelectual y disposición abierta.

La novedad incluye mayor tolerancia a la diversidad, mayores espacios de libertad individual, respeto a las reglas y una relación entre las personas y el poder más próxima al diálogo que a la imposición. Toma conciencia de las limitaciones de los recursos naturales y la vulnerabilidad del ecosistema y se afirma en una solidaridad voluntaria cuya expresión son las innumerables “causas” que motivan iniciativas y esfuerzos de los más diversos.

En términos tradicionales, es un “mix” de viejas izquierdas y viejas derechas, resignificadas por nuevos condimentos. Adhiere a la “libertad”, pero le agrega fuertes condimentos de solidaridad, equidad e intolerancia con la pobreza extrema. Adhiere al “Estado” para gestionar bienes públicos o fiscalizar su calidad y precio, pero no lo tolera corrupto, cooptado por corporaciones mafiosas de gremialistas, políticos o empresarios. Reclama acciones sociales inclusivas –educación, salud- pero cuidadosamente separadas del clientelismo, al que desprecia visceralmente. Recrea su afecto por el terruño y la “nación”, a los que sin embargo no concibe “en oposición a” otros terruños y naciones, sino compartiendo con ellos la vida en el planeta en forma madura y solidaria.

Ninguna de estas afirmaciones excluye “a priori” a viejas izquierdas o viejas derechas, muchos de cuyos simpatizantes podrían adoptarlas en bloque. Pero tampoco quedan absorbidas en ellas, porque sus perfiles son claramente disfuncionales con las antiguas visiones extremas. Tanto la explotación irracional de los recursos naturales (de las “derechas”) como el ejercicio autoritario del poder (de las “izquierdas”), tanto el insustancial reclamo “antiimperialista” (de las izquierdas) como la virtual disolución de los marcos nacionales (de las derechas). Desarrollo sustentable, democracia de consensos, normatización de la globalización, construcción de un piso de equidad para todos, sacralización de los derechos humanos y libertad de las personas por encima de cualquier “soberanía” o abstracción ideológica, son los nuevos ejes convocantes.

Ese nuevo paradigma se afirma en los jóvenes y lo estará cada vez más, a medida que los años vayan diluyendo las visiones del siglo XX “bipolar”, los Estados guerreros, de las tecnologías mecánicas y las economías industriales energo-intensivas.

El escenario argentino post kirchnerista asumirá inexorablemente este nuevo perfil y se adecuará a él, como a todos los espíritus de época. Los debates sobre el botín de las finanzas públicas, que atravesaron las fuerzas políticas del siglo XX explicando su dinámica, se agotarán al compás del agotamiento de sus mecanismos de captación, frente a una sociedad crecientemente consciente y activa en defenderse de las expoliaciones. Malas noticias para las corporaciones y mafias de empresarios protegidos y sindicalistas corruptos, como para los dirigentes políticos especializados en la apropiación de los fondos públicos por mecanismos de mayor o menor sofisticación o de mayor o menor cinismo.

Pero también se hará intolerable la indiferencia por la suerte de los más vulnerables y del propio eco-entorno, la biodiversidad, la naturaleza y los recursos agotables.

¿Quiénes esbozan hoy la imagen del país que viene, de la Argentina “post-K”?

En el escenario, claramente, quienes son capaces de articular acciones comunes en el Congreso. Lo hemos visto estos días en Diputados: Aguad trabajando con Solá, Carrió, Pinedo y hasta algunos socialistas y retro-progresistas que resienten ser usados de escudos argumentales por la corrupción kirchnerista. Aún mirándose de reojo y en ocasiones cediendo a los antiguos instintos –porque la historia reciente aún les pesa- están insinuando un cambio de estilo y un acercamiento a la Argentina futura. Su esfuerzo para frenar el autoritarismo y las chifladuras los acerca en el diálogo y eso será bueno para comprender sus argumentos recíprocos, entender sus visiones diferentes y preparar el terreno para el tiempo “post-K”. Ayuda, además, para tranquilizar a los ciudadanos con la imagen de que otra convivencia es posible, a pesar de las diferencias.

Curiosamente, la nota más importante es la que brilla por su ausencia: no serán más necesarios “liderazgos providenciales”. Es un escenario en el que la garantía es el pluralismo en sí mismo, más que el “carisma” del presidente de turno. Los hechos y la propia realidad, tozuda e inexorable, lograrán lo que la política no pudo lograr en estas últimas ocho décadas: reconstruir los grandes equilibrios constitucionales entre los ciudadanos y el Estado, la Nación y las provincias, y los tres poderes entre sí.

La antítesis del pueblerino autoritarismo kirchnerista no es la vuelta al caos del 2002, que a esta altura, sólo está en la cabeza de los propios K. Es el orden de una Argentina virtuosa, integrada al mundo, respetuosa de sus leyes, cuidadosa de su gente, tranquila sobre su rumbo, solidaria con los demás.

Cómo construirla será la agenda de los debates que vienen.



Ricardo Lafferriere

lunes, 25 de enero de 2010

Generaciones del Bicentenario

Desde quienes llevamos a cuestas varias décadas de vida hasta los jóvenes que están comenzando a tratar de comprender su país, hemos escuchado reiteradamente la añoranza de los tiempos en los que el mundo necesitaba un granero que le diera alimentos y la Argentina lo tenía, las buenas épocas de la ocupación del territorio, la llegada de los inmigrantes y el gran salto de nuestro país desde ser poco más que un desierto despoblado, a uno de los de mayor crecimiento en el planeta.

Y siempre el cuento terminaba con la década del 30, cuando el mundo comenzó a abastecerse solo, dejó de necesitarnos y nos obligó a la triste tarea de enfrentarnos cara a cara con nuestro destino. Ahí comenzó la decadencia... y nuestros altibajos.

Los números –descarnados- nos dicen que, en valores constantes, el ingreso por habitante de las primeras tres década del siglo XX es el mismo que el del primer lustro del siglo XXI. Sólo el feliz interregno de Frondizi abrió una esperanza de cambio a tono con la época, que por esos años puso de moda la industrialización como camino al bienestar. De cualquier forma, el espasmo duró poco, hasta 1966, con el derrocamiento a Illia producido por mandos militares antiperonistas coaligados con sindicalistas peronistas vestidos al efecto de saco y corbata.

Mientras tanto, en estas ocho décadas, el ingreso por habitante de los chilenos de multiplicó por dos, el de los brasileños por cuatro, el de los franceses y españoles por seis, el de los ingleses por siete, el de los australianos por ocho y el de los norteamericanos por doce. La riqueza de cada argentino promedio, que en la década del 20 equivalía al 75 por ciento de la que disfrutaban los habitantes de los los países más desarrollados del mundo, hoy apenas alcanza al 10 %.

Y por acá seguimos añorando –y citando en los discursos altisonantes de todo el abanico político- las buenas épocas de la Argentina exitosa, que creció sobre la base de su producción de alimentos.

Fue un buen tiempo. Aunque a nuestra presidenta le quede la impresión –ya que sería atrevido decir “conocimiento”- de que la gente “se moría de hambre”, ninguna cifra de esos años llegó al grado de miseria que muestra nuestro país hoy, en pleno “reverdecer productivo”. Ni siquiera los conventillos más sórdidos de La Boca o Barracas llegaban a la degradación que muestran hoy las villas de los tiempos kirchneristas, totalmente olvidadas de toda preocupación del Estado (“inclusivo”, “popular”) por su seguridad, la educación de sus chicos, el cuidado de sus ancianos y las fuentes de ocupación para su población activa.

Pero la historia tiene sus vueltas. Después de pasar la locomotora del mundo por la industria bélica en los 50, por la producción automotriz en los 60, por los servicios en los 70 y 80 y últimamente por las tecnologías de la información a partir de los 90, nuevamente vuelve a ubicarse en el riel de los alimentos, abriendo de nuevo una posibilidad cerrada hace setenta años. Con un agregado: los alimentos de hoy ya no requieren trabajo embrutecedor, de sol a sol arrastrando el arado mancera en mañanas congelantes, o sobre rudimentarias cosechadoras tiradas a caballo bajo el sol abrasador. Hoy los alimentos son tecnología de vanguardia, biotecnología, maquinarias computarizadas, cultivos planificados hasta el detalle, cosechadoras conducidas a distancia con sistemas de posicionamiento global (GPS) y avanzadas técnicas de labranza para disminuir los riesgos del deterioro del suelo. Son pueblos dinámicos, agroindustria, laboratorios, ocupación del territorio, prosperidad. ¡Qué mejor noticia para la Argentina, la de saber que de nuevo puede subir en el tren de la historia!

Pero no. El Poder Ejecutivo y la mayoría parlamentaria que le es adicta ha resuelto que el país debe “desacoplarse”. Y decide soltar el vagón del tren que pasa por nuestra estación, eligiendo persistir en la triste mediocridad de la decadente grisitud. Acoplarse es atraer inversiones, fijar objetivos, levantar la mirada, generar confianza. Por nuestros pagos se las espanta, se trabaja por espasmos, con la mirada baja, destilando odio, escándalos políticos y esquizofrenias conspirativas.

Por supuesto, el mundo no nos espera. Seguirá su marcha.

Y por estos pagos, mediocres discursos impostados seguirán añorando la época del “granero del mundo”, invocando la mirada hacia el ayer, mientras los demás –no sólo desde lejos, apenas cruzando el río Uruguay, la Cordillera o el Iguazú- se suman con optimismo y pujanza a la traccionante economía global.

Hay, por supuesto, compatriotas con la mirada límpida y vocación de pioneros. El campo nos ha dado una muestra y la solidaridad recogida en las ciudades nos alienta con millones de argentinos que quieren la posibilidad de labrarse una vida próspera, en paz, apoyada en su esfuerzo, tranquilos de cualquier robo vergonzoso como el que el oficialismo comete contra los productores apropiándose, sin aportar nada, de entre el 80 y el 100 % de su rentabilidad. Compatriotas que ven el mundo sin complejos y aceptan su desafío, se preparan y emprenden con decisión la lucha por la vida. En algún momento triunfarán, porque la historia está jugando a su favor. Pero no sólo en el campo: en las industrias culturales, castigadas por la ceguera sectaria de una ley mordaza; en el esfuerzo modernizador, castrado por otra ceguera del aislamiento tecnológico; en el esfuerzo inversor, castrado por la apropiación clientelista de los ahorros nacionales; en la vocación emprendedora, aplastada por la irracionalidad fiscal... y así hasta el infinito. Todo lo que toca, K lo destroza.

Pero el tiempo pasa y mientras tanto es importante mantener en un rinconcito del corazón la llama de la esperanza. Ningún mal es eterno. El kirchnerismo tampoco, aunque lo apañen aún mafias del conurbano, burocracias corruptas del sindicalismo y –cada vez menos- dirigentes peronistas. Ya comenzó su decadencia. En poco tiempo, será simplemente una pesadilla más del pasado, a la que todos querremos olvidar lo más rápido posible. Deberemos, sí, estar atentos a que su impronta populista, arcaica y corrupta no contamine hacia quienes vendrán, estén fuera o dentro del peronismo.

No estaremos más “desacoplados”. Nos volveremos a “acoplar” al mundo que está construyendo la ciudad del futuro con la más formidable revolución científica y técnica de la historia de la humanidad, apoyados en nuestros principios de siempre.

Los ejes convocantes no nos resultarán extraños.

Frente al desquicio institucional, “constituir la unión nacional”.

Frente a los enfrentamientos trasnochados impulsados por el kirchnerismo con gritos destemplados desde el atril diabólico, “consolidar la paz interior”.

Frente al desmantelamiento de nuestra defensa invocando una historia falsaria, “proveer a la defensa común”.

Frente a la grosera manipulación de la justicia, el Consejo de la Magistratura amañado y las presiones a los jueces, “afianzar la justicia”,

Frente al desvergonzado clientelismo y la pobreza creciente y lascerante de más de diez millones de compatriotas, “promover el bienestar general”.

Y frente a las presiones a empresarios, políticos, periodistas, empleados, trabajadores, jueces y dirigentes sociales, “asegurar los beneficios de la libertad”.

Agregando que, en un momento en que el mundo parecen levantarse barreras que excluyen, seguimos manteniendo bien en alto la convocatoria de siempre, invitando a compartir nuestra aventura de futuro a “todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino”.

En ese esfuerzo estaremos la inmensa mayoría de los argentinos de las generaciones del bicentenario, conducidos por quien daba ser, pero unidos en el trabajo y la ilusión de un futuro posible.

Como en 1810. Como en 1853.

Ya falta poco. No perdamos la esperanza.

Ricardo Lafferriere

lunes, 18 de enero de 2010

Chile: el “ethos” deseado

El envidiable ejemplo de la democracia chilena –como, hace algunas semanas, el de la uruguaya- trae a la reflexión argentina, por contraste, la obsesión atávica con el que gran parte del “establishment” económico y político interno enfoca sus análisis y propuestas de comportamiento y políticas públicas, explicando la persistencia del estancamiento que nuestro país comenzó a sufrir hace ocho décadas y que, lamentablemente, no pareciera recibir aún los aportes de la nueva modernidad instalada en el mundo.

Este atavismo tiene una indudable relación con el creciente abandono, iniciado justamente en 1930, de los tres grandes equilibrios constitucionales, entre los cuales el primero es el referido al ámbito de los ciudadanos frente al poder, de lo privado frente a lo público. Los constituyentes patentizaron en la “Primera parte” de la Constitución, la inicial, el desarrollo de los derechos de los ciudadanos, que aparecen apenas superado el Preámbulo y la definición sobre las formas de gobierno del nuevo Estado. Son esos derechos los que, sin embargo, en las prácticas políticas cotidianas ocupan la última prioridad subordinados a las tensiones originadas en la ruptura de los otros dos grandes equilibrios: entre la Nación y las provincias, y entre los tres poderes del Estado.

Los derechos de los ciudadanos parecen ser los que menos cuentan. No figuran en la agenda política, ni en la judicial, ni en la legislativa, demasiado ocupadas por las grandes abstracciones que generan contradicciones cuya resolución, cualquiera fuere, ignorará sus vidas cotidianas. Ni las condiciones inhumanas de pobreza e inseguridad, ni la estabilidad para desarrollar iniciativas apoyadas en el propio esfuerzo, ni el bienestar básico otorgado por servicios públicos eficientes –entre los cuales, el del transporte es el más ausente-, ni la garantía de una educación de excelencia y una atención de salud digna, forman parte de los planes de acción de gran parte de las dirigencias, para las que las dicusiones que importan es quien maneja el dinero público que, al fin, termina funcionando como el botín de un ilícito.

Los debates del “escenario” se encienden con estos últimos temas, y hasta muestran hechos inesperados, como los de economistas de fuerzas aparentemente antagónicas con el oficialismo –a estar a sus discursos- ofreciendo alternativas más sutiles a las siempre grotescas propuestas kirchneristas para apropiarse de fondos que no son suyos –en estos días, las reservas que acumula el Banco Central como contrapartida de sus pesos fabricados y de las deudas que ha contraído para formar su “tesoro”-. Es necesario un esfuerzo de sofisticadas argumentaciones teóricas para encontrar diferencias de fondo –no ya de forma- entre el tosco “Fondo del Bicentenario” que se apropia de reservas “manu militari” y las sugerencias de destacados economistas para llegar al mismo fin emitiendo “LETES” de colocación forzosa, u obligando a los Bancos a prestarles para no “ahogarse en un vaso de agua”.

En todo caso, el gran ausente es el objetivo estratégico para el país, que pareciera estar ausente de las principales fuerzas del escenario, las que siguen razonando alrededor de la simplificación de la consigna “nacional y popular” –que, como se ha dicho en otro momento, termina no siendo ni nacional ni popular-, o de similar simplificación “liberal” –que tampoco termina siendo liberal- para justificar cualquier cosa que parezca urgente.

La modernización es incompatible con los hábitos políticos desarrollados en las décadas siguientes a 1930, que aún subsisten. La ocupación del territorio político-intelectual por parte del ala autoritaria y chauvinista del paradigma “nacional y popular” es una dificultad cierta en el impulso a un cambio que responda al nuevo paradigma de la modernidad, pero que choca con tradiciones fuertemente arraigadas. La dificultad se hace mayor si recordamos la vulnerabilidad de dicho paradigma a su cooptación por parte del populismo y de las fuerzas que hemos denominado “retro-progresistas”, adueñadas en el pensamiento dominante de la defensa discursiva de los “intereses populares” –a los que, a la postre, condena a la humillación clientelar, la pobreza y el estancamiento-.

El debate se da en el propio seno de las fuerzas políticas. Dentro del radicalismo, partido de la modernidad con sentido popular por antonomasia, el choque entre los “modelos” es permanente, aunque larvado. Sus distritos internos con arraigo en las zonas productoras modernas del interior evitan el añejo ideologismo que bordea la afinidad con el populismo, propio de los dirigentes del conurbano bonaerense favorecido por el modelo industrialista cerrado impulsado a partir de 1930 y convertido en ideología oficial partidaria desde hace varias décadas. El debate, sin embargo, no es nítido sino que está atravesado por diferentes lealtades personales, épicas regionales, relatos ideológicos y preconceptos gestados durante años que conforman una cultura interna compleja, contradictoria y rica en matices con imbricaciones cruzadas que, sin embargo, al momento de las definiciones, termina decantando por la visión “oficial” aunque esto la acerque a los rivales políticos de la superficie o la coyuntura.

En el peronismo ocurre un fenómeno similar, expresándose en la tradicional pugna entre “los gobernadores” por un lado y los dirigentes del conurbano y el aparato gremial por el otro. Los primeros, demandados por sus bases agropecuarias y su necesidad de gestión, deben sufrir la acción depredadora de sus compañeros bonaerenses, donde radica la principal base política de esa fuerza, alimentada por los recursos extraídos del interior, lo que configura incesantes conflictos internos crudamente aprovechados por dirigentes inescrupulosos, como el ex presidente Kirchner.

El desarrollo del país armónico y territorialmente equilibrado es incompatible con la captación discrecional de los excedentes agropecuarios para generar clientelismo populista en el conurbano, ya que esa captación les impide el desarrollo industrial y de servicios en las zonas productoras desatando el círculo vicioso de la migración interna y la presión por mayores excedentes para alimentar las ingentes necesidades de una población marginada que puebla el conurbano de la capital y de las principales ciudades del país. La retroalimentación de un circuito de funcionamiento económico desfasado del desarrollo global encuentra sus límites inexorables en la asfixiada productividad de los sectores dinámicos y modernos de la economía, traduciéndose en la sistemática pérdida de posiciones del país “vis à vis” con el entorno regional y el mundo. Esta deformación es el resultado de la ruptura del segundo gran equilibrio constitucional (Nación-provincias) en favor del estado nacional.

Efectivamente, podría sostenerse que las divisas del Central –que crecieron por el superávit comercial, generado centralmente por el esfuerzo agropecuario- deben destinarse a diferentes finalidades presupuestarias. Lo que no puede ocultarse detrás de las filigranas académicas es que en última instancia se trata de otra gigantesca apropiación de recursos ajenos al margen de los equilibrios constitucionales, que se sustraen de la productividad de la economía “moderna” y se pretenden aplicar al financiamiento de un esquema social ultramontano y ciertamente improductivo. Y que su consecuencia inexorable es el empobrecimiento del país cuya expresión más cruda es la pérdida de valor de la moneda nacional, que por medidas como ésta ha perdido en medio siglo nada menos que dieciséis ceros.

Pero el crecimiento es también incompatible con la indiferencia hacia la situación social de más de un tercio de la población, la mayoría de la cuál vive en el conurbano y es la “carne de cañón” del clientelismo, del que son rehenes. Esos compatriotas, excluidos de la sociedad formal, sin servicios ni políticas públicas, sin seguridad, educación, salud ni posibilidades de inserción económica estable, son el resultado del fracaso de ocho décadas de estancamiento y decadencia, tanto como de la destrucción institucional que los ha marginado de incidir en el poder real. Sus sectores más lúcidos libran una lucha desigual para no caer en las redes clientelistas del oficialismo y encontrar caminos de superación sin renunciar a su autonomía y su dignidad.

Una propuesta política virtuosa debe abarcar las dos demandas: recuperar la capacidad de crecimiento y construir una sociedad social y geográficamente integrada.

Contra lo que pudiera suponerse de una lectura lineal y a pesar de lo expresado más arriba sobre el populismo, el peronismo no es entonces el “enemigo a vencer” para encarrilar el país. Políticamente, tanto el radicalismo como el peronismo eluden su caracterización como partidos “ideológicos”, sino más bien como valiosos instrumentos de integración social, que es justamente una de las urgencias más fuertes del nuevo ciclo. Pero han demostrado ser vulnerables al verdadero enemigo de la Argentina exitosa, que es el populismo, entendido como la reproducción atávica de relaciones de poder clientelizadas, vaciadas de contenido reflexivo, que anulan la potencialidad y la libertad de las personas y para el que la creciente autonomía de los ciudadanos, propia de los tiempos que corren, es un peligro vital.

La concepción autoritaria del ejercicio del poder olvidando a los ciudadanos y la mediatización de las normas convertidas en simples mecanismos opcionales para el ejercicio de la discrecionalidad oficial deben ser reemplazadas por un nuevo ethos político, más acorde no ya con las demandas de la segunda modernidad que integran la agenda del mundo y de la región, sino de las más básicas de la primera modernidad con que, hace doscientos años, comenzó la marcha del país: el estado de derecho, la igualdad ante la ley, la separación de poderes, la independencia de la justicia y la consideración de los ciudadanos, de las personas, como último e irreemplazables sostenes y justificación de todo el andamiaje político.

Ese cambio de “ethos” político que hemos reclamado desde esta columna tantas veces es la llave de oro. Sin ella, todo avance será muy difícil. Con ella, con la capacidad de generar consensos estratégicos beneficiosos para los ciudadanos –y evitando cuidadosamente los acuerdos o complicidades para repartir el botín-, los caminos del futuro se abren mostrando un escenario tan portentoso como el que está protagonizando el mundo y nuestra propia región con los ejemplos de Brasil, Uruguay y el envidiable proceso democrático chileno.



Ricardo Lafferriere

miércoles, 13 de enero de 2010

Desvaríos

Hay algo peor que una presidenta denunciando un complot, y es que a esa presidenta nadie la tome en serio.

El desafío que tiene frente a sí la oposición es gigante, ya que se trata de encontrar una salida a la maraña de dislates legales y administrativos producidos por la gestión kirchnerista, disimulando con extrema caballerosidad la sucesión de desvaríos emanados de los discursos presidenciales. Difícilmente se encuentre una presentación que no esté plagada de contradicciones intrínsecas, curiosas interpretaciones históricas, falseamiento de hechos, agravios desbordados y ataques espasmódicos a poco menos que el resto del mundo, con los que intenta cubrir lo que todos los argentinos, aún los menos instruidos, consideran un hecho: su incapacidad para gobernar.

Esa presidenta está ahí, con el peligro que significa, pero como ocurriera tantas veces en la historia, desde el Sultán turco Mustafá (1618) hasta el rey inglés Jorge III (1788), los países siguen su marcha y son quienes permanecen cuerdos quienes deben extremar su cuidado para sostenerlo, hasta que llegue el momento del cambio.

La lista de responsables de la situación argentina en la imaginación presidental, a esta altura, es tan amplia como protagonistas existen. Se salva el Papa –por ahora-, pero no la Iglesia. Ni los diarios nacionales, cuya influencia pareciera ser tan amplia como para influir en las decisiones del Juez neoyorquino Griesa –sumado al plan “destituyente”- y de la justicia argentina, agregada “in totum” al presunto plan antinacional. También el Vicepresidente Cobos, el Presidente del Banco Central Redrado, los políticos opositores radicales, el abuelito de Pinedo –no confundir con el abuelito de Kirchner...-, los peronistas que no quieren sumarse a la patota, la izquierda que no comprende que hay que pagar la deuda externa –como Pino Solana-, la “derecha neoliberal”, los fondos buitres, los economistas profesionales ... y quizás ella misma, cuya posición defendiendo el derecho del Congreso a autoconvocarse, en el año 2001, siendo Senadora, se recordó en estos días.

Todos tienen la culpa, menos su propia torpeza e incapacidad. La de ella, y la de sus ministros, firmando en acuerdo general un DNU inconstitucional que no sólo pretendió tomar ilegalmente la medida de remover al presidente del BCRA autónomo, sino que dejó las reservas internacionales del país en una situación de extrema vulnerabilidad, al considerarlas torpemente, en un instrumento público oficial como lo es un Decreto, propiedad del Estado –y por lo tanto, embargables por sus acreedores-.

La Argentina está siendo puesta a prueba por el destino.

Ante la patética imagen de una presidenta que evidentemente no está en sus cabales, sostenida por una dirigencia peronista-oficialista que no atina a reaccionar para poner los límites, debe ser la oposición la que busque soluciones, con el valioso aporte de los dirigentes peronistas preocupados sinceramente por el país más que por la suerte de un gobierno convertido ya en un grupo de salteadores, comandado por dos personas de las que cabe legítimamente dudar de su sano juicio.

La trabajosa tarea de atenuar los daños y sostener el país hasta que sea el momento institucional de cambiar de timón es un desafío que, si es atravesado con éxito, puede ser la puerta de entrada al renacimiento argentino y su ingreso a un ciclo virtuoso como que el que tuvimos en tiempos del primer centenario.


Ricardo Lafferriere

lunes, 11 de enero de 2010

",,,mi Vicepresidente..." y la templanza de la oposición

La curiosa utilización del posesivo –propia del lenguaje militar- con que la presidenta de la Nación se refirió al Ingeniero Cobos durante su discurso en el Banco de la Nación es tal vez la indiscreta evidencia de la forma en que la primer funcionaria concibe el funcionamiento del Estado republicano: una conjunción de dos afirmaciones que la leyenda ha convertido en símbolos del poder absolutista: “L’Etat c’est moi” –Luis XIV- y “Après moi, le déluge” –Luis XV-.

Pero en esta Argentina que cumple doscientos años, el Jefe del Estado no es el Estado y después de él no viene el diluvio. Quien desempeña la función presidencial es no menos, pero tampoco más, que el responsable de una de las tres ramas de un Estado que la propia Constitución define, además, como representativo y federal, es decir, con una soberanía nacional distribuida entre la Nación y las provincias, y ejercida por tres poderes cuyo funcionamiento está reglado, cual un mecanismo de relojería, en la Carta Magna.

Julio Cobos no es el Vicepresidente de la presidenta, sino de la República. Como tal, su función debe responder a las leyes que la reglamentan y hasta el momento nada ha podido decirse sobre su desempeño. En todo caso, la crítica política que puede conllevar el ejercicio de su Presidencia del Senado –que, mientras no le toque la otra función, que es reemplazar a la Presidenta en caso de incapacidad, muerte o destitución- se desplaza, como cualquier acción humana, en terrenos opinables. Ninguna ley del Estado ha sido violada en su desempeño. Nadie ha podido imputarle una sola falta institucional.

No puede decirse lo mismo de la presidenta, que no sólo concibe como “suyo” al vicepresidente, sino al propio Poder Judicial, objeto en estos días de sucesivas diatribas por funcionarios de su administración comenzando por el propio Jefe de Gabinete de Ministros, que se ha atrevido nada menos que a presionar sobre una Jueza y denostarla públicamente por no decidir conforme los íntimos deseos –en este caso, patentemente ilegales- de su superior jerárquica. Superior jerárquica que en lugar de expulsarlo de inmediato por su comportamiento antirepublicano, lo respalda expresamente.

La oposición, en otros tiempos, hubiera reaccionado frente a estos escándalos simbólicos y materiales con similares epítetos viscerales. Sin embargo, para sorpresa –agradable- de la enorme opinión pública argentina su actitud está demostrando una templaza que desde esta columna no hemos dudado en calificar de ateniense.

El radicalismo, principal partido de opción al oficialismo gobernante, hasta llegado hasta sugerir alternativas de gestión para sortear el gigantesco bache fiscal provocado por los dislates kirchneristas, y desde Federico Pinedo –en el PRO- hasta Fernando Pino Solanas –en la izquierda democrática- se ha destacado la firmeza en la defensa institucional y republicana mostrando que, aún en la discrepancia, existe un consenso cada vez más sólido en la necesidad de recuperar las instituciones para poder procesar, en su juego armónico, las diferentes visiones sobre los problemas que debe enfrentar el país.

El Vicepresidente, por su parte, muestra frente a los insultos de matones del ex presidente e integrantes de grupo político una conducta que lo enatece, respondiendo con la altura, seriedad y madurez propias de la responsabilidad institucional que inviste.

No son la “oposición de Cristina”. Son funcionarios, diputados y senadores, son partidos políticos que representan a ciudadanos que no necesitan un Rey o una Reina porque los han reemplazado por su creencia que lo que une la diversidad del país es el respeto a sus normas y no la subordinación posesiva al monarca de turno. Son, en todo caso, también ciudadanos cuya obligación es servir al país, a sus “con-ciudadanos”, que les han delegado poderes y facultades pefectamente delimitados en la Constitución y las leyes, no para agrandar sus patrimonios o recrear a “los mandones” de antes de la Revolución de Mayo, sino para gestionar los problemas comunes.

Decíamos en una nota anterior que la Argentina republicana, federal y democrática brotó al calor de las luchas de la emancipación. No fue nuestra revolución una transformación interna de la monarquía, como la mayoría de los países europeos que apelaron a la democratización de la realeza y buscaron la democracia conservando el reaseguro de la función regia.

Lo nuestro fue una búsqueda dolorosa, trabajosa, tenaz, porque era necesario construir un país mientras, a la vez, se pensaba la forma de gobernarlo. Nos costó varias décadas, hasta que pudimos escribirla en un contrato, cada una de cuyas cláusulas respondió a un temor conjurado, a un sueño definido, a un derecho resguardado. Y establecimos los tres grandes equilibrios, cuya pérdida nos ha llevado hasta esta degradación que nos duele.

El equilibrio entre la sociedad y el Estado –o entre las personas y el poder-, en primer término. El equilibrio entre la Nación y las provincias, en segundo término. Y el equilibrio entre los tres poderes del Estado, por último. Los argentinos que nos precedieron decidieron dejar de ser “súbditos de Su Majestad” para ser ciudadanos. Decidieron organizar su convivencia conservando celosamente sus poderes locales conviviendo con el nacional. Y optaron por un poder nacional republicano, distribuido en tres grandes órganos de gobierno virtuosamente articulados –y recíprocamente controlados- para evitar los desbordes autoritarios.

Ese equilibrio es incompatible con los posesivos, pero por la contraria, no funciona sin patriotismo, porque el patriotismo es lo que reemplaza la subordinación al monarca y le da unidad al esfuerzo común.

La oposición, con su templanza, muestra que está retomando la senda de los próceres. Sería muy bueno que el gobierno, al que tanto le cuesta imaginar que el país no es sólo su opinión sino la suma plural de –respetables- visiones diferentes se sumara a este gran cambio.


Ricardo Lafferriere

Año del Bicentenario

Nuestra patria comienza en estos días a transitar ya su tercer centuria, y es oportuno aprovechar el aniversario para la tradicional revista y reflexión sobre lo andado y el rumbo que viene.

En estos doscientos años hemos sufrido momentos gloriosos y agónicas coyunturas de decadencia y enfrentamiento. Los turbulentos días iniciales adelantaban algo de esta historia, por la desmesura de la empresa que se fue configurando luego de su impulso autonómico inicial.

Ese pequeño poblado de 40.000 habitantes que era entonces Buenos Aires –contando su campaña- no sólo barrió con las estructuras coloniales, la sociedad estratificada y jerárquica, la dependencia externa y los “mandones”, sino que organizó Ejércitos que difundieron por el Continente su voz libertaria, con la causa republicana rápidamente abrazada por todo el pueblo.

En esa ciudad de 40.000 habitantes, el 20 % de su población (alrededor de ocho mil personas) formaban parte de una fuerza armada, prioritariamente miliciana. Para tener una idea cabal de lo que significaba, es pertinente imaginar que el 20 % de la población del núcleo urbano de la Capital y aledaños en la actualidad, de alrededor de 13.000.000 de habitantes, significaría que Dos millones seiscientas mil personas formaran parte de un cuerpo militarizado, en la mayoría de los casos eligiendo sus propios Jefes. No fue, entonces, un capricho de un grupo de intelectuales. La Revolución fue, efectivamente y a pesar de la conflictiva densidad de los hechos en los que se expresó, la decisión de un pueblo.

Ese pueblo no tenía absoluta precisión en sus metas. Sí sabía que pretendía autogobierno, que no toleraba más los privilegios por lugar de nacimiento, que sentía que todos eran iguales ante la ley y aún que los integrantes de la “plebe” debían ser respetados. En pocos años la Asamblea de 1813, el Congreso de Tucumán, la Ley electoral de Rivadavia, pero principalmente la práctica política de la primer década revolucionaria fueron marcando a fuego lo que serían los principios sobre los que se asentaría la construcción del nuevo país.

Esos principios se trasladarían a las provincias, y serían llevados a Chile y el Perú. Terminadas las últimas dudas sobre el sistema político luego de la declaración de la Independencia, en 1816, jamás hubo dudas de la vocación republicana de esa construcción. República federal, significando la soberanía de los ciudadanos, la división de poderes, la autonomía de los gobiernos locales, la independencia de la justicia, la igualdad ante la ley.

A doscientos años del comienzo de la marcha, esos principios siguen siendo aún una lucha inacabada. Sin embargo, la aproximación a la agenda del siglo XXI los necesita vigentes, más que nunca.

El mundo de aquellos tiempos sólo mostraba una sociedad más adelantada que la nuestra: la norteamericana. En Asia regían las teocracias autoritarias, y en Europa la restauración monárquica había ya derrotado las aventuras democráticas. Entre nosotros, las tensiones del parto, que demorarían cuatro décadas hasta expresar en un papel jurado las normas precisas de convivencia, no alterarían sin embargo la convicción en los principios básicos.

El mundo de hoy no discute ya la vigencia de aquellos ejes sobre los que organizar la convivencia. Curiosamente, es por nuestros pagos que aparecen nubarrones de restauración, que en todo caso convocan a renovar la lucha bicentenaria frente a las visiones de castas, indigenismos pre-feudales, autoritarismos personalistas, anomia y negación de la ley, que son simplemente circunstancias del cambio de época.

El mundo que viene ofrece nuevos peligros, como el calentamiento global, la violencia cotidiana, las redes delictivas, el lavado de dinero, las mafias internacionales, el terrorismo fundamentalista, la nueva polarización social. Pero a la vez, muestra avances portentosos en la historia humana, como haber sacado de la pobreza a miles de millones de personas, haber puesto en cadena el sistema productivo, protagonizando un salto económico como el que jamás ha tenido la humanidad en su historia.

Entre esos marcos, debemos pensar lo que haremos en las décadas que vienen. Y para hacerlo, las viejas divisas y las épicas de los tiempos viejos no agregarán más que un difuso telón de fondo. Hoy es necesario un nuevo “ethos” político, una conducta en la que los gritos destemplados sean reemplazados por un debate creador, participativo e inclusivo. “Dialogando más, los argentinos”, como dijera el mandato postrero del primer presidente de la democracia recuperada, el inolvidable Raúl Alfonsín.

Los escandalosos episodios de estos días, donde la vocación de saqueo no tiene límites y el poder se asemeja a una vulgar banda de salteadores, es más necesario que nunca recordar las causas que dieron origen a "una nueva y gloriosa Nación". Honrar nuestra historia es traer a nuestro presente la lucha por la organización del país como un estado de derecho, el tesonero esfuerzo por lograr que la ley sea más que la voluntad de cualquier gobierno y de cualquier individuo, los duros enfrentamientos que llevaron a la construcción de los grandes equilibrios constitucionales y el trabajoso esfuerzo para terminar el siglo XX y comenzar el XXI con una democracia respetada.

Aprovechemos, pues, esta fecha simbólica, para pensar en el país que queremos. Y luego que nos pongamos de acuerdo, simplemente, hagámoslo, cooperando todos, como en 1810, para terminar con el autoritarismo y el "mandonaje" enfrentando los verdaderos problemas que los argentinos sentimos como los más urgentes e importantes: la exclusión social, la pobreza, el estancamiento, la inseguridad jurídica, personal y económica, y esa decadencia que nos acompaña desde hace décadas recordándonos la inutilidad de los enfrentamientos entre nosotros y los resultados a que nos conduce la impotencia para generar acuerdos estables y estratégicos.

Ricardo Lafferriere

“...mi Vicepresidente...” y la templanza de la oposición

La curiosa utilización del posesivo –propia del lenguaje militar- con que la presidenta de la Nación se refirió al Ingeniero Cobos durante su discurso en el Banco de la Nación es tal vez la indiscreta evidencia de la forma en que la primer funcionaria concibe el funcionamiento del Estado republicano: una conjunción de dos afirmaciones que la leyenda ha convertido en símbolos del poder absolutista: “L’Etat c’est moi” –Luis XIV- y “Après moi, le déluge” –Luis XV-.

Pero en esta Argentina que cumple doscientos años, el Jefe del Estado no es el Estado y después de él no viene el diluvio. Quien desempeña la función presidencial es no menos, pero tampoco más, que el responsable de una de las tres ramas de un Estado que la propia Constitución define, además, como representativo y federal, es decir, con una soberanía nacional distribuida entre la Nación y las provincias, y ejercida por tres poderes cuyo funcionamiento está reglado, cual un mecanismo de relojería, en la Carta Magna.

Julio Cobos no es el Vicepresidente de la presidenta, sino de la República. Como tal, su función debe responder a las leyes que la reglamentan y hasta el momento nada ha podido decirse sobre su desempeño. En todo caso, la crítica política que puede conllevar el ejercicio de su Presidencia del Senado –que, mientras no le toque la otra función, que es reemplazar a la Presidenta en caso de incapacidad, muerte o destitución- se desplaza, como cualquier acción humana, en terrenos opinables. Ninguna ley del Estado ha sido violada en su desempeño. Nadie ha podido imputarle una sola falta institucional.

No puede decirse lo mismo de la presidenta, que no sólo concibe como “suyo” al vicepresidente, sino al propio Poder Judicial, objeto en estos días de sucesivas diatribas por funcionarios de su administración comenzando por el propio Jefe de Gabinete de Ministros, que se ha atrevido nada menos que a presionar sobre una Jueza y denostarla públicamente por no decidir conforme los íntimos deseos –en este caso, patentemente ilegales- de su superior jerárquica. Superior jerárquica que en lugar de expulsarlo de inmediato por su comportamiento antirepublicano, lo respalda expresamente.

La oposición, en otros tiempos, hubiera reaccionado frente a estos escándalos simbólicos y materiales con similares epítetos viscerales. Sin embargo, para sorpresa –agradable- de la enorme opinión pública argentina su actitud está demostrando una templaza que desde esta columna no hemos dudado en calificar de ateniense.

El radicalismo, principal partido de opción al oficialismo gobernante, hasta llegado hasta sugerir alternativas de gestión para sortear el gigantesco bache fiscal provocado por los dislates kirchneristas, y desde Federico Pinedo –en el PRO- hasta Fernando Pino Solanas –en la izquierda democrática- se ha destacado la firmeza en la defensa institucional y republicana mostrando que, aún en la discrepancia, existe un consenso cada vez más sólido en la necesidad de recuperar las instituciones para poder procesar, en su juego armónico, las diferentes visiones sobre los problemas que debe enfrentar el país.

El Vicepresidente, por su parte, muestra frente a los insultos de matones del ex presidente e integrantes de grupo político una conducta que lo enatece, respondiendo con la altura, seriedad y madurez propias de la responsabilidad institucional que inviste.

No son la “oposición de Cristina”. Son funcionarios, diputados y senadores, son partidos políticos que representan a ciudadanos que no necesitan un Rey o una Reina porque los han reemplazado por su creencia que lo que une la diversidad del país es el respeto a sus normas y no la subordinación posesiva al monarca de turno. Son, en todo caso, también ciudadanos cuya obligación es servir al país, a sus “con-ciudadanos”, que les han delegado poderes y facultades pefectamente delimitados en la Constitución y las leyes, no para agrandar sus patrimonios o recrear a “los mandones” de antes de la Revolución de Mayo, sino para gestionar los problemas comunes.

Decíamos en una nota anterior que la Argentina republicana, federal y democrática brotó al calor de las luchas de la emancipación. No fue nuestra revolución una transformación interna de la monarquía, como la mayoría de los países europeos que apelaron a la democratización de la realeza y buscaron la democracia conservando el reaseguro de la función regia.

Lo nuestro fue una búsqueda dolorosa, trabajosa, tenaz, porque era necesario construir un país mientras, a la vez, se pensaba la forma de gobernarlo. Nos costó varias décadas, hasta que pudimos escribirla en un contrato, cada una de cuyas cláusulas respondió a un temor conjurado, a un sueño definido, a un derecho resguardado. Y establecimos los tres grandes equilibrios, cuya pérdida nos ha llevado hasta esta degradación que nos duele.

El equilibrio entre la sociedad y el Estado –o entre las personas y el poder-, en primer término. El equilibrio entre la Nación y las provincias, en segundo término. Y el equilibrio entre los tres poderes del Estado, por último. Los argentinos que nos precedieron decidieron dejar de ser “súbditos de Su Majestad” para ser ciudadanos. Decidieron organizar su convivencia conservando celosamente sus poderes locales conviviendo con el nacional. Y optaron por un poder nacional republicano, distribuido en tres grandes órganos de gobierno virtuosamente articulados –y recíprocamente controlados- para evitar los desbordes autoritarios.

Ese equilibrio es incompatible con los posesivos, pero por la contraria, no funciona sin patriotismo, porque el patriotismo es lo que reemplaza la subordinación al monarca y le da unidad al esfuerzo común.

La oposición, con su templanza, muestra que está retomando la senda de los próceres. Sería muy bueno que el gobierno, al que tanto le cuesta imaginar que el país no es sólo su opinión sino la suma plural de –respetables- visiones diferentes se sumara a este gran cambio.


Ricardo Lafferriere